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A Trump no le salen bien las cosas

Diplomacia

Todo lo que ha hecho y dicho el presidente de Estados Unidos desde el lunes 20 de enero cuando juró el cargo por segunda vez puede resumirse en una palabra: fuerza. Y todos sabemos que no hay fuerza sin violencia. El mundo, bajo los ojos de Trump, es tan anárquico y brutal que solo la fuerza decide quién vive y quien obedece.

Trump es un hombre de acción. Actúa mucho más de lo que piensa y lo hace por instinto. Al creer que es el presidente más fuerte del mundo se ha quedado sin amigos. Solo Putin, Netanyahu, Orban y Milei están a su lado. Meloni disimula. Le Pen lo ataca. Por el despacho oval pasan líderes como Macron y Starmer que le niegan la mayor aunque le rían las gracias. El rey de Abdalah II de Jordania le dijo que no piensa acoger más palestinos. El mariscal egipcio Al Sisi le dijo lo mismo por teléfono. Por teléfono se ha discutido con Trudeau por la independencia de Canadá y con Frederiksen por la de Groenlandia. A pesar de la bronca en público, Zelenski le dijo que no a un alto el fuego en Ucrania sin garantías de seguridad. Sheinbaum lo ha toreado con inteligencia en el golfo de México y ha dejado que los mercados anulen la amenaza de los aranceles. Las bolsas caen cuando entran en vigor y Trump no tiene más remedio que aplazarlos unas cuantas semanas más.

Macron, Starmer, Abdallah y Zelenski han dicho que no a Trump en el despacho oval

Trump ladra más de lo que muerde. No están saliéndole las cosas como pensaba. No hay deportaciones masivas de inmigrante y ha tenido que reconocer que Musk carece de autoridad para despedir a funcionarios.

Como realista está convencido de que la fuerza es decisiva y como negociante cree que todo tiene un precio.

La artista ucraniana Valentina Guk crea mosaicos de cristal a partir de la destrucción de Járkiv

Ivan Samoilov / AFP

El realismo, sin embargo, no le está llevando a ninguna parte. Es cierto que no hay idea noble que sirva de algo sin un ejército capaz de imponerla. El mundo no es una alianza de estados justos y respetuosos del orden internacional. Pero tampoco es una jungla. Es un espacio de equilibrio entre intereses y en las últimas décadas este equilibrio se ha consolidado con reglas neutrales, convenciones que impiden alterar las fronteras por la fuerza o dar gato por liebre en el comercio.

Europa, por ejemplo, puede imponer sanciones económicas a Rusia y congelar 300.000 millones de euros en bienes suyos, pero sabe que no puede apropiárselos sin dañar, tal vez de manera irreversible, la credibilidad de su sistema financiero.

Como hombre de acción, Trump, parapetado en la certeza, cae una y otra vez en la contradicción

La trama de intereses cruzados es tan densa que no puede abordarse solo desde el realismo. No hay transacción que funcione con una lógica binaria.

Trump, por ejemplo, quiere un alto el fuego en Ucrania. Lo quiere para levantar las sanciones a Rusia y que las petroleras norteamericanas vuelvan a hacer negocios allí. Necesita este acuerdo y otro en Oriente Medio para poder concentrarse en el pulso con China, el más decisivo de todos. Sin embargo, si Rusia puede volver a vender petróleo sin contrabandear, tanto India como Arabia Saudí saldrán perdiendo. India porque el crudo le sale más barato en el mercado negro y Arabia Saudí porque al aumentar la oferta bajará el precio oficial y perderá ingresos. Trump necesita que los indios estén tranquilos y que los saudíes hagan las paces con Israel. A cambio, sin embargo, los saudíes exigen un estado palestino y más apoyo militar estadounidense para doblegar a Irán, que es un aliado de Rusia. Trump piensa que ya convencerá a Putin para que abandone a los ayatolás y es posible que lo consiga con dinero. Pero entonces, ¿qué hará Putin con los 720.000 hombres desplegados en el frente ucraniano? No puede desmovilizarlos así como así. No puede arriesgarse a que vuelvan a casa explicando los horrores de la guerra, el sacrificio de tantas vidas a cambio de tan poco territorio. Es lo que sucedió cuando el ejército soviético regresó de Afganistán en los años ochentas y la emoción de aquellos derrotados aceleró el colapso de la URSS. Putin mantendrá a gran parte de sus hombres en Ucrania y a otros los mandará a luchar a lugares como la República Centroafricana, ricos en tierras raras.

Trump se pierde en el laberinto del realismo y su desesperación genera más radicalismo, tanto nacionalista como religioso, y, en consecuencia, también más violencia.

La violencia de Putin es calculada, pero la de Trump es, sobre todo, emocional, instintiva, sin discernimiento. La ignorancia propaga la violencia. La incita y, al mismo tiempo, la blanquea.

Los realistas creen que la verdad es más suya que de los idealistas. Podemos discutirlo, pero, en todo caso, Trump es un falso realista porque no es capaz de afrontar la verdad. Vive sin verdad y donde no hay verdad, no hay acierto ni moral.

La franqueza y la honradez crecen en los márgenes de este presente tan violento y huérfano de verdades. Crecen en arrabales casi privados, sin duda vergonzosos, despreciados por su inocencia.

Cuando Trump firma con dientes de sierra y trazo grueso un decreto presidencial tras otro proyecta fuerza y violencia, la ambición del hombre de acción, del que nunca duda porque no puede equivocarse. Sin embargo, la perfección no existe y por eso el hombre de acción, parapetado en la certeza, cae una y otra vez en la contradicción.

En su choque con el mundo, Trump dice y desdice, hace y deshace. Las cosas no salen como esperaba. Lucha contra todos. También contra los demonios de la impotencia y el miedo a un gran fracaso.