Me estoy aficionando a leer biografías. Me parecen una manera concreta, humana, próxima, de conocer y entender la historia, y también de conocernos y entendernos –por comparación o contraste, porque nos obligan a reflexionar sobre eso que llamamos la vida– a nosotras y nosotros mismos. Tiene razón Anna Caballé cuando, en su muy recomendable ensayo El saber biográfico (2021), afirma que “lejos de ser una escritura comercial, a menudo infravalorada, la biografía es un ejercicio reflexivo muy necesario”. Afirmación que ella ha puesto en práctica con sus libros sobre la vida de Francisco Umbral, Carmen Laforet, Concepción Arenal, y ahora, de Rosa Chacel, que sale en estos días, bajo el título Íntima Atlántida.
Quienes llevamos años leyendo a Chacel (Valladolid, 1898-Madrid, 1994) sentíamos, junto con la admiración, una perplejidad que llegaba a ser irritante. ¿Qué pasa, concretamente, en Estación. Ida y vuelta, su primera novela? Yo solo después de terminarla, leyendo un texto crítico, me enteré de que contiene un adulterio y un asesinato. Y ¿alguien ha averiguado qué ocurre entre la niña y la pareja adulta en Memorias de Leticia Valle ? Invito a cenar a quien me lo explique… Los diarios, tres cuartos de lo mismo: mucha introspección, mucho análisis de sentimientos (con una lucidez y una crudeza que los hacen fascinantes), pero una se pregunta: ¿por qué vive en Río de Janeiro esta mujer?, ¿por qué se va a Buenos Aires?, ¿de qué vive?, ¿con quién vive?, ¿de quién son esas noticias que está siempre ávidamente esperando?...

Hay personas, explicó Caballé presentando el libro en Madrid, que “no tienen biografía” en el sentido de que su vida es transparente. Chacel, en cambio, tenía un secreto, una intimidad oculta e inmensa como un continente sumergido, y Caballé, tras muchas horas en archivos y varios viajes a Brasil, lo desentraña.
No voy a hacer spoiler, pero sí citaré una afirmación muy repetida por Chacel que Caballé interpreta en el sentido sexual o sentimental, relacionándola con su secreto, y yo en uno cultural: la frase “Yo no soy una mujer”. Para mí, y sin negar su posible significación amorosa, denota el deseo de acceder al selecto club de los grandes artistas y pensadores, casi todos hombres.
Chacel tenía un secreto, una intimidad oculta e inmensa como un continente sumergido
Quien pertenece a un grupo subalterno en un sistema jerárquico y no quiere resignarse puede actuar de dos maneras. Una, cuestionando la jerarquía: un camino costoso, que requiere un esfuerzo intelectual (entender qué es y de dónde viene la jerarquía en cuestión) y político, colectivo. Otra que parece un atajo: ascender individualmente, desentendiéndose del resto del grupo, aprobando incluso su subordinación.
Recuerdo, por ejemplo, algo que cuenta Benazir Bhutto en sus memorias, Hija del Este: que ella y su familia, pakistaníes riquísimos y cultos que hablaban un inglés perfecto, se sentían, por así decir, ingleses honorarios, y como los ingleses, despreciaban a los (demás) pakistaníes. Terminaron por comprender que sus admirados ingleses no hacían ninguna excepción con ellos: les despreciaban igual que al resto…
El diario de Rosa Chacel está lleno de desdén a las mujeres, “seres lamentables”, incluso cuando son doctoras (“doctorcitas”, las llama ella). Uno de los momentos más divertidos de Íntima Atlántida es aquel en que una señora aborda a Rosa (por fin célebre, tras volver a España en 1977) y le anuncia que quieren concederle un galardón llamado “El ovario de oro”. La pobre Rosa se queda helada.
Rosa Chacel no quería ser esa adorable e inofensiva abuelita que veían en ella las señoras que se le acercaban a saludarla en El Corte Inglés. Tampoco el mascarón de proa de la literatura femenina que representaba para las feministas de la transición. ¡Ni hablar! Con su formidable inteligencia y su avasalladora ambición, Rosa Chacel lo que quería ser era… un Gran Hombre (honorario). Pero ella misma se daba cuenta –cuando regresó a España esperando los honores que merecía, y que solo recibió a medias– de que el desprecio hacia las mujeres, que ella era la primera en sentir y fomentar, recaía también sobre ella. Y es que no es imposible, pero requiere muchísima habilidad, salvarse siendo a la vez cómplice del sistema que nos oprime.