Charles Fellows vino al mundo el último año del siglo ilustrado en una familia inglesa beneficiada por la Revolución Industrial. Dotado desde la niñez de talento para el dibujo, pudo desarrollar tranquilamente esta afición gracias a la fortuna de su padre. Este era un próspero banquero y comerciante textil de Nottingham de cuyos negocios pudo desvincularse este retoño artístico, al tratarse del quinto hijo.
Charles, además, no tardó en demostrar la solidez de su vocación. No contaba aún quince años cuando realizó bocetos tan extraordinarios de la abadía gótica de Newstead, las famosas ruinas ancestrales de lord Byron, que acabaron ilustrando la biografía sobre el poeta escrita por su amigo Thomas Moore, un bardo irlandés también insigne.
Afincado en Londres desde la veintena, el joven Fellows tuvo la oportunidad de dar rienda suelta a sus múltiples inquietudes, de inscribirse en sociedades científicas a escalar montañas. Como el Mont Blanc, del que estrenó la ruta de ascenso más empleada hasta hoy. También viajero impenitente, la treintena lo encontró entregado de lleno al Grand Tour, con estancias prolongadas en el Mediterráneo de la Antigüedad clásica, incluidas las costas otomanas.
Los dibujos realizados en esas travesías culturales volvieron a vincularlo editorialmente con Byron. No pocos de esos apuntes gráficos animaron las primeras impresiones del clásico Las peregrinaciones de Childe Harold.

Charles Fellows
Toda esta deriva diletante terminó adquiriendo sentido en el año 1838. Un Charles Fellows ya maduro se estableció entonces en la antigua Asia Menor. Allí comenzó a internarse en regiones no visitadas por otros aventureros occidentales, levantando siempre mapas detallados de su recorrido, tomando notas de los habitantes, la flora y la fauna con los que se iba cruzando y esbozando los restos edilicios y epigráficos que le salían al paso. Fue de este modo como descubrió vestigios de la histórica Licia en el recodo sudoccidental de la península anatolia.
Janto, un punto de fusión
El explorador británico reconoció su litoral mediterráneo antes de remontar la nervadura principal del pequeño país, el río Janto. Allí tropezó, una quincena de kilómetros corriente arriba de la costa, con la que fuera la capital de los licios desde su fundación en el siglo VIII a. C. Llamada de igual modo que el curso fluvial, la ciudad de Janto, enclavada sobre colinas, presentaba una cantidad y una variedad de monumentos tales que deslumbraron al arqueólogo inglés, también por su magnífica conservación.
Las ruinas denotaban, además, las diversas encarnaciones de Janto bajo las potencias que dominaron sucesivamente la región. Helenizada tempranamente, como refleja su mención en la í岹 (donde los licios combaten por Troya), la capital vivió a mediados del siglo VI a. C. su cambio más radical. El general medo Harpago, que era la mano derecha militar de Ciro II el Grande, tomó la ciudad para el Imperio persa.
Fue una conquista traumática. Derrotados en campo abierto, los licios retrocedieron a Janto. Allí los sitiaron las fuerzas orientales. Entonces, presos de un furor autodestructivo, los licios arrasaron su propia acrópolis, mataron a sus mujeres e hijos y, por último, arremetieron contra un rival muy superior en busca de una muerte segura.
Licia volvería a la órbita griega un par de siglos después, con Alejandro Magno. A este seguirían los diádocos (sucesores del macedonio), Roma y Bizancio. Antes de esta Գٰé occidental, los doscientos años aproximados de hegemonía persa, pacíficos y prósperos, engendraron un sincretismo artístico sin parangón. Produjeron ejemplares especialmente característicos en la arquitectura funeraria. La tumba de Payava, datada en torno a 360 a. C. y dedicada a un aristócrata que gobernó en la recta final aqueménida, constituye un exponente paradigmático de este laboratorio único de estilos.
Cuatro expediciones a Licia
Fellows encontró esa sepultura singular en abril de 1838, durante el primero de sus cuatro viajes a la región, en el que bosquejó la tumba de Payava con todo el pormenor que pudo. Profundizó en su conocimiento al año siguiente, en su segunda travesía a Janto, esta vez secundado por el insigne ilustrador George Scharf, destinado a ser el primer director de la National Portrait Gallery de Londres. Un tercer periplo en 1841 y otro más en 1844 redondearon los estudios de Fellows en el propio yacimiento urbano.
Entretanto, el arqueólogo había ido publicando diversas investigaciones sobre el sepulcro y otros hallazgos significativos de Licia. Sus escritos causaron tal sensación en el Museo Británico que sus directivos encarecieron al gobierno de la Inglaterra victoriana la posibilidad de importar esos tesoros para la institución. Lord Palmerston en persona, a la sazón secretario de Relaciones Exteriores y futuro dos veces primer ministro, gestionó la solicitud a Constantinopla.

La tumba de Payava, hoy en el Museo Británico, fue hallada en Janto, actual Turquía, en el siglo XIX
La Sublime Puerta concedió la autorización. Permitió fletar a Londres parte de los monumentos y objetos inventariados por Fellows en Janto y otras localidades. La tumba de Payava, la monumental de las Nereidas, relieves de la sepultura de las Arpías y diversas esculturas de la acrópolis de Janto llegaron, de este modo, a Gran Bretaña. Fellows pagó de su bolsillo toda la operación. La Corona se lo agradeció ennobleciéndolo en 1845.
¿Exposición o expolio?
Tres años más tarde, esta joya de la arquitectura funeraria de Asia Menor ingresó oficialmente y con sala propia para su región en el Museo Británico, el mayor centro expositivo del Imperio victoriano. Esta consagración museística y la gran afluencia de público que acarrearon las novedades licias no silenciaron las críticas por su traslado desde su lugar de origen.
No mucho antes se había experimentado un revuelo parecido por los mármoles de Elgin. Habían sido metopas y estatuaria arrancadas a comienzos del siglo XIX a las ruinas del Partenón, para indignación de Byron y otros opositores de estos expolios culturales con mentalidad colonial, y alojadas desde 1832 en un espacio exclusivo del museo.
Antes de su desplazamiento, la tumba de Payava se hallaba en Janto, junto a la de las Arpías. Ambas se erigían cerca del teatro romano, representante, por su parte, del período más rico en restos arqueológicos entre los preservados en la antigua ciudad. Allí, la sepultura de este mandatario, obediente al poder aqueménida siglos antes, en el IV a. C., encarnaba todo un arquetipo de las sepulturas licias elevadas con bóveda de cañón.
Entretanto, su vecina de los monstruos mitológicos alados resultaba emblemática de los sepulcros licios de pilar. Formaban un conjunto único, distintivo de dos de las grandes modalidades del extraordinario sincretismo funerario local.

Friso de la tumba de las Arpías, fechado en el siglo V a. C.
Sin embargo, tras el transporte de piezas al museo, en el yacimiento solo quedaron reliquias desfiguradas. De la tumba de Payava, apenas el pedestal –deteriorado, además–, de los cuatro niveles que componían el sepulcro. Los otros tres, los superiores, de una notable riqueza escultórica, pueden visitarse aún hoy en la sala 20 del Británico. En cuanto al sepulcro de las Arpías, su pilastra permanece inmutable en Janto, pero cubierta por copias de sus bajorrelieves. Los originales también duermen en Londres.
Un hallazgo inclasificable
Con anterioridad a estas mutilaciones, Fellows se sintió perplejo el día que descubrió el mausoleo de Payava. No sabía ni cómo llamar a aquel estilo inédito. De ahí que se decantase por una denominación rayana en el disparate. La “tumba del caballo de forma gótica”, como bautizó el sepulcro provisionalmente, resulta, no obstante, una declaración muy expresiva de la mezcla excepcional de estilos que fue necesaria para crear un monumento semejante.
Esta amalgama, síntesis muy peculiar de elementos de las escuelas licia, griega y persa, no solo constituye una completa lección en sí misma de la interesante fusión estética alcanzada en Licia, sino también del fascinante trasfondo histórico que hizo posible ese giro tan personal del arte.
La tumba no solo mezcla cánones en los motivos. Aunque el monumento puede parecer helénico a primera vista, su estructura y materiales son netamente persas: el cuerpo no está enterrado, sino elevado; las cámaras, individuales, carecen de aberturas; y su elemento básico es la piedra caliza sólida. La religión zoroástrica inspiró esos aspectos.

Detalle de la cubierta de la tumba de Payava
El sepulcro rondaba originalmente los 8 metros de altura, equivalentes a unos tres pisos de viviendas actuales. Sin embargo, sin el pedestal, que como decíamos se quedó en Janto, el trío de niveles superiores expuesto en el Museo Británico alcanza los 3,5 metros. Se habría esculpido en algún momento entre 375 y 362 a. C., antes de que Alejandro Magno reincorporara Licia en el mundo griego en 333 a. C.
Típico de las tumbas de bóveda de cañón licias, el mausoleo emula en piedra estructuras de madera. Su programa escultórico tampoco tiene desperdicio. Reúne motivos característicos licios, griegos y persas. Los primeros, por ejemplo, en los leones o en los dos hombres con melena, barba, manto y coraza en una cara estrecha del monumento. Abundan, por su parte, figuras clásicas tanto helénicas como iranias. Es el caso, entre otros, de un atleta griego y un sátrapa persa. Toda una síntesis cultural.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 680 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.