Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, derrotado el nazismo gracias (en buena medida) al sacrificio de 420.000 norteamericanos y de 27 millones de soviéticos, Estados Unidos ha tenido en Europa el papel que decidió libérrimamente. Nadie hubiera estado en condiciones de imponérselo. Y ese papel ha respondido primordialmente a sus intereses, no a la opinión o los intereses de sus socios europeos. Por ello, impulsó el plan Marshall y promovió el proceso de integración europea; de ahí que no tenga sentido la afirmación de que la Unión Europea se constituyó para perjudicarles. Las relaciones anteriores al actual mandato presidencial americano no eran las de un hermano mayor generoso y benefactor. Dependían de la lectura que hiciera la potencia dominante. Por ejemplo, EE.UU. no consultó a sus aliados europeos su decisión de forzar a Zelenski, vía la colaboración del inefable Boris Johnson, a romper el acuerdo al que llegó con Rusia (con la mediación de Turquía) al comienzo de la contienda. En esa ocasión, Zelenski afirmó en público haber comprendido que Ucrania no podía ser miembro de la OTAN.
Lo que hemos de agradecerle a la actual Administración americana es que la mezcla de franqueza, desconsideración, resentimiento, sectarismo y falsedades ha puesto de manifiesto que Europa ha de valerse por sí misma si no quiere caer en la irrelevancia total, como cualquiera de los países que la componen, y si desea preservar su dignidad. Este proceso de clarificación está ahíto de paradojas: desde que EE.UU. exija reparaciones al país agredido, no al agresor, a que magnifique su colaboración, cuando ha sido menor y con mucha mejor relación coste-beneficio que la de Europa, que –además– será sin duda “invitada” a asumir la reconstrucción.
La Gran Europa constituiría un auténtico poder moderador ante Estados Unidos y China
Otra paradoja curiosa es la de quien, pese a desresponsabilizarse de la defensa europea, nos insta a elevar el gasto hasta el 5% del PIB, secundado por el secretario general de la OTAN, cuando ni uno ni otro tienen la más mínima legitimidad para decirnos cuánto debemos invertir (por cierto, habrá que pensar qué hacemos con la OTAN). En este nuevo contexto, la UE y sus aliados fiables deben optar por un buen equilibrio entre el rearme y la grandeza, es decir, entre armarse frente al enemigo potencial (Rusia) o eliminarlo incluyéndolo en un gran proyecto de futuro (la Gran Europa), que incorporara a Ucrania y Turquía (y Canadá, quizá, como invitado permanente).
Veámoslo con más detalle: en las últimas semanas se ha dado por supuesto, acríticamente y con notable diligencia, que la UE debía rearmarse por un importe global de 800.000 millones de euros. Si, efectivamente, se precisara algún rearme, este debería reunir una serie de condiciones, además del más estricto respeto al Estado de derecho y a la opinión de los ciudadanos, a través de sus legítimos representantes:

–El rearme debería ser más defensivo y disuasorio que ofensivo y más cualitativo que cuantitativo.
–Es imperativo rearmar el Estado de bienestar, en particular en nuestro país, para reforzar la cohesión social.
–El objetivo último sería alcanzar la plena autonomía de la defensa europea, optimizando eficientemente los recursos invertidos e impulsando la ciencia, la tecnología y la industria europeas (como con Airbus).
–Un reforzado complejo militar-industrial debería estar inequívocamente subordinado al poder político.
–Para garantizar la coordinación y la autonomía estratégica, es imprescindible avanzar definitivamente en la unión política, con Francia y Alemania como núcleo.
–Ese rearme bélico debería ir acompañado de un rearme moral, que permitiría que la UE recuperara la legitimidad perdida por su impotencia para evitar la barbarie en Palestina. Paradójicamente, esa oportunidad vendría dada por las inhumanas restricciones de EE.UU. a sus programas de ayuda al desarrollo. Podríamos identificar con urgencia las poblaciones cuya supervivencia está en peligro y arbitrar programas europeos que eviten las catástrofes humanitarias.
Respecto a la otra alternativa, la casa común europea, la Gran Europa, compuesta por la UE, Rusia, Ucrania y Turquía, y abierta al resto de los países europeos, constituiría un auténtico poder moderador ante los dos únicos colosos hoy ineludibles, EE.UU. y China. Cuando las armas todavía resuenan en la martirizada Ucrania y hemos de lamentar centenares de miles de víctimas en los países en conflicto, puede parecer impensable un proyecto de esta naturaleza, aunque no más de lo que la idea de las comunidades europeas pudo parecer a franceses y alemanes al final de la Segunda Guerra Mundial con sus millones de víctimas.
En la actual encrucijada histórica, ningún país europeo, ni siquiera Rusia, puede aspirar a tener alguna relevancia y auténtica soberanía. La solución pasa por aunar esfuerzos y capacidades, creando un conjunto relevante desde el punto de vista político, económico, estratégico, cultural y civilizatorio. La Gran Europa no precisaría grandes esfuerzos en defensa y sí en crear estructuras de paz y progreso para toda la humanidad, elaborando una narrativa estimulante y atrayendo el talento de quienes (científicos, emprendedores, académicos…) desearan participar en el proyecto común.
TREVA I PAU, formado por Jordi Alberich, Eugeni Bregolat, Eugeni Gay, Jaume Lanaspa, Carles Losada, Josep Lluís Oller, Alfredo Pastor, Xavier Pomés y Víctor Pou.