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¿Estaba borracho Alejandro Magno cuando decidió quemar Persépolis?

Una civilización en llamas

La destrucción de la capital persa fue una de las decisiones más controvertidas del rey macedonio. ¿Actuó con premeditación o fue un impulso motivado por la embriaguez?

Alejandro y Tais incendiando Persépolis

Alejandro Magno y Tais incendiando Persépolis

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Alejandro Magno había derrotado al Imperio persa en la batalla de Gaugamela en el otoño de 331 a. C., pero su conquista aún no estaba completa. El rey Darío III había huido y aún podía organizar un nuevo ejército. Para acabar con ese foco de resistencia, el soberano macedonio necesitaba actuar rápido y ocupar los centros de poder aqueménidas, en particular, su capital, Persépolis.

Hasta ese momento, Alejandro se había mostrado implacable con las ciudades que se habían resistido –como Tiro o Gaza–, pero había sido magnánimo con aquellas que se habían rendido. Un comportamiento habitual según las leyes de guerra de la época. Nada indicaba que el conquistador macedonio se fuera a salir del guion en Persépolis.

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Con esa estrategia en mente, el ejército macedonio avanzó por Mesopotamia y luego hacia el corazón de Persia. Alejandro parecía gozar del favor de los dioses, ya que Babilonia le abrió sus puertas y se repitió lo visto en Egipto: el conquistador respetó las costumbres locales y, de inmediato, fue reconocido como soberano con el título de rey del mundo, que hasta entonces había ostentado Darío III.

De Susa a Persépolis

Susa fue la primera gran ciudad puramente persa que cayó en su poder. Era la capital administrativa del Imperio, pero tampoco presentó resistencia, y los funcionarios aqueménidas se mostraron sumisos al reconocer a Alejandro como rey. A cambio, el monarca macedonio conservó a la mayoría de ellos en sus cargos, en una demostración de sus aparentes deseos de ser un gobernante justo con sus nuevos súbditos.

Las tropas macedonias y griegas estaban deseosas de botín, tras su larga campaña desde el Mediterráneo hasta el corazón de Asia. Alejandro no había permitido ningún saqueo en Babilonia y Susa, pero, para aplacar por un tiempo a su ejército, ansioso de victorias tras Gaugamela, distribuyó parte de los tesoros encontrados en las dos ciudades.

Alejandro Magno montando a su caballo Bucéfalo.

Alejandro Magno montando a su caballo Bucéfalo

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Ya solo quedaba Persépolis, verdadero símbolo del poder aqueménida. La ciudad había sido construida entre 518 y 515 a. C. por Darío el Grande. Este soberano había ideado un gran complejo palaciego en la actual provincia iraní de Fars para simbolizar la grandeza de su dinastía. Sus sucesores, Jerjes y Artajerjes, acabaron de completar esa capital ceremonial.

El epicentro de la representación del poder aqueménida era la apadana, la gran recepción del palacio real de Persépolis. Destacaban sus 72 columnas de 24 metros de alto, coronadas por animales que simbolizaban el dominio de los monarcas persas. Todo ese escenario estaba ideado para impresionar a los emisarios extranjeros o a los de los pueblos sometidos. Además –y esto tendrá importancia en acontecimientos posteriores–, Persépolis estaba construida con versátiles ladrillos de adobe, y los elegantes techos de los palacios se sustentaban en vigas de madera de cedro.

Los dilemas de Alejandro

El camino hacia la ciudad fue relativamente plácido para el ejército macedonio. Solamente tuvieron que hacer una exhibición de fuerza para someter a los uxios, una tribu de los montes Zagros, y tomar el paso de las Puertas Persas, en una audaz acción nocturna dirigida por el propio Alejandro que sorprendió a los defensores.

Parecía que iba a repetirse la situación vivida en Babilonia y Susa. Al saber que las tropas macedonias estaban a las puertas de Persépolis, Tiridates, sátrapa de la ciudad, apostó a caballo ganador y se rindió a Alejandro, e incluso le advirtió de que tropas leales a Darío planeaban hacerse con el tesoro real.

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Alejandro apresuró a su ejército hacia la capital ceremonial persa en diciembre de 330 a. C. Al llegar a Persépolis, Diodoro de Sicilia explica que los macedonios se encontraron con ochocientos griegos “derrotados por los anteriores reyes” y mutilados por sus captores para que no pudieran escapar.

El encuentro emocionó tanto a Alejandro que no pudo evitar derramar lágrimas. Ofreció una generosa compensación a los mutilados, pero, preso de la rabia, dijo a sus soldados que Persépolis era “la más odiosa de las ciudades de Asia”. A partir de ahí, hubo un cambio en su actitud.

La Apadana, uno de los edicios que comprendían el conjunto arquitectónico de Persépolis

La Apadana, uno de los edicios que comprendían el conjunto arquitectónico de Persépolis

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Otro historiador clásico, el romano Quinto Curcio Rufo, en Historia de Alejandro Magno, relata que el macedonio recordó a su ejército que “era desde aquí donde aquellos ejércitos habían atacado su país [Grecia]”. Los soldados recibieron autorización para saquear Persépolis durante un día, aunque el conquistador les prohibió asaltar el palacio real que albergaba el gran tesoro aqueménida.

Un bárbaro pillaje

Pese a esa limitación, las tropas se llevaron un buen botín. Aunque los historiadores clásicos hablan de un gran saqueo –“Persépolis había superado en prosperidad a todas las demás ciudades, también las superó en desgracia”, escribió Diodoro–, la destrucción de la urbe no fue total, ya que el ejército pasó allí cuatro meses hasta la marcha del invierno.

Los grandes tesoros de Persépolis fueron llevados a Susa para sufragar los gastos de la campaña de Alejandro. Su captura fue un importante golpe para Darío, que ya no podría contar con ellos para levantar un nuevo ejército. Plutarco dice en sus Vidas paralelas que hicieron falta dos mil mulas y cinco mil camellos para transportar a Susa todas las monedas y demás riquezas encontradas en el palacio.

Tras el saqueo, durante los cuatro meses de estancia en Persépolis, Alejandro comenzó a hacer gala de un comportamiento ambiguo, fruto de los equilibrios políticos que requería el momento.

Por un lado, quiso legitimarse ante la población persa rindiendo homenaje a sus grandes reyes, como hizo con la visita a la tumba de Ciro el Grande. Además, aunque le había privado de importantes recursos, la amenaza de una resistencia dirigida por Darío III seguía condicionando los planes macedonios.

Copia romana de un busto de Alejandro Magno del s. III a. C.

Copia romana de un busto de Alejandro Magno del s. III a. C

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Por otro lado, el conquistador tenía presente la rebelión de algunas polis dirigidas por Esparta, que un año antes había comenzado en Grecia. De ahí que necesitara un acto para demostrar que el proyecto panhelénico de conquistar el Imperio persa se había culminado, para poder legitimarse así ante la Liga de Corinto, la coalición de ciudades que lo apoyaban.

¿Acto incontrolado o venganza calculada?

Con ese clima político tan enrarecido, Alejandro se preparó para el enfrentamiento final con Darío III. Antes de partir, celebró un gran banquete en el palacio real de Persépolis. Según algunos historiadores antiguos, Tais, una cortesana amante de Ptolomeo, uno de los generales de confianza del rey, se dirigió al conquistador y le recordó las afrentas persas del pasado.

Tais era ateniense, así que mencionó el episodio de la quema de la Acrópolis y otros templos de las polis por las tropas de Jerjes en 480 a. C. La cortesana reclamó un destino similar para el palacio, “para que se recordara entre los hombres que las mujeres del séquito de Alejandro infligieron mayor desquite a los persas por lo hecho a los griegos que los soldados que los combatieron”, según Plutarco.

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Alejandro, influido también por una fuerte ingesta de vino y por cierta atracción hacia Tais, lanzó él mismo una antorcha contra el palacio, y muy pronto las llamas alcanzaron las vigas de caoba, provocando un gran incendio.

Siguiendo con el relato de Plutarco, el rey se arrepintió pronto y ordenó sofocar el fuego. De hecho, las diferentes versiones clásicas han generado dudas entre los historiadores más contemporáneos. Teorías más actuales apuestan por que las fuentes pudieron adornar la influencia de Tais y del vino en la decisión de Alejandro.

Lo que dicen hoy los historiadores

Por ejemplo, Robin Lane Fox, en su libro Alejandro Magno. Conquistador del mundo (Acantilado, 2007), considera que “ningún acontecimiento de la expedición de Alejandro ha provocado más disputas y especulaciones”. También apunta que, más allá del rol de Tais, el macedonio supo aprovechar la quema de Persépolis para demostrar a la Liga de Corinto que culminaba la venganza contra los aqueménidas.

'El incendio de Persépolis', por Georges-Antoine Rochegrosse

'El incendio de Persépolis', por Georges-Antoine Rochegrosse

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En su obra Alejandro Magno. La búsqueda de un pasado desconocido (Booket, 2012), Paul Cartledge habla de “una muestra elocuente de las contradicciones en las que estaba incurriendo el macedonio”. Asimismo, compara la destrucción de la capital aqueménida con la de Tebas (también ordenada por el conquistador heleno), una prueba de fuerza para que las polis se sometieran a Macedonia.

Finalmente, Adrian Goldsworthy va un paso más allá y opina en Filipo y Alejandro. Reyes y conquistadores (La Esfera de los Libros, 2021) que aquel habría sido un acto claramente premeditado. Ampara sus argumentos en las pruebas arqueológicas que demuestran que el fuego fue muy devastador para haber sido provocado con unas pocas antorchas de comensales borrachos, “a menos que ya se hubiesen colocado grandes cantidades de material combustible para alimentar las llamas”.

Goldsworthy señala que destruir Persépolis no fue solo un mensaje para los griegos. También se dirigió a los persas, indicándoles que cualquier esperanza de resistencia junto a Darío III era inútil y que el poder de la dinastía aqueménida había llegado a su fin.

Premeditación o delirio de un conquistador embriagado, lo cierto es que la quema de Persépolis marcó un antes y un después en las campañas de Alejandro. Hasta entonces, había sido el gran paladín de la venganza de Grecia contra Persia por las invasiones del siglo V a. C. A partir de la destrucción de la capital aqueménida, pasó a ser un rey orientalizado que deseaba gobernar un gran imperio en Asia.

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