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El hombre que derribó a Saint-Exupéry

Especial Sant Jordi / Reportaje

El autor de este reportaje desvela la conexión entre el autor de‘El principito’, el piloto alemán que derribó al escritor en la Segunda Guerra Mundial, y un cantante alemán de apariencia rusa y cuya música sonaba en su casa por Navidad

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Antoine de Saint-Exupéry. El autor de ‘El principito’ a bordo de su LightningP-38 en el que volaba cuando fue derribado por un piloto alemán

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Es posible que, últimamente, el lector haya advertido, en los escaparates y anaqueles de las librerías, la presencia de títulos de Antoine de Saint-Exupéry: El principito, Vuelo nocturno, Piloto de guerra... Ello se debe a que, en fecha reciente, los derechos de autor del escritor francés han pasado al dominio público, lo que ha pro­piciado la reedición de sus obras. Esta circunstancia me da pie para evocar la muerte de Saint-Exupéry –acontecida en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial–, en un aspecto que, para mí, implica un matiz personal y familiar.

En efecto, hace poco más de ochenta años –concretamente, el 31 de julio de 1944– el piloto de guerra Antoine de Saint-Exupéry, a los mandos de un Lockheed Lightning P-38 (un avión de fabricación norteamericana), partió de la base de Borgo, en Córcega, en una misión de reconocimiento de la que no regresaría. Aunque dado por hecho que debió de caer al Mediterráneo, durante décadas se especuló con la causa de su desaparición: ¿una avería?, ¿derribado, quizás, por un avión enemigo…? Incluso se barajó la hipótesis del suicidio, habida cuenta del pesimismo de Saint-Exupéry en los años de la guerra: “C’est comme si j’avais une maladie. Ce médecin vient de me dire: ‘C’est bien embêtant…’ Il faudrait donc penser au notaire, à ceux qui restent ”, escribe Saint-Exupéry en Pilote de guerre (Gallimard, 1942); aunque también: “Le sacrifice perd toute gran deur s’il n’est plus qu’une parodie ou un suicide. Il est beau de se sacrifier: quelques-uns meurent pour que les autres soient sauvés ”.

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Horst Rippert, el piloto alemán que derribó el avión de Saint-Exupéry, sentado sobre su Masserchmidt ME-109

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Por fin, en marzo del 2008, el diario La Provence desvelaba que un octogenario expiloto de guerra alemán, Horst Rippert, había admitido haber derribado el avión de Saint-Exupéry, al timón de un caza Masserchmidt ME-109, ese 31 de julio del 44, en la ruta de Tolón a Marsella. La información (así como el hallazgo fortuito, por el pescador Jean-Claude Bianco, de una pulsera con el nombre del aviador francés y de su esposa Consuelo) permitió al buceador Luc Vanrell localizar los restos del Lightning P-38 de Saint-Exupéry, cerca de la isla de Riou, a la altura de Marsella. El maltrecho fuselaje del aparato se exhibe hoy en el Museo del Aire y del Espacio de Le Bourget, no lejos de París.

El lector interesado en los entresijos de esta historia puede encontrarlos en el libro coral Saint-Exupéry. Révélations sur sa disparition (Vtopo, 2017), firmado por el propio Vanrell, el arqueólogo submarino Lino von Gartzen (fundador de la asociación para la búsqueda de aviones perdidos durante la guerra), el piloto e investigador aeronáutico Bruno Faurite, así como por François d’Agay, sobrino y ahijado de Saint-Exupéry.

El “matiz personal y familiar”

Hasta aquí sobre la muerte de Saint-Exupéry. Paso ahora a explicar el “matiz personal y familiar” al que me he referido antes: mi abuelo materno, Jaime Ángel Aymerich –químico de formación y científico de vocación–, había hecho la Guerra Civil con la República. Terminada esta, aunque acusado de rojo y represaliado, logró abrirse camino –había que comer– en la empresa de su ramo del primer franquismo (Hidro-Nitro Española, Carburos Metálicos, Monsanto Ibérica…), para la que, en los años cincuenta del siglo pasado, llevó a cabo varios viajes de trabajo a Estados Unidos, país por el que sentía una gran admiración. Más tarde, ficharía como director técnico de la filial española de una importante firma alemana, lo que a menudo le llevaba a visitar Alemania, país que también admiraba profundamente.

Con ocasión de un viaje de trabajo a Múnich, mi abuelo Jaime pidió a sus colegas alemanes que le sugiriesen una actividad para pasar su tarde libre y estos le recomendaron vivamente el concierto de Ivan Rebroff; pero, ¡ay!, resultó que todas las localidades se encontraban agotadas y mi abuelo tuvo que contentarse con un vinilo del afamado cantante alemán, que trajo consigo de vuelta a Barcelona.

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Pulsera de Saint-Exupéry con su nombre y el de su esposa, hallada de forma fortuita por un pescador

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Ivan Rebroff fue un intérprete privilegiado, cuya extensión vocal abarcaba desde el registro del bajo profundo hasta el del contratenor. ¡Todo un fenómeno de la naturaleza! De orígenes rusos, su repertorio combinaba canciones tradicionales rusas y alemanas. Se presentaba en escena ataviado con largos abrigos y gorros de pieles, luciendo una abundante barba rizada.

Para no fatigarlo, mi abuelo Jaime ponía el vinilo de Rebroff en contadas ocasiones. Una de ellas era el día de Navidad: durante la sobremesa, entre los turrones y el cava, mi abuelo iba hasta la gramola, en un ángulo del comedor, y acto seguido empezaban a sonar los acordes de una balalaika. El lector puede imaginar qué debe ser comer los carquinyolis o el turrón de Alicante al ritmo de Los sirgadores del Volga, con el convencimiento de que éramos la única familia de Barcelona –¡puede incluso que de toda Catalunya!– que se entregaba a tan peregrina experiencia.

Como ya he dicho, mi abuelo Jaime era un ferviente admirador de los yanquis, cuya intervención en Vietnam defendía a ultranza, lo que le había valido algún que otro desacuerdo con sus hijas. Otro motivo de controversia en las comidas familiares era si la sociedad alemana –no sólo los nazis– estuvo al corriente del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial, extremo que mi abuelo negaba con rotundidad, mientras que sus hijas lo daban por sentado.

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Ivan Rebroff

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Hasta que, de uno de sus viajes a Alemania, mi abuelo Jaime regresó demudado y contó, entre lágrimas, que sus colegas alemanes –con quienes tenía ya familiaridad y confianza suficiente– no sólo le habían admitido que el común de la sociedad alemana conocía el destino de los judíos bajo el nazismo: también le habían contado qué empresas alemanas habían utilizado mano de obra esclava o bien habían suministrado el Zyklon-B, el gas tóxico con el que se exterminaba a los prisioneros en los campos de concentración.

Poco antes de su jubilación, mi abuelo se puso a estudiar ruso, para sorpresa –e inquietud– de sus mandantes alemanes, que no veían con buenos ojos que un directivo de la empresa aprendiera la lengua de la Unión Soviética. Mi abuelo les decía que lo hacía para ejercitar la memoria y mejorar la concentración. Sin embargo, al llegar la siguiente Navidad, en casa supimos que el objeto de aprender ruso no era otro que poder cantar, él mismo, el repertorio de Ivan Rebroff.

Con el tiempo –y con la aparición de cartas, de documentos– supe que, en su juventud, mi abuelo Jaime había sido bastante más rojo de lo que, bajo la dictadura, la discreción –¡y el miedo!– le permitían dar a entender.

Ivan Rebroff -Hans Rippert

El cantante Ivan Rebroff nació en 1931 en Berlín-Spandau como Hans Rolf Rippert, hijo del ingeniero Paul Rippert; hijo este, a su vez, de padre ruso y madre judía. Los Rippert lograron ocultar, bajo la Alemania nazi, su ascendencia hebrea. Rebroff, nombre artístico de Hans Rippert, está formado a partir de la voz rusa rebro (costilla), mismo significado del alemán rippe, en la raíz del apellido Rippert. E Ivan es el equivalente ruso de Hans. En fin, Ivan Rebroff, Hans Rippert, no fue otro sino el hermano menor de Horst Rippert –nacido este en 1922–, el as de la Luftwaffe de origen ruso-judío que derribó el avión de Antoine de Saint-Exupéry.

En la entrevista concedida por Horst Rippert a La Provence en el 2008, este hace hincapié en que, de haber sabido que el piloto de aquel Lightning P-38 era Saint-Exupéry, jamás lo habría derribado, pues tanto él como sus compañeros de generación habían crecido leyendo los libros del aviador francés, a quien admiraban y debían, sin duda, su pasión por volar. Horst esperó al fallecimiento de su hermano Hans, en febrero del 2008, para desvelar su gran secreto, celosamente guardado para no perjudicar la carrea artística de su hermano menor; un secreto que, durante gran parte de su vida, había atormentado su conciencia. Ivan Rebroff, a su vez, se definía a sí mismo como ciudadano del mundo, como “una conexión entre Oriente y Occidente”. En sus últimos años, hizo pública su homosexualidad, adquirió la nacionalidad griega y trasladó su residencia a la isla de Skopelos.

⁄ Los Rippert-Rebroff eran hermanos, alemanes con raíces rusas y judías

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Portada de un vinilo deIvan Rebroff

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Tras el fallecimiento de mi abuelo Jaime, el vinilo de Ivan Rebroff se extravió. En 1998, un viaje de trabajo me llevó a Bremen, donde, al igual que mi abuelo en Múnich, me topé con un cartel que anunciaba un concierto de Rebroff; pero, ¡ay!, todas las localidades se encontraban agotadas y, ¡para colmo!, no logré hacerme con el preciado disco del intérprete. Años más tarde, en Moscú, encontré y adquirí un ejemplar del vinilo de mi abuelo en La Barrera del Sonido (Zvukovoi Barer, en Leninski Prospekt, 70), un comercio singular que atesora un fondo de cien mil vinilos de todo el mundo. Desde entonces, Los sirgadores del Volga vuelven a acompañar la sobremesa del día de Navidad.

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