La actual “crisis” de Oriente Medio no es un episodio más. Puede ser un gran cambio tras décadas de inestabilidad. El origen del desorden fue la desintegración de los antiguos imperios y el jugueteo secreto con los mapas por Gran Bretaña y Francia como vencedoras europeas de la Primera Guerra Mundial.
Es interesante observar que la antigüedad de los imperios se refleja ahora en los diferentes grados de influencia de los fragmentados países herederos. El imperio más antiguo en la zona, Egipto, está marginado del juego. El segundo más antiguo, Siria, ha reventado en descomposición. La pelea principal se libra entre los herederos de los dos imperios más recientes y culturalmente supervivientes, el imperio persa y el imperio otomano. El primero, Irán, actúa mediante varios agentes más allá de sus fronteras oficiales: Hamas en Gaza y los chiíes de Hizbulah en Líbano y hutíes en Yemen. El otro, Turquía, suní, recupera su iniciativa por encima de fronteras tradicionalmente conflictivas en Armenia y el Kurdistán.
Las guerras de religión son las de más difícil solución porque cada contendiente cree poseer la verdad
La historia humana es en gran parte la historia de los imperios, es decir, las rivalidades, conflictos y alianzas entre organizaciones políticas de gran tamaño. La forma de organización imperial se caracteriza por tener fronteras externas móviles y asimetrías internas entre el centro y los territorios. Contrasta con la forma moderna de estado, inspirada por la Francia de Napoleón y la Alemania de Bismarck, que se define por las características opuestas: fronteras fijas, soberanía absoluta y homogeneidad nacional. Este modelo, sin embargo, ha tenido poco éxito fuera de Europa y aun aquí está cuestionado por la construcción de la UE.
Todos los imperios se caracterizan por su ambición expansiva y conquistadora, aunque solo sean rebotes demorados de su antigua gloria. A los herederos de los antiguos imperios en Oriente Medio se añade hoy el reciente estado de Israel, cuya intervención crea guerras de religión, ya no entre facciones del islam, sino frente al judaísmo. Como es bien sabido, las guerras entre religiones monoteístas son las de más difícil solución porque cada contendiente cree poseer la única verdad y se resiste a cesiones y pactos intermedios como en las guerras por intereses económicos o territoriales. La verdad divina no se puede negociar.

En muy poco tiempo, el desequilibro imperial en Oriente Medio ha dado un vuelco. Irán atacó a Israel, vía Hamas, para bloquear el reconocimiento diplomático del estado judío por Arabia Saudí y otros países árabes y estuvo a punto de asesinar a Donald Trump, por un centímetro. Un año y medio después, Irán tiene un nuevo presidente reformista que ganó unas semicompetitivas elecciones desde la oposición y ha calmado un poco los ánimos, ha perdido su influencia en Siria por el derrumbe del régimen presidido por un tirano de la secta chií minoritaria y su fuerza aérea ha sido destruida por bombardeos israelíes.
En Israel el cambio ha sido al revés. Beniamin Netanyahu estaba a punto de ser destituido por el Parlamento tras las protestas populares por la manipulación política de la justicia y las repetidas acusaciones de corrupción cuando sus famosos servicios secretos fracasaron en prever el criminal ataque iraní de Hamas. Pero ahora Israel domina militarmente Palestina y Líbano e incluso tierras más allá de su frontera con Siria. El coste ha sido cerca de cincuenta mil muertos, la destrucción de Gaza y una orden de detención del primer ministro por el Tribunal Penal Internacional de improbable ejecución.
Hace un poco más de cien años se hizo público un desgraciado amaño diplomático entre el británico Mark Sykes y el francés François Georges-Picot. Los dos agentes imperiales dibujaron nuevos lindes en territorios de la antigua Mesopotamia y diversos califatos que bautizaron como Irak, Líbano, Jordania y Palestina, los cuales nunca han llegado a funcionar como estados según el modelo europeo. Tras varias décadas de conflictos étnicos, derrocamiento de algunas monarquías y guerras de fronteras, nos encontramos ahora ante lo que parece una amplia redefinición de las áreas de influencia. Estas no pueden estructurarse otra vez mediante repartos secretos, sino mediante el reconocimiento mutuo de los gobiernos y la participación en organizaciones multilaterales.
Las guerras imperiales implican a los grandes poderes. Con el ascenso de Israel y el declive de Siria e Irán, ha aumentado la influencia en la zona de Estados Unidos y ha bajado la de Rusia. Ningún país de Oriente Medio es miembro del Grupo de los Siete, liderado por EE.UU. y la Unión Europea, ni de la organización intergubernamental Brics, encabezada por Rusia, China e India. Pero el ampliado Grupo de los Veinte incluye a Arabia Saudí, y el recientemente ampliado Brics+ incluye a Irán. Turquía es miembro del G-20 y de la OTAN y “socio” del Brics+, lo que podría convertirla en una principal intermediaria y ganadora en la reestructuración (su añeja candidatura a la UE está suspendida).
Este panorama muestra un mundo polarizado, pero plural. Ahora es menos fácil dictar soluciones que cuando la potencia hegemónica simplificaba el enemigo con sus “ejes del mal”. Pero la pluralidad de actores implicados es mejor que la confrontación bipolar como en la guerra fría, ya que permite equilibrios más balanceados y más duraderos. Ojalá sea así.