La línea que separaba la fama de la infamia en el París de la Belle Époque era caprichosa. Viajemos a 1884 y asistamos al escándalo de la temporada. Amélie Gautreau pasó de ser, en un abrir y cerrar de ojos, la bella más admirada a la más ridiculizada. Todo por culpa de un retrato con un tirante caído. El cuadro se exhibió en el Salon, la muestra oficial, y pese a que se tituló Madame ***, más tarde rebautizado Madame X, todo el mundo sabía quién era ella.
“De todos los desnudos femeninos de este año, el más interesante es el de madame Gautreau... a causa de la indecencia de su vestido a punto de caer”, escribió un crítico. Insinuar era más pecaminoso que mostrar. La vanidosa Amélie se había dejado engatusar por los cantos de sirena de un joven y ambicioso pintor estadounidense, John Singer Sargent, y lo pagó caro.
Virginie Amélie Gautreau nació con el apellido Avegno en Nueva Orleans en 1859, en una familia de terratenientes criollos descendientes de colonos franceses. Tras la muerte del padre en la guerra de Secesión, se mudó con su madre y su hermana a París. En la capital suprema de la moda, donde una dama podía cambiarse ocho veces de vestido al día, era difícil destacar. Amélie lo consiguió y se convirtió en la quintaesencia de lo que en Francia se conocía como la parisienne y en Gran Bretaña como professional beauty, una profesional de la belleza.
Lo más comentado de Amélie era la azulada blancura de su piel. Los rumores apuntaban que conseguía esa tonalidad mediante peligrosos métodos: algunos decían que acudía a un esmaltador, otros que ingería pequeñas dosis de arsénico. En realidad, Amélie se aplicaba polvo de arroz mezclado con colorete lavanda. Este último, por cierto, también implicaba riesgos, pues se confeccionaba con el altamente neurotóxico clorato de potasio.

Amélie Gautreau, en 1878
La palidez contrastaba con el rouge de sus labios y –su peculiar seña de identidad– de los lóbulos de las orejas. La henna resaltaba su pelo y los ajustados corpiños pulían sus curvas en un perfecto reloj de arena. Los esfuerzos de Amélie se vieron compensados. Tópico de tópicos, a los 19 años se casó con un hombre rico, feo y que le doblaba la edad, el banquero Pierre Gautreau.
Y entra en la fábula John Singer Sargent (Florencia, 1856-Londres, 1925), hijo de expatriados estadounidenses, con una ambición pareja a su talento. Ansiaba tanto convertirse en el retratista de la è que, según un biógrafo, siempre estaba dispuesto “a colocarse el delantal de mayordomo y ponerse a sacar brillo a los egos”.
Llevaba desde los 21 años exponiendo en el Salon sin demasiados frutos, hasta que, cumplidos los 25, vio en París a la “criatura” cuyo retrato, pensaba, lo encumbraría para siempre: Amélie Gautreau. Ella aceptó entusiasmada: su belleza inmortalizada, París a sus pies.
La vanidad (de ella) conoció a la ambición (de él). La relación fue difícil. Sargent tuvo que desplazarse al castillo de Bretaña de la familia Gautreau y soportar la lánguida pereza de la dama. Las enormes expectativas fijadas en aquella obra indujeron al pintor a un “horrible estado de ansiedad”, como él mismo escribió. Hizo cien y un bocetos y estudios; Amélie leyendo, brindando, reposando en un sofá, arrodillada mirando por la ventana... Tras tanto devaneo, el pintor consideró acabada su magna obra, de más de dos metros de altura y la que siempre consideró su preferida.

Sargent en su estudio con el retrato 'Madame X' a su espalda, c. 1885
El 1 de mayo de 1884 empezó el vía crucis para pintor y modelo. El Salon abría sus puertas en el Palais de l’lndustrie, en los Campos Elíseos. Un crítico tachó a la retratada de “cadáver”. Otro añadió que “en descomposición”. La cosa empeoraba si tan mortuorios apelativos iban parejos a la invitación al sexo que los espectadores veían en aquel tirante fuera de sitio. En una palabra: necrofilia. Oh, quel horreur! La madre de Amélie pidió a Sargent que retirara el lienzo porque “todo París se burla de mi hija y [esta] morirá de gangrena” (!). El pintor se mantuvo firme; él había pintado lo que había visto, con la aprobación de la modelo.
En cualquier caso, aunque el tirante hubiera estado en su sitio, el vestido era ya de por sí un escándalo. Por su simplicidad (en una época en que los volantes y los encajes aún estaban en boga) y por la enorme cantidad de piel que dejaba a la vista (por entonces, era de rigor llevar una camisola como ropa interior). Amélie se atrevió con un sencillo vestido negro (de diseñador desconocido) cuatro décadas antes de que Coco Chanello convirtiera en un imprescindible del fondo de armario. Más de un siglo después, en 2008, John Galliano diseñó toda una colección de alta costura para Dior basada en el vestido de Amélie.

‘Madame X’ (Amélie Gautreau), por John Singer Sargent, 1884. Metropolitan Museum of Art
El público siempre habla aplaudido los atrevidos maquillajes y vestimentas de la Gautreau. Plasmados sobre el lienzo, sin embargo, eran motivo de mofa. Sargent, en sus cartas, ya había anticipado el peligro de pintar a alguien que ya se habla pintado a sí misma. El artificio por duplicado podía devenir, como así fue, en ridículo, Por eso, quizá, optó por titularlo Madame ***.
París, además, se cebó en la posible vida licenciosa de Amélie. Como muchas jóvenes bellezas casadas con vejestorios, la Gautreau quizá tenía algún amante. Nada nuevo en la Ciudad de la Luz. Sin embargo, aquella sociedad machista no le perdonaba que hubiera inmortalizado su sexualidad de manera tan dominante: condescendiente perfil, cuello en tensión, brazo derecho firmemente apoyado en la mesa estilo Imperio, cadera bruscamente ladeada. Estaba permitido plasmar la sensualidad femenina, pero siempre en un papel sumiso.
La teoría de la simbiosis
Los historiadores del arte intentan explicarse cómo alguien tan poco amante de la escandalera como Sargent pintó aquel retrato. La hipótesis que más se ha sugerido es la total desconexión entre artista y modelo. Ella era una diosa del sexo en carne y hueso. Él, probablemente, un homosexual no practicante, el típico caballero decimonónico que se contentaba con tener amistades románticas. El pintor, enfrentado a la hipersexualidad de Amélie, perdió el norte.
A principios de este siglo, sin embargo, afloró una teoría bastante estrambótica, pero que contó con prestigiosos adeptos. Madame X podría ser el retrato de dos personas a la vez, que, vistas de perfil, tenían un parecido asombroso. Amélie, por un lado, y Albert de Belleroche por otro. Este último era un joven estudiante de arte al que Sargent esbozó en numerosas ocasiones y a quien, en sus cartas, llamaba “baby”. La fusión de dos personas en una explicaría la feminidad y la masculinidad que emanan del retrato.
Fuera como fuere, esta obra tenía algo especial para Sargent, que, finalizado el Salon, incluso se negó a prestársela al káiser Guillermo para una exposición. De nada sirvieron las súplicas de Amélie, que esperaba que un triunfo en Alemania lavara su imagen. Con su carrera por los suelos, Sargent dejó París y, a sugerencia de su amigo Henry James, se instaló en Londres. Allí resurgió de sus cenizas y se convirtió en el retratista de la sociedad eduardiana.
No tuvo tanta suerte Amélie. Fue condenada al ostracismo social. Hizo pintar su retrato para exhibirlo en el Salon dos veces más. En ambas pasó desapercibida. En 1916, un año después de la muerte de la dama, el pintor accedió a vender Madame X al Metropolitan Museum de Nueva York. El lienzo ya no era el mismo: en algún momento Sargent le había colocado a Amélie el tirante en su sitio.

El estudio de Madame Gautreau, inacabado.
La prueba
No hace falta recurrir a los rayos X para comprobar que Sargent recolocó el tirante a Madame X. El Metropolitan, además de poseer el lienzo, tiene en su colección una fotografía de la época en blanco y negro con el tirante caído. Además, en la Tate Gallery de Londres existe una copia inacabada del lienzo (arriba) con el tirante ausente.
El acto simbólico no servía de nada. La dama, destruida su reputación, se negó a que el mundo –e incluso ella misma– viera cómo se destruía su belleza. Vivió sus últimos años en una casa sin espejos y, si aparecía en público, lo hacía con el rostro cubierto con un velo blanco. Un fantasma digno de Henry James.

Lady Agnew de Lochnaw, retratada por John Singer Sargent en 1892
Si un retrato femenino destrozó la reputación de Sargent en el Salón de París de 1884, otro la enmendó en Londres, en 1898, en una exposición en la Royal Academy. La modelo es lady Agnew de Lochnaw, una aristócrata escocesa, y el lienzo se exhibe en la Scottish National Gallery de Edimburgo. La mirada directa, una sonrisa burlona insinuada, una pose despreocupada… El lienzo creó el patrón de los retratos informales de Sargent por los que se pirraron los eduardianos.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 488 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.