Una tarde, cuando era pequeño, su padre lo llevó a tomar un chocolate a casa de Eugène Ionesco en París y aquella merienda lo subió a un escenario del que no se bajó hasta esta madrugada, más de 80 años después, que ha fallecido en un centro sociosanitario de Barcelona.
Joan de Sagarra ha vivido en el teatro muchas veces absurdo del periodismo y la cultura en una Barcelona a la que le gusta parecerse a París, complejo de inferioridad que fue germen de las envidias cicateras que él sufrió como pocos. El día que empezó a escribir en el Noticiero Universal, por ejemplo, contó la anécdota del chocolate y nadie le creyó. No sabían que era el hijo del escritor Josep Maria de Sagarra y cuando lo supieron dieron por contado que se lo había inventado.
Sagarra podía ser cáustico, socarrón y cascarrabias, pero sobre todo era un sentimental con una gran imaginación y mucho humor, generoso y vividor
Joan nació en París y siempre fue francés. Su infancia estuvo llena de personajes extraordinarios. Giacometti le daba de comer patatas fritas cuando iba con su padre a tomar el aperitivo al Café de Flore. A su lado estaban Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Jean Vilar, Raymond Queneau, Jacques Prévert y Joseph Kosma, el compositor de Hojas muertas, que había estado en la compañía de Bertolt Brecht.
El pequeño Joan escuchaba a Kosma explicar el sentido de Esperando a Godoty tiempo después, cuando siendo ya crítico de teatro en la Barcelona del tardofranquismo reprodujo aquellas ideas en uno de sus artículos, tampoco nadie le creyó. ¿Cómo iba Samuel Beckett a querer que aquella tragedia absurda y angustiosa sobre la esperanza y la incertidumbre fuera, además, divertida?
El niño Joan se enamoró de Juliette Gréco cantando Hojas muertas y ella le correspondió con un autógrafo: “A mi querido Juanito”. Con la voz de aquella musa construyó una banda sonora a la que se incorporaron casi todas las voces de la canción francesa: Piaff, Montantd, Trenet, Ferré, Brel, Becaud, Brassens, Aznavour y Sablon interpretando Yo te espero, canción que Marina Rosell le cantó hace tres años en la librería Jaimes con motivo de su retirada temporal de los periódicos.
Estas canciones le acompañaron mientras escribía, paseaba y saboreaba un Jameson en una de sus terrazas habituales. Se las sabía de memoria. Las cantaba sin acento porque allí estaba su vida, en la música, el teatro, el cine y la literatura. Su cultura fue la de un soñador, no la de un intelectual.
Sagarra podía ser cáustico, socarrón y cascarrabias, pero sobre todo era un sentimental con una gran imaginación y mucho humor, generoso y vividor, capaz de sacar a su querido Nfumu Ngí de la jaula del zoo para llevárselo de copas a la coctelería Boadas y a comer una paella en el Set Portes. Su deseo de que el Ayuntamiento dedicara a aquel gorila blanco una estatua trepando al acecho de la Dama del paraguas no fue atendida.

Joan de Sagarra se enciende un puro.
Las rumbas, la recopilación de las crónicas que escribió para Tele/eXpres, publicadas en 1971 y reeditadas 50 años después en Libros de Vanguardia, son periodismo de proximidad y picaresca, un clásico.
Casi nadie escribía como él en la Barcelona de los años sesenta y setenta. Su estilo era muy cercano, a veces cómico y surrealista, repleto de referencias culturales, siempre auténtico y sin dobleces. Escribía como un intruso en una sociedad opaca, sentado en el escritorio de su padre, fetiche literario que también era la nave de un errante.
Más que ser, Sagarra estaba y los poderosos temían su presencia. Sus admirados Bernard Frank, Joseph Kessel y Raymond Aron le habían enseñado el valor de la ética y el compromiso.
Sagarra veía a la sociedad barcelonesa en cueros, sin los velos del autoengaño. Por eso sus críticas eran sinceras y, a veces, tan duras que lo enemistaron con los pesos pesados del teatro local: Flotats, Boadella, Dagoll Dagom y muchos otros. “No soy objetivo –reconocía-. Soy un crítico político y apasionado. Si les gusta bien y si no, también, y lo demás son puñetas”.
Sagarra fue feliz en el tardofranquismo, escribiendo como sentía, a veces sin medir las consecuencias de sus columnas, errores de cálculo que le valieron cierto desprecio y alguna amenaza, incluso de muerte, como cuando se metió con Blas Piñar, gerifalte de la dictadura, y tuvo que pedir protección a unos quinquis que había conocido en la mili.
Si el servicio militar lo hubiera hecho en Francia, habría sido francés de pleno de derecho, pero ese paso lo hubiera llevado a luchar en Argelia y prefirió no arriesgar. Lo educaron los jesuitas en Barcelona, en un colegio que era un infierno. Estudió primero de Derecho en Deusto porque quería ser diplomático, pero enseguida entendió que las leyes no eran para él.
Su padre falleció en 1961, cuando él tenía 22 años, y huérfano pero apadrinado por Josep Tarradellas, president en el exilio, regresó a París para matricularse en el recién estrenado Instituto de Estudios Teatrales de la Sorbone. Fue un curso inolvidable hasta que su madre, Mercè Devesa, viuda y sola, lo arrastró de nuevo a Barcelona.
Su madre lo mimaba tanto que Néstor Luján decía que lo había convertido en un monstruo consentido. ¿Qué podía esperarse de un niño que en Madrid había vivido en el hotel Palace y de un periodista que leía media docena de diarios al día, sobre todo en francés e italiano, cuando en Barcelona eran pocos los que conocían Europa?
Sagarra disfrutaba de la buena mesa y de la buena conversación, del foie y la buena pasta, de los habanos y los licores, del ron Saint James al principio y del whisky Jameson más adelante, dieta que le hizo feliz hasta que el cuerpo le pidió más agua y menos alcohol.

Joan de Sagarra en un Jeep militar por Barcelona en 2008.
Se divirtió mucho en Boccaccio, la disco de la progresía pija y creativa a la que apodó la gauche divine. Pedía copas que no pagaba con la excusa de que sus columnas llenaban el local. Luego bajaba desde aquella Barcelona fácil y elevada hasta la Rambla más baja y realista de la mano de Juan Marsé, Juan Goytisolo, Javier Tomeo y Jaime Gil de Biedma, paseos nocturnos que acababan en la bestialidad del Jazz Colon, con putas, marines y pachuli. Al amanecer, iba con Juan Marsé a dar de comer a los gorilas del zoo.
Gracias a Joan de Sagarra la cultura barcelonesa pasó del provincianismo al cosmopolitismo sin perder su identidad popular. Siempre defendió el populismo de su padre, triunfador en el teatro Romea con obras en catalán en los años cincuenta, y su periodismo siempre estuvo al servicio de la gente.
Cuando llegó la democracia y habiendo acunado el nacimiento de la “pequeña joya” que fue el Teatre Lliure, Sagarra entró en el Ayuntamiento como delegado de cultura. Duró un año, de 1978 a 1979. La política le confirmó que nada volvería a ser lo mismo, que la flor de la autogestión se había marchitado bajo el peso del gregarismo y la subvención pública. Si en ese momento hubiera optado por ser socialista o convergente, habría ocupado los cargos que hubiera querido, pero para eso tendría que haberse traicionado.
Sagarra denunció la nueva cultura catalana, la cultureta de la democracia, como él la llamó, un término despectivo para denunciar la impostura del pujolismo, del nacionalismo catalán que pretendía haber salvado una lengua y una cultura que, en realidad, se habían salvado solas.
No soportaba que aquella cultureta despreciara la cultura catalana que convivió con la dictadura –la de su padre-, que ignoraba gran parte de la que se había exiliado, como la poesía de Josep Carner, y no reconociera la que se hacía en castellano: la de Marsé, Mendoza y los hermanos Goytisolo, por ejemplo.
Por eso criticaba con dureza que la Generalitat de Jordi Pujol promocionara todo lo que se hacía en catalán aunque fuera de muy mala calidad. No podía ver al president, ni a Isidre Molas ni a Josep Maria Castellet. Era feliz con Josep Maria Carandell, su hermano mayor, con Lluís Permanyer, su hermano pequeño, con Marcos Ordóñez, su sobrino, así como con Josep Martí Gómez y Josep Maria Huertas, fieles colegas.
Aunque tenía amigos comunistas, como Manolo Vázquez Montalbán, no toleraba la rigidez de la doctrina y el aparato. Le podía su alma anarquista y renegaba de aquellos rojos a los que veía como patufets, comisarios políticos de un patético patufetismo-leninismo, otra de las etiquetas geniales que enganchó en la espalda de los petulantes.
Sagarra disfrutaba en las trincheras y en los márgenes, en lo impresentable y en lo lamentable. Era irreverente y combativo, como Quim Monzó, uno de sus escritores admirados, y también como Gregorio Morán, otro periodista frente al que se quitaba el sombrero.
Ante lo exquisito, sabiéndose en el centro del escenario, adoptaba la actitud del niño que roba un dulce o prueba la salsa con el dedo. Era feliz en Flash Flash con su primo Enrique Vila-Matas, en Can Josep con las fotos del cine que tanto amó y en Casa Leopoldo con André Pieyre de Mandiargues y Michel del Castillo, los novelistas que a su juicio mejor representaron la negra nit que se extendió sobre Barcelona después de la guerra civil.
También disfrutaba en la barra del Morryson y en la del Michael Collins, viendo rugby y bebiendo Guiness con John William Wilkinson. La coctelería Boadas, el bar La Tour, las terrazas del Zurich, el Bauma, el Alaska y el Adonis, donde se encontraba con Carmen Broto, la prostituta de la alta burguesía que murió asesinada en circunstancias nunca aclaradas, fueron plateas en las que se sentó a beber, fumar y observar.
A Sagarra le gustaba vivir mucho más que escribir. Consideraba que era terrible tener que escribir para pagarse el piso, pero, debido a su carácter y su independencia, nunca ganó lo suficiente para vivir sin escribir.
Empezó su oficio en francés, en la revista Arts, y luego lo practicó en muchas cabeceras españolas y catalanas, sobre todo en El País y bet365. Se casó con Paulina Àngel Caldeteny, con quien tuvo a su hijo Josep Maria, y después con María Jesús Ivars. El gato se llamaba Mauricio y el canario nunca cantó bien porque era mozambiqueño.
Si estaba en Trieste visitaba las tumbas de Paul Morand y de Giorgio Strehler y cuando iba a París se alojaba cerca de la Rue du Bac, donde vivió de pequeño (en el número 42), y allí, siendo ya mayor, apoyado en su bastón y con la gorra bien calada, aún se maravillaba con las mariposas disecadas en el escaparate de una tienda que sobrevivía como él.
La vida se le iba a medida que cerraban sus espacios vitales y la ciudad se empobrecía, arrollada por el progreso turístico y despersonalizado. Renunció a la Rambla cuando ya no le fue posible tomarse un whisky decente y se refugió en la parte alta del paseo de Sant Joan.
Los jueves almorzaba con sus últimos amigos en el Giardinetto. Llegaba del brazo de Agomar, su nieta polaca y catalana, columna que lo ha sostenido en el tramo final de su vida, y de una bolsa sin atributos sacaba libros, revistas y licores para compartir, ninguno más especial que el mezcal que se había traído de México en el último viaje con Marsé.

Joan de Sagarra en una foto tomada en 2015.
Le gustaba cotillear y reírse de los poderosos. Su cabeza guardaba tantas referencias que podía interpretar la realidad con argumentos profundos y diáfanos, cargados de la ironía propia de las personas inteligentes. Por la tarde salía a comprar libros.
De regreso a casa, al santuario del paseo de Sant Joan, donde reposaba su querida Pléiade, la biblioteca de Gallimard con la que quería ser enterrado, empezaba a leer y, así, atrapado entre la trama y el duermevela, llegaba a la última página. Con las primeras luces del día, descansaba un rato y a la hora del aperitivo dejaba el libro en la fuente de la Caputxeta para disfrute del primer extraño. Estos libros regalados eran novelas y muchas, de bolsillo, de gare, como decía él, historias para leer en el tren, entre París y Avinyon, distraído con las pesquisas de sus amados George Simenon y Andrea Camilleri.
Estoy seguro de que le hubiera gustado ser como los comisarios Maigret y Montalbano porque en el fondo era un moralista y un justiciero, un niño que había merendado chocolate con Ionesco y que no dejó de plantar cara a la absurdidad del mundo.