Si Hitler pensó que su final iba a ser épico, se equivocó totalmente. Pasó sus últimos días en un sótano maloliente, prolongando hasta lo indecible un sufrimiento que ya no tenía ningún sentido. El 30 de abril de 1945 se suicidó en el búnker de la Cancillería en Berlín.
A Hitler, en aquel trance, no le importaba que los alemanes se sumieran en el abismo. Pensaba que lo tenían merecido por haberle decepcionado y no luchar hasta las últimas consecuencias. Después del desembarco de Normandía y la ofensiva soviética en el Este, la guerra ya estaba perdida. Sin embargo, él permanecía desconectado por completo de la realidad y planeaba ataques imposibles con ejércitos que solo existían en su imaginación. Nadie en su círculo más próximo se atrevía a comunicarle la magnitud de la catástrofe.
Finalmente, acabó con su vida junto a Eva Braun, con la que contrajo matrimonio poco antes. Su desaparición era la consecuencia lógica de una política extremista que solo contemplaba dos opciones: vencer o morir.
Una teoría conspiratoria afirma que el Führer consiguió escapar y se fugó a América. No es cierto. Permaneció en un refugio constituido por dos búnkeres conectados entre sí, a distintos niveles de profundidad. Se trataba de unas instalaciones muy completas, con dormitorios para el personal, baños, cocina, sala de reuniones... Eran unas dependencias muy modernas para la época. Pero no puede decirse que abundaran las comodidades. Las salas eran diminutas, los pasillos muy estrechos y el ambiente claustrofóbico. Hitler dormía con una bombona de oxígeno junto a la cama, por si fallaba la ventilación.

Plano del búnker de Hitler bajo la Cancillería en Berlín. Las habitaciones 15 a 20 eran las estancias privadas del dictador
El ambiente opresivo acabó por minar la salud mental de sus habitantes. El propio dictador, hasta entonces muy pulcro, empezó a descuidar su aspecto. Sus cambios de humor eran imprevisibles y mostraba signos cada vez más manifiestos de depresión. Además, presentaba un evidente deterioro físico: caminaba encorvado y presentaba temblores incontrolables en la mano izquierda.
Todos estos síntomas apuntan a que, probablemente, padecía Parkinson. Es posible que esta enfermedad afectara a su capacidad para tomar decisiones. En un intento de mantener a flote su salud, su médico de cabecera, el doctor Theodor Morell, le administraba un cóctel de fármacos y drogas que acabó alterando aún más su realidad.
Isabel Margarit, directora de Historia y Vida, y la periodista Ana Echeverría Arístegui rematan el episodio con sus habituales recomendaciones: la película El hundimiento y el ensayo homónimo de Joachim Fest en el que se basó, publicado por Galaxia Gutenberg. Uno de los aspectos más interesantes de este libro es cómo destapa que Hitler no solo fue una terrible calamidad para sus enemigos, sino también para los arios por los que supuestamente luchaba.
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