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Edipo, el juguete del destino en la mitología griega

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Abandonado nada más nacer, un oráculo profetizó su tragedia, a la que este héroe se precipitó intentando precisamente huir de ella

Antígona y su padre, Edipo, abandonan la ciudad de Tebas

Antígona y su padre, Edipo, abandonan la ciudad de Tebas

Dominio público

Layo, rey de Tebas, había raptado a un hijo de Pélope. El padre ultrajado echó rabioso una maldición sobre el injusto monarca. Sin embargo, Layo no supo la consecuencia de su acto hasta tiempo después. Fue cuando consultó un oráculo. Este advirtió al soberano que se abstuviera de tener hijos. De concebir alguno, el vástago lo asesinaría y luego tomaría como esposa a la del rey, su propia madre.

Pese a este pronóstico funesto, Layo se sentía atraído por su mujer, Yocasta. Ambos, oponiéndose al presagio, terminaron engendrando un pequeño. Entonces recordaron afligidos la maldición de Pélope y la profecía del oráculo. Decidieron abandonar al bebé en un bosque situado a los pies de una montaña, para que muriese de inanición.

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El niño, sin embargo, fue encontrado por Forbas, un pastor. Como tenía los pies inflamados, lastimados y sangrantes, el hombre le dio por nombre Oidipous, Edipo, “el de los pies hinchados”. Luego lo llevó a la ciudad de Corinto, donde la criatura conoció la fortuna de ser adoptada por su rey, pues este y su cónyuge, la reina, no podían engendrar. Edipo recibió de esta manera la educación de un príncipe.

Disfrutó de una existencia placentera hasta que un día, en la adolescencia, dispuesto a averiguar quiénes eran sus verdaderos padres, se dirigió al oráculo de Delfos. Allí se le dictaminó un destino terrible: “Matarás a tu padre –le informó la pitonisa–, y te casarás con tu madre”. Desesperado ante esta perspectiva, Edipo resolvió no retornar jamás a Corinto para evitar que su desgracia recayera en los reyes de este país, sus padres adoptivos.

El reto de la Esfinge

El muchacho deambuló por Grecia desde entonces, malviviendo por los caminos. En una encrucijada no lejos de Tebas se topó en una ocasión con un viajero insolente. Tras sostener una discusión acalorada, los dos hombres acabaron enzarzados en un combate singular que condujo a la muerte del desconocido. Edipo no dio más importancia al asunto, pues poco más tarde, a las puertas de Tebas, se enteró de que una bestia extraña mantenía sometida a la ciudad.

Este ser, la Esfinge, poseía cuerpo de león, alas de águila y cabeza humana. Situado en una cueva próxima a la entrada de Tebas, el monstruo planteaba un difícil enigma a todo aquel que quisiera entrar o salir de la capital. Nadie hasta ese momento había conseguido dar con la respuesta. La ciudad, pues, se hallaba sitiada, porque la Esfinge impedía el paso de los transeúntes y devoraba a aquellos que se equivocaban al aventurar una solución al acertijo.

Detalle de un antiguo fresco en el cual Edipo resuelve el acertijo.

Detalle de un antiguo fresco en el cual Edipo resuelve el acertijo

Dominio público

Edipo, sin embargo, se dirigió con determinación a la cueva de la criatura. El lugar emitía un olor pestilente que emanaba de los restos de las víctimas. Sobreponiéndose a la repugnancia, el joven pidió a la Esfinge que formulara su pregunta.

Esta dijo: “¿Qué animal camina sobre cuatro patas por la mañana, dos al mediodía y tres al atardecer?”. Edipo meditó unos instantes antes de contestar: “El hombre. Porque en la infancia marcha a gatas, anda sobre los pies en la vida adulta y, de anciano, camina ayudándose de un bastón”. Resuelto el enigma, la Esfinge, furiosa, se precipitó montaña abajo.

Un destino cruel

Cuando Edipo entró en Tebas fue recibido con regocijo. Había librado a la ciudad de su cruel guardián. Le correspondía, en recompensa, ser nombrado soberano del país y desposar a la reina viuda. Con ella, en los años siguientes, tuvo cuatro hijos: dos varones, Eteocles y Polinices, y dos niñas, Antígona e Ismene. La felicidad duró un tiempo relativo. Un brote de peste se ensañó con Tebas. Los habitantes, afligidos, consultaron el oráculo para conocer el origen de sus males. Este desveló que se trataba del castigo infligido a Edipo por los dioses debido a sus crímenes abominables: el parricidio y el incesto.

El monarca conoció de esta manera el agrio reverso de la realidad que había estado viviendo. Se habían cumplido punto por punto las desgracias predichas por la pitia de Delfos. Aquel viajero que había matado en una encrucijada de caminos no era otro que el rey Layo, su padre. Y la mujer cuya mano había aceptado junto con el trono de Tebas era su propia madre, Yocasta.

Esta, al enterarse de los hechos, se ahorcó. Edipo, abrumado por el peso del destino, se arrancó los ojos para no volver a contemplar el lugar de sus atrocidades. Después fue expulsado de Tebas para siempre, ciego, angustiado y vistiendo harapos. Desde entonces llevó la existencia de un proscrito. Guiado por su hija Antígona, erró por el mundo sin patria, sumido en la miseria material y destrozado por el remordimiento.

Los dioses, sin embargo, terminaron apiadándose de este juguete de sus caprichos. Edipo se asentó en la vejez en una aldea del Ática. Allí, en el caserío que se extendía a los pies del monte Colona, el monarca de Atenas, Teseo, acogió a los hijos del anciano, descastados en Tebas. Luego Edipo se echó a descansar junto al bosque sagrado que rodeaba al pueblo. La tierra lo tragó mientras soñaba, y con él su tragedia.

Antígona, rebelde con causa

Al regreso del penoso exilio en que acompañó a su padre, Antígona dio una segunda muestra de lealtad familiar. Sus hermanos Eteocles y Polinices se habían hecho la guerra por el control de Tebas. Muertos ambos en la batalla, ocupó el trono su tío, Creonte. Obedeciendo las leyes cívicas, Creonte prohibió el entierro de Polinices, que había atacado la ciudad con tropas enemigas. Antígona se opuso a la orden. Con ello transgredía las normas escritas de la polis, pero la piedad fraternal y el deber religioso se imponían a cualquier legalidad, y sepultó a su hermano.

'Edipo en Colono', de Fulchran-Jean Harriet (1798).

'Edipo en Colono', de Fulchran-Jean Harriet (1798)

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Creonte, en consecuencia, la condenó a muerte. Así lo dictaba la justicia local, aunque después se arrepintió. Era su sobrina, había actuado movida por leyes superiores a las de un Estado. Además, su hijo, Hemón, estaba enamorado de ella. Sin embargo, fue demasiado tarde. La joven había sido ejecutada. Hemón yacía también junto a ella. Se había suicidado por amor.

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 467 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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