Se acaban de cumplir ochenta años de la ejecución del escritor Robert Brasillach y todavía su muerte y su figura son objeto de debate en Francia. Es lo que se conoce como una cause célèbre y no son pocos los libros a que ha dado lugar, incluido el apasionante El caso Brasillach , de la norteamericana Alice Kaplan, recién aparecido en España.
Recordemos su historia. Brasillach, nacido en la cercana Perpiñán en 1909, fue hasta 1943 redactor jefe de Je Suis Partout, la publicación de mayor tirada de la Francia de la ocupación, desde la que practicó un periodismo de delación, avivando los sentimientos antirrepublicanos y defendiendo la eliminación de sus enemigos políticos y la segregación de los judíos. Al contrario que otros colaboracionistas, Brasillach rechazó la posibilidad de escapar a Alemania y se entregó en la prefectura. Acusado de traición a la patria, un tribunal popular lo declaró culpable en un juicio que apenas duró seis horas. Fue fusilado dos semanas después, sin que el general De Gaulle atendiera las peticiones de clemencia.

Eran tiempos siniestros. El ejército francés había sido incapaz de frenar el empuje del alemán y, al menos durante los primeros meses, la sociedad renunció a plantar cara al invasor. De los más de trescientos mil judíos que había en Francia, cerca de la cuarta parte fue deportada y asesinada. Muchos de ellos, unos 13.000, pasaron en julio de 1942 por el tristemente célebre Velódromo de Invierno, primera etapa de un camino que conducía a Auschwitz. Entre esos 13.000 judíos abundaban los menores de edad, condenados a compartir el destino trágico de sus padres. Brasillach, precisamente, había escrito artículos en apoyo de la deportación de los judíos en bloque, sin exceptuar a los niños.
Las páginas que Alice Kaplan dedica a la vista oral recuerdan las clásicas películas de juicios, en las que el abogado defensor y el fiscal exhiben su mejor oratoria para tratar de convencer a los miembros del jurado. Estos, enfrentados al eterno dilema entre indulgencia y expiación, solo podían elegir entre absolver a Brasillach o enviarlo al paredón. Probablemente, una vez leído el libro, el lector llegará a la misma conclusión que la autora. ¿Fue Brasillach un traidor? Sí. ¿Merecía ser fusilado? No. Colaboracionistas con delitos más graves que los del escritor, incluidos delitos de sangre, recibieron condenas más suaves. Al máximo responsable de la redada del Velódromo de Invierno, por ejemplo, solo lo condenaron a dos años de “degradación ciudadana”, lo que casi equivale a decir que se fue de rositas.
Colaboracionistas con delitos más graves que los del escritor recibieron condenas más suaves
Juan Manuel de Prada, en el prólogo, califica a Brasillach de chivo expiatorio: el general De Gaulle necesitaba castigar a alguien como él para instaurar la ficción de una Francia mayoritariamente resistente frente a una minoría colaboracionista. Así es, y los primeros interesados en consolidar esa ficción eran los propios jueces, que habían seguido ejerciendo bajo el régimen de Vichy y a los que una aplicación severa de la justicia ayudaba a difuminar cualquier sospecha de colaboracionismo.
Ese lavado de cara impuesto por De Gaulle no fue discutido hasta después de la muerte del propio general, digamos hasta que en 1974 Louis Malle estrenó la película Lacombe Lucien, en la que no por casualidad trabajó como guionista Patrick Modiano, el escritor que más y mejor ha escrito sobre la Francia de la ocupación.
Al poco de hacerse pública la condena a muerte, el escritor François Mauriac inició una recogida de firmas para una petición de clemencia para Brasillach, a pesar de los duros ataques que este le había dedicado. Entre los firmantes estaba Albert Camus, que despreciaba a Brasillach con todas sus fuerzas y lo consideraba un escritor irrelevante, pero que de ese modo expresaba su oposición a la pena de muerte.
En cambio, Jean-Paul Sartre se negó a suscribir la petición. Sartre, que había gozado del apoyo del invasor alemán para estrenar obras de teatro y colaborar en revistas, necesitaba, al igual que los jueces, un chivo expiatorio que le permitiera modificar su pasado y purificarse. Durante los siguientes quince años, Sartre y Camus fueron los dos polos entre los que basculó la intelectualidad francesa de izquierdas. Yo, desde luego, no habría tenido dudas de hacia dónde tirar.