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La irresistible fascinación por la retórica del mal

Baúl de bulos

Queda por ver si existe un antídoto a este fenómeno que no sea una guerra total, como ocurrió el siglo pasado

Baúl de Bulos

Baúl de Bulos

Martín Tognola

El mes de enero del 1996 llegó a Barcelona una interesante y reveladora exposición procedente de Londres: Arte y poder: La Europa de los dictadores, 1930-1945, en el CCCB. Por aquellos años, ya derrotada la URRS y caído el muro de Berlín, reinaba una esperanza colectiva de un futuro algo más esperanzador. La historia —¡ya era hora!— por fin estaba de nuestra parte. O al menos eso pensábamos muchos, ingenuos de nosotros.

Daba gusto pasear una mañana soleada, aunque fresquita, un día cualquiera entre semana, por el viejo barrio chino en avanzada vía de transformación, camino de la exposición, que tan buenas reseñas había cosechado en Londres.

Nada más sacar la entrada, antes de entrar en lo que propiamente era la exposición, se pasaba por un pasillo, a ambos lados del cual había amontonados toda clase de cachivaches y símbolos, en su mayoría nazis, que tenían en su conjunto pinta de ser poco más que el attrezzo de una de las incontables películas bélicas en las que los alemanes siempre eran los malos muy malos. O sea, puro Hollywood a lo Indiana Jones.

Pues no. Un cartelito informaba al visitante de que todo aquello era auténtico… que si una columna dórica coronada por una esvástica; que si impecables uniformes de las SS; que si cascos, botas, abrigos de cuero cruzados e inconfundibles armas de los soldados de la Wehrmacht.

Una vez dentro, la exhibición ofrecía una generosa muestra de pinturas, muchas de ellas de gran formato, bien del régimen fascista, bien del régimen nazi, entre otros. Si había algo del franquismo, aquí la memoria se detiene.

Eso sí, lo que tenían en común era una virilidad desmesurada, un culto en toda regla al cuerpo masculino, es decir, mogollón de musculosos torsos desnudos, amén de una fascinación pictórica por las máquinas, sobre todo en forma de imponentes automóviles y bellos y escultóricos aviones en pleno vuelo.

Con Gabriele D’Annunzio al frente de los futuristas en la sala dedicada al arte fascista italiano, había mucho color e incluso algo de belleza, pero más bien poquita cosa que realmente llamara la atención o que resultara memorable.

En cuanto a la sala de arte nazi, que por supuesto había sido del agrado de Führer, todo era más lúgubre, torturado, olvidable, acaso debido a la predisposición del visitante, sabedor de la infame Exposición de arte degenerado celebrada en 1937 o de la vandálica destrucción de obras expresionistas, pues era inconcebible que pudiera haberse producido nada de valor artístico durante el nazismo. Aun así, no todo era insufrible kitsch, la vedad sea dicha.

Aquella mañana, niños y niñas de varios colegios, en su mayoría quinceañeros, visitaban la exposición en pequeños grupos. Al llegar, apenas se fijaron en el “attrezzo” de la entrada. Los cuadros y las esculturas les dejaron fríos, pese a las explicaciones del guía o de su profesor. No obstante, sí había algo que a todos les reclamaba poderosamente la atención.

Tanto en la sala nazi como en la fascista, había empotrados en las paredes blancas unos pequeños monitores —nada que ver con las enormes pantallas de plasma de ahora— que ofrecían en bucle encendidos discursos de Mussolini e Hitler ante multitudinarios, ferverosos y entregados partidarios de su locura.

El hechizo fue total. Aquellos chavales se quedaron literalmente embobados ante semejantes muestras de retórica alocada, ante tamaño despliegue de gesticulación teatral y vehemencia desbocada. Ni siquiera les hacía falta seguir la traducción que aparecía al pie de la pantalla. Y tampoco había quien apartara a esos jóvenes de las arengas de esos histriónicos dictadores asesinos gritones.

La retórica del mal no sólo no tiene fronteras, sino que nunca ha dejado de fascinar, hechizar, atraer y, ay, convencer. Queda por ver si existe un antídoto a este fenómeno que no sea una guerra total, como ocurrió el siglo pasado. A estas alturas de la película, también queda bastante claro que, de existir tal remedio, del despacho oval no saldrá.

El espíritu de D’Annunzio y su Forza Italia! sobrevuela el mundo y la Casa Blanca se parece cada vez más al Estado Libre de Fiume. Tanto es así que, además de -o en vez de- Make America great again, Trump y Musk podrían poner en sus gorras, si nada más para variar, el Me ne frego del estrambótico mentor de Mussolini, y por una vez no faltarían a la verdad. Lo mismo va por cada vez más dirigentes y magnates acá y acullá. Y, ya puestos, se podría escribir en letras de oro en las fachadas de unos cuantos parlamentos y consistorios de todo el territorio.

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