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Expulsados de València

Diario de València

Expulsados de València
Periodista

Hay días en los que caminar por València incomoda, porque emerge la sensación de estar atravesando un decorado. Un escenario montado para otros, para los que llegan con maletas de ruedas y se van con souvenirs de plástico. Pero lo que realmente desgarra no es la postal turística, sino el silencio de quienes ya no están: los jóvenes que han tenido que marcharse, las familias que han sido expulsadas, los rostros conocidos que han dejado de formar parte de este paisaje. València se vacía, y no es una metáfora. Es la consecuencia directa de una ciudad que ha dejado de ser hogar para convertirse en mercancía.

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Turistas por el centro de València

Biel Aliño / EFE

Hablo con amigos, con vecinos, con colegas de profesión, y la conversación siempre deriva hacia lo mismo: la imposibilidad de vivir aquí. Los precios del alquiler han alcanzado cotas insostenibles —1.600 euros de media, según la UPV—, pero lo grave no es solo la cifra, sino lo que representa. Un salario medio valenciano no cubre ni la mitad de ese gasto, y quienes intentan comprar una vivienda se topan con un muro aún más alto: pisos que valían 120.000 euros hace una década ahora se cotizan por el triple, adquiridos en efectivo por fondos de inversión o especuladores que los convierten en alquileres temporales o en cápsulas vacías a la espera de revalorización. El resultado es una ciudad fracturada. En el centro, apartamentos turísticos que se alquilan por noches; en los barrios, familias hacinadas en pisos compartidos o firmando contratos leoninos.

Lo que realmente desgarra no es la postal turística, sino el silencio de quienes ya no están en València, de los que han sido expulsados y obligados al éxodo de la periferia, consecuencia directa de una ciudad que ha dejado de ser hogar para convertirse en mercancía"

No es un fenómeno nuevo, pero sí imparable. Lo viví en Barcelona hace años, donde amigos artistas, camareros o pequeños comerciantes fueron desplazados primero del Gótic, luego de Gràcia, después de Poblenou, hasta terminar en Badalona o Mataró. Ahora ocurre aquí. Benimaclet, El Carmen, El Cabanyal, Russafa, Patraix —barrios que resistieron durante décadas el embate de la gentrificación— son ahora territorios en disputa. Los mismos bares donde hace cinco años se hablaba de política o de fútbol hoy exhiben carteles en inglés y menús brunch. Las tiendas de toda la vida cierran y son reemplazadas por franquicias o locales de souvenirs cutres. Y los pisos, claro, los pisos. Cada vez que un edificio se vende a un fondo, cada vez que un alquiler se dispara, hay una historia detrás: la de una pareja que se va a Torrent, Alzira o Sollana, la de un joven que vuelve a casa de sus padres, la de una madre que trabaja en València pero duerme en Sagunt porque aquí ya no cabe.

Las administraciones llevan años mirando hacia otro lado. Rita Barberá lo hizo cuando el turismo masivo empezaba a devorar el centro; el gobierno de izquierdas de Joan Ribó no supo —o no quiso — frenar la sangría; y la actual alcaldesa, María José Catalá, anuncia medidas que, por ahora, son poco más que declaraciones de intenciones. Mientras, la Generalitat promete 10.000 viviendas protegidas, pero la pregunta es: ¿para cuándo? Y, sobre todo, ¿para quién? Porque el tiempo no juega a favor de los valencianos. Cada mes que pasa, más pisos caen en manos de inversores, más negocios tradicionales echan el cierre, más familias tiran la toalla. El stock de vivienda asequible se esfuma, y lo que queda es un mercado en el que solo caben los que pueden pagar precios de Londres con sueldos de València.

Lo peor no es la especulación, sino la normalización. El conformismo con el que asumimos que esto es “lo que hay”. Que las ciudades son así ahora, que el progreso implica vender trozos de suelo al mejor postor, que es inevitable que los jóvenes tengan que compartir piso hasta los cuarenta o mudarse a otra parte. Pero no es inevitable. Es una decisión política. O, mejor dicho, la ausencia de ella. En otras ciudades europeas se han ensayado fórmulas: limitación de alquileres temporales, impuestos a viviendas vacías, expropiaciones de pisos en manos de fondos buitre y seguridad jurídica para los particulares que quieran alquilar su vivienda para evitar los denominados “inquiokupas” (que alarman a quienes pueden sacar su vivienda al mercado). Aquí, en cambio, seguimos aplicando recetas caducas, como si el problema se resolviera con más ladrillo —pero sin control— o con ayudas a la entrada que son un parche en una hemorragia.

Y mientras, València pierde algo más que habitantes. Pierde identidad. La que le daban sus gentes, sus oficios, sus rutinas. La que convertía los bares en lugares de encuentro y no en set de Instagram, los mercados en espacios de barrio y no en atracciones para visitantes. Cada vez que un valenciano se va, se lleva consigo un pedazo de eso. Lo he visto en amigos que han emigrado a pueblos o provincias vecinas: no solo extrañan su ciudad, sino la versión de ella que ya no existe. La que paseaban sin sentirse turistas en su propia tierra.

No se trata de demonizar el turismo ni la inversión. Se trata de decidir qué queremos ser. Si una ciudad dormitorio para ricos, un parque temático con playa, o un lugar donde la gente pueda vivir, trabajar y echar raíces sin que el suelo le arranque los sueños. Por ahora, vamos camino de lo primero. Y cada vez quedan menos valencianos en esos barrios para contarlo.

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