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“Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras”: por qué 'El gran Gatsby', de Scott Fitzgerald, es la gran novela americana

Los amargos años veinte

La novela de Scott Fitzgerald condensó dos impulsos antagónicos, el vitalismo y la desesperación romántica de su autor, un hombre que se codeó con los ricos sin llegar a sentirse uno de ellos

Zelda Sayre y F. Scott Fitzgerald en el jardín de la casa de los Sayre en Montgomery, Alabama, en 1919. Al año siguiente, Scott y Zelda se casarían.

Zelda Sayre y F. Scott Fitzgerald, autor de 'El Gran Gatsby', en 1919

Getty

En Ecos de la Era del Jazz, un escrito de vocación autobiográfica publicado en noviembre de 1931, Francis Scott Fitzgerald afirmó que la suya “fue una época de milagros, fue una época de arte, fue una época de excesos y fue una época de sátira”.

En los locos años veinte, antes de que el crac del 29 llegara como una especie de plaga bíblica derivada de los excesos del capitalismo, dejarse llevar por el espíritu de la fiesta perpetua parecía ser la única ley a seguir. “Éramos la nación más poderosa. ¿Quién podría seguir diciéndonos lo que estaba de moda y qué era divertirse?”, se preguntó el autor en El Crack-Up.

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La Quinta Avenida de Nueva York en torno a 1925.

Los representantes de la generación perdida –popularizada por una serie de escritores de Estados Unidos que alcanzaron la juventud durante la Primera Guerra Mundial y que con frecuencia prefirieron buscar sus particulares paraísos en ambientes europeos, como el París de Gertrude Stein y Ernest Hemingway– retomaron el impuso vitalista y acaso autodestructivo que antes habían exhibido los poetas románticos, y que después reviviría de forma distinta la generación de la música rock, dejando tras de sí un montón de “bellos cadáveres”.

El dios agonizante

Scott Fitzgerald encarnó al perfecto representante de la figura deslumbrante y proteica de la literatura que se extingue de forma prematura. Como dijo el crítico Cyril Connolly, fue más que un gran escritor; se convirtió también “en un mito, en una versión americana del Dios Agonizante, en un Adonis de las letras que nació con el siglo y floreció en la década de 1920 (…). Luego se marchitó durante los años treinta para expirar –como debe hacerlo toda deidad de la primavera y el verano– el 21 de diciembre de 1940, durante el solsticio de invierno y en el fin de una época”.

Aunque murió con tan solo 44 años de un ataque al corazón, producto de un alcoholismo irredento, probablemente Scott Fitzgerald acumuló más experiencia vital que la mayor parte de sus congéneres. Y su narrativa condensó magistralmente el Zeitgeist de los tiempos hiperbólicos que le tocó vivir.

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Scott Fitzgerald leyendo un libro

Hulton Archive / Getty

Su tercera novela fue publicada por la editorial Scribner’s hace ya un siglo, concretamente, el 10 de abril de 1925. Aunque hoy es su título más célebre, en la época obtuvo ventas decepcionantes y críticas desiguales. Por fortuna, también fue celebrada por algunos escritores contemporáneos que supieron ver su grandeza, como Gertrude Stein, Edith Wharton o T. S. Eliot, quien no dudó en señalar que El gran Gatsby significaba “el primer paso que la novelística norteamericana ha dado desde Henry James”.

Primer amor

Ambientada durante un verano en la isla de West Egg, un lugar imaginario que recordaba a la Long Island en la que Scott Fitzgerald inició el proceso de escritura, la obra mostraba, a través de la particular visión del narrador Nick Carraway, la vida indolente de un grupo de privilegiados que orbitan alrededor del enigmático Jay Gatsby. Pese a que su casa está abierta a una sucesión de fiestas memorables, este anfitrión se presenta como un sujeto escurridizo que ha acumulado una fortuna de origen incierto y que está envuelto en una tempestuosa relación triangular con la socialite Daisy Fay Buchanan, casada con Tom Buchanan.

Daisy parecía ser un trasunto del primer gran amor de Francis, Ginevra King, quien también serviría de inspiración para otras mujeres creadas por el escritor, como Isabelle Borgé o Josephine Perry. Las (anti)heroínas típicamente “ginevrinas” eran personajes atractivos, magnéticos y románticos, que de repente podían tornarse fríos, vanidosos e interesados.

Retrato de Ginevra King en 1918

Retrato de Ginevra King en 1918

Dominio público

Aunque, ya en la vejez, King trató de restar importancia a una relación iniciada en plena adolescencia, al parecer, las entradas de diario y las cartas que se han conservado reflejan cierta intensidad amorosa en ambas direcciones. Como bien explica el biógrafo James L. W. West III, la Ginevra “real” fue “más compleja y simpática que los personajes de Fitzgerald basados en ella”.

En sus cartas mostró que se sentía halagada ante el interés amoroso del joven, pero también le instó a no idealizarla ni dejarse llevar por la tentación de los celos. La familia King, especialmente aposentada, desaconsejó a su hija que llevara adelante una relación con un chico de clase media cuyas expectativas financieras no parecían demasiado claras. Ginevra se casó durante la Primera Guerra Mundial, con 19 años, con William Hamilton Mitchell, un acaudalado hijo de banquero, y en 1920 se convirtió en madre. Según West, “nunca olvidó a Scott Fitzgerald (…) y probablemente lo comprendió mejor de lo que este creía”.

Bailando con Zelda

Tras la decepción amorosa, el futuro escritor se alistó en el Ejército en plena guerra, dispuesto a ir al frente si era reclutado. Seguramente, las primeras decepciones amorosas, unidas a la visión más bien nihilista del ser humano derivada del conflicto, contribuyeron a sedimentar su contradictorio carácter gatsbyano, en el que convivían el tipo atractivo, inteligente y en apariencia triunfador con el desencantado sentimental, alcohólico y fascinado por la derrota.

En julio de 1918, dos semanas después de que Ginevra le escribiera para comunicarle su matrimonio, Scott Fitzgerald conoció, probablemente en un baile celebrado en un club de campo, a Zelda Sayre, una muchacha nacida en 1900 en Montgomery, Alabama, que provenía de una acomodada familia de la llamada “aristocracia sureña”.

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Como también le ocurría a su futuro marido, en la personalidad de Zelda anidaban fuertes contradicciones. Por un lado, tenía intereses artísticos y poseía un espíritu indómito que la convertiría en una precursora de las flapper girls, muchachas hedonistas y liberadas que escandalizaron a los puritanos. Por otro, reclamaba a su pareja seguridad económica y fortaleza masculina, según el modelo patriarcal más convencional.

Según la profesora Rosa García Rayego, Zelda se planteó desarrollar una carrera como bailarina que podría haberle otorgado independencia económica, pero dejó sus estudios de ballet para elegir el camino de la “belleza sureña” que buscaba “un marido rico y atractivo que le proporcionase una vida social brillante, así como seguridad económica y estabilidad emocional”.

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Retrato de Scott Fitzgerald y Zelda Sayre

Getty

Tras la publicación de A este lado del paraíso, Scott Fitzgerald obtiene fama y dinero. La pareja se casa el 3 de abril de 1920 y empieza una vida repleta de fiestas y viajes. En 1922, meses después del nacimiento de su hija, Frances Scott Fitzgerald, apodada Scottie, alquilan una lujosa villa al norte de Long Island. Allí frecuentan los ambientes de lujo y riqueza que servirán de inspiración para la escritura de El gran Gatsby.

París será la siguiente parada. Allí el escritor trabará una amistad con Ernest Hemingway que más tarde acabará por romperse. Después será requerido para escribir guiones en Hollywood, y luego partirá con Zelda de nuevo rumbo a Europa, para visitar Italia y volver a París.

El viaje a ninguna parte

En todo ese constante trasiego no faltarán las celebraciones, ni el alcohol ni el despilfarro. Zelda, que se negó a asumir el papel de ama de casa convencional, retomará sus clases de ballet y empezará a explorar su creatividad como escritora o pintora. También vivirá un affaire con el piloto francés Edouard Jozan, mientras Francis forcejea con la creación de Gatsby.

Él sigue trasegando alcohol sin descanso y Zelda es diagnosticada de esquizofrenia, lo que la lleva a pasar por clínicas y hospitales en París, Suiza o Nueva York. Finalmente, Scott Fitzgerald muere en 1940, dejando incompleta una novela protagonizada por un productor de Hollywood exitoso, El último magnate. En los últimos tiempos convive con la columnista de cotilleos Sheila Graham (quien acabará publicando unas memorias en las que describe su relación con Francis), mientras Zelda continúa en tratamiento clínico. Esta última termina falleciendo en 1948, con 47 años, como consecuencia de un incendio declarado en el neoyorquino hospital Highland, donde estaba ingresada.

La leyenda de Scott Fitzgerald se forjó sobre fascinantes equívocos y ambigüedades, como la del propio Gatsby. En La verdad de las mentiras, Mario Vargas Llosa cita un texto autobiográfico tardío del autor que refleja sus vínculos con su alter ego en la ficción: “Es lo que siempre fui: un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, un muchacho pobre en un club de estudiantes ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras. Todo el sentido de Gatsby es la injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en mi obra porque yo lo viví”.

El autor norteamericano F. Scott Fitzgerald con su mujer Zelda y su hija Frances Scott

Scott Fitzgerald con su mujer Zelda y su hija Frances Scott

Propias

Un siglo más tarde de su aparición, El gran Gatsby sigue anunciando el inicio de la narración moderna estadounidense mediante una ficción repleta de oquedades narrativas, escenarios deslumbrantes, depresión, melancolía, pasiones fútiles y un subtexto de “lucha de clases”. Como Gatsby, también su autor creía “en el orgiástico futuro que año tras año retrocede delante de nosotros”.

En cierto modo, la obra anticipó parte de las ansiedades del ser humano contemporáneo, que, como el protagonista de la novela, corre hacia un mañana repleto de promesas de felicidad que a menudo se acaban escurriendo entre los dedos.

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