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Trump, enemigo del mundo

Diplomacia

La razón parece que ha llegado a su fin. Se ha ido. Ya no está en la Casa Blanca y su ausencia causa dolor en todas partes, incluso en las regiones más alejadas de Washington, allí donde la mano de obra es tan barata que ni siquiera tiene derechos.

Desde esta semana, los perdedores de la historia, es decir, la inmensa mayoría de la humanidad, tienen un nuevo argumento para odiar a Estados Unidos. Muchos se quedarán sin empleo por culpa de los aranceles de Trump y es posible que sus países entren en recesión. Habían salido de la pobreza gracias a su esfuerzo personal dentro de un sistema global de comercio y ahora regresarán a la penuria.

Este sistema ha ido bien a todos los países, incluido Estados Unidos, responsable del 25% del PIB mundial. A medida que el progreso ha hecho más grande el pastel de la riqueza global, el trozo de Estados Unidos, ese 25% del pastel, ha ganado valor.

Trump habla de dinero, pero no es solo por dinero que ha ordenado que se graven todas las importaciones. Tampoco por el ego de provocar un terremoto con su firma de dientes serrados. Los aranceles son el último ejemplo del imperialismo racista que Occidente ha practicado durante siglos.

El puerto de Sihanoukville, en Camboya, ayer por la mañana

Kith Serey / EFE

Trump anhela un imperio y confía en que mueran los súbditos que no se adapten. Se siente fuerte. No tiene límites. Es brutal, característica propia de los animales violentos e irracionales, y busca pelea. ¿Quiere una guerra? Al mesías que dice buscar la paz en Ucrania y Palestina no le haría ascos a una. Disfruta en la confrontación. Ama la lucha libre. Su instinto se alimenta de la brutalidad y la falta de límites.

Trump busca enemigos mientras demuestra que no hay límite que no desee superar

Los límites son importantes. Lo comentábamos el lunes con José María Lassalle durante una cena en la que intentamos reconstruir una teoría del centro político. “Tienen un gran valor democrático”, insistía él. Donde no hay límites no hay libertad, solo totalitarismo. Los autócratas rompen barreras porque buscan la autenticidad a través de los excesos. La tecnología, además, como reflexionaba Lassalle, les hace creer, como nos hace creer a todos, que somos capaces de cualquier cosa.

La ausencia de límite estuvo también sobre la mesa de la comida que el jueves compartí con Pankaj Mishra. “Por eso estamos en una era nihilista”, concluía él. La violencia y la destrucción impulsan el nacionalpopulismo en Occidente, India, China y otros países, y su auge es un fracaso. “Aún seguimos en pie –concedía Pankaj–, pero sobre las ruinas de lo que hemos llamado progreso”.

Los pueblos y razas del mundo no renunciarán a la equidad que la globalización les ha dado

Si estamos sobre las ruinas de la razón es porque nos ha vencido la emoción. Sometidos a la emoción nos alejamos del centro, de la moderación y la equidad.

Si hay algo que une a todos los hombres de todas las razas y pueblos, decía Pankaj, es “el anhelo de equidad”. Nadie, en ningún lugar, acepta ser inferior a nadie. Esta es una aspiración que no se puede erradicar y que explica la resistencia, incluso violenta, de los que se sienten oprimidos.

Trump provoca esta resistencia, busca enemigos. Los enemigos nos definen y nos unen en la defensa común. Trump los necesita para completar su revolución.

De China salen advertencias de que Trump puede estar siguiendo los pasos de Mao. La Revolución Cultural, la persecución implacable de cualquiera que pudiera cuestionar su poder, fue una tragedia que retrasó varias décadas el progreso de China. Trump persigue a sus críticos con el celo de un dictador. No hay límites éticos que no pueda traspasar. No hay justicia que pueda frenarlo.

Trump hace añicos la idea de Estados Unidos y, por extensión, también de Occidente. Ser cómplice de la barbarie israelí en Gaza, por ejemplo, contradice los principios que sostienen la república. No es la primera vez que esta contradicción expone la hipocresía del ideal democrático y republicano. Esta vez, sin embargo, no hay la compensación del progreso que ha reportado la globalización. Los aranceles lo han comprometido.

Pónganse, por ejemplo, en la piel, de un vietnamita o de un camboyano. Hace sesenta años, Estados Unidos arrasó sus países y mató a millones de personas. Fabricar barato lo que las economías occidentales fabricaban caro ha sido su vía hacia la equidad. Trump se la ha cerrado. El dolor que sienten se transformará en odio y el odio en resistencia.

Trump levanta barreras que destruyen la posición hegemónica de Estados Unidos, su centralidad en numerosas redes comerciales y de conocimiento. Cuando se opone a la diversidad, la equidad y la inclusión –las tres características ineludibles en cualquier sociedad que aspire al progreso– no solo destruye el cosmopolitismo y acentúa la desigualdad, sino que también destruye la confianza en el sistema, en todos los sistemas, desde el democrático al comercial.

No hay estabilidad y progreso sin cosmopolitismo y confianza, sin seguridad en el sistema y en uno mismo. Por lo tanto, al colocarse fuera de esta racionalidad, Trump se ha convertido en enemigo del mundo, tanto de los desposeídos como de los magnates, incluidos los tecnológicos y financieros que lo han devuelto a la Casa Blanca, visionarios heridos ahora en el bolsillo y humillados por haber creído que podrían dominarlo.

Si no lo hacen caer y devuelven el equilibrio al sistema, Estados Unidos acentuará su decadencia.