En el entierro de Cantinflas, así como el de Fellini, los féretros fueron custodiados por indigentes y trabajadores. No en vano, ambos autores, genios de la creatividad, se debían a ellos: les inspiraron y les ayudaron. Anoche, a los pocos que tuvieron acceso a la capilla de la Casa de Santa Marta, les conmovió el hecho de que los primeros visitantes del cuerpo del pontífice fueran trabajadores de la Santa Sede y el Estado de la Ciudad del Vaticano, así como indigentes de los alrededores de la plaza. La emoción flotaba en el ambiente y, entre lágrimas, se mascullaban oraciones o agradecimientos. O ambas.
Los empleados pontificios son la actual familia papal de la actualidad. Hasta el Vaticano II lo fueron los títulos de baldacchino, es decir, familias nobles de Roma, de las que la mayoría habían dado papas a la Iglesia. Tras el concilio, se produjo un vacío que perduró hasta 2018, cuando falleció el príncipe Alessandro Torlonia, banquero que ya no ejercía desde hacía dos décadas. Con la llegada del papa Francisco se dejaron de nombrar gentilhombres y sediarios, hasta que hace tres años volvió a nombrarlos, pero sin la necesidad de ser nobles y con la obligación de ser romanos. No quería que fuera un título, sino un servicio.
El Papa salió al encuentro de los indigentes, los excluidos, los necesitados. Antes de la llegada de Francisco, se les ignoraba
Esta mañana, con sus dos andas rojas, los sediarios han realizado su último homenaje al papa Francisco. Ya no le llevan en silla gestatoria, cosa que san Juan XXIII dejó de utilizar, porque le daba pena “que tengan que llevar en volandas a una persona de mi peso”. Desde entonces reservan ese momento de homenaje al pontífice muerto. Lo mismo sucede con los guardias suizos: sólo incluyan ya la rodilla cuando pasa el cadáver del papa. Han atravesado la plaza como un grupo de voluntarios que agradecían a sua santità la proximidad, la empatía, la ayuda. Lo mismo sucederá en breves días con los gentilhombres: acomodarán a las delegaciones de los estados desde la elegancia pero desde la sencillez.
Hoy también los trabajadores de los dicasterios (equivalente a nuestros ministerios) vaticanos, a los que se accede por concurso y se ordenan en diez grados, se han agrupado tristes en torno a la comitiva, que encabezaban los cardenales que ya hay en Roma. Si la intuición no me falla, alguno de los papables aún no estaba en ella. Pero sí estaban los guardias, gendarmes, jardineros, administrativos, restauradores, cocineros, repartidores… y así hasta agotar el sinfín de oficios y profesiones del pequeño barrio-estado de Roma.

El cardenal camarlengo Kevin Joseph Farrell, en el centro, observa el cuerpo del Papa Francisco en el interior de la Basílica de San Pedro.
El otro grupo esperaba fuera. Hasta su llegada se les desalojaba de la plaza. Luego se les ignoraba. El papa Francisco salió a su encuentro. Son los indigentes, los excluidos, los necesitados. Duermen en la calle, piden durante el día. El fallecido pontífice les escuchó, les hizo atender, les dio duchas y les proporcionó alimentos. Les puso en la agenda, llamar la atención de los medios sobre esa realidad. Ayer una foto recogía un instante que resumía un pontificado. Los periodistas les preguntaban, poniéndose respetuosamente a su altura.
Lo dice la regla de san Benito: “el que llama a la puerta es Cristo que pasa”. Lo dijo el mismo Jesús: “todo lo que hagáis a cada uno de ellos, me lo estaréis haciendo a mí”. Por eso puso en 2018 al Limosnero pontificio, cargo antes de despacho, a recorrer las calles aledañas al Vaticano en su búsqueda. Como premio, le dio el cardenalato a Konrad Krajewski. Esa es la pregunta que creo que al religioso, sacerdote y obispo Jorge Bergoglio, finalmente papa Francisco, le gustaría que interpelara a las congregaciones de cardenales previas al conclave: “¿quién se ocupará ahora de ellos? ¿quién se hará cargo de su legado? ¿cómo el predicará el evangelio a través del testimonio?”