Son tiempos de destrucción. Lees los periódicos, enciendes el televisor y, cuando no es una dana, es un terremoto. Y cuando no es un terremoto, es una bomba. Y cuando no es una bomba, es un accidente, qué más da. Los fenómenos destructivos se diferencian por sus daños y la maldad de quienes los provocan. Si en el futuro sobrevive algún historiador, quizá bautice esta época como el ciclo de la tormenta perfecta, en el que se juntó todo, el cabreo de la naturaleza, los expansionistas que destrozan los derechos y libertades de miles de millones de personas… La destrucción se ve y se fotografía y una de las imágenes más repetidas es la del “antes” y el “después”. Antes, los paisajes que desde el espacio se veían sanos. Después, dolorosas heridas entre las arrugas de la vieja Tierra.

Por eso, este vulgar escribidor se asombra cada mañana al descubrir la cantidad de nidos que han sobrevivido al invierno en los árboles, todavía con las vergüenzas de su desnudez al aire. A lo peor son los de siempre. Es probable que hayan pasado ahí otros inviernos, pero esta primavera veo más. Debe de ser que miro de otra manera.
El viento derriba muros, hunde barcos; el humilde hogar del pinzón y el ruiseñor resiste
Debe de ser que, a medida que envejezco, resucito estampas de los niños de aldea que buscaban nidos y contaban los huevos del nido del mirlo para descubrir si había sido okupado por el cuco. Sin juguetes, esa era la aventura rural. Todo era así de dulzón; de guapo, que diría Broncano.
¿Pero saben lo que el escribidor admira de verdad? ¡La arquitectura de esos nidos! El viento derriba muros y techos, hunde barcos, condiciona el vuelo de los aviones, mientras el humildísimo hogar de la paloma, la urraca, el pinzón o el ruiseñor resiste heroicamente la tempestad. Un nido es una estructura frágil. Sus arquitectos no hacen complejos cálculos de resistencia de los materiales. Sus albañiles no usan cemento ni granito, solo unos mínimos palitos, unas hierbas, algo de barro y musgo. ¡Y soportan feroces borrascas como las que ahora nos acaban de inundar!
Con modestia confieso que no soy el primero en sorprenderme. Hace ya siglos que el evangelista Mateo puso en boca de Jesús de Nazaret esta reflexión: “Mirad las aves del cielo que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; sin embargo, el Padre Celestial las alimenta”. Pues algo así debe de ocurrir con su arquitectura.