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¿Y ahora qué bajo el populismo? (V)

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El populismo necesita la polarización política y social para existir. Sin ella se extinguiría. La razón es clara: nutre el conflicto y la división que este produce. No olvidemos que el populismo es un ecosistema complejo, que agrupa una serie de ideas y fenómenos que guardan entre sí diversas relaciones de interacción y causalidad. Se organiza a partir de un núcleo narrativo que suma liderazgo, emociones, mentiras, malestares, simpleza, exceso y brutalidad. Un cóctel tóxico que desgarra la sociedad y que se fundamenta en una rebelión de las masas digitales que opera y se canaliza mediante numerosos cauces de interacción, siendo el principal las redes sociales.

El desenlace que trae consigo el fenómeno de sumar todo este material políticamente tóxico que acompaña al populismo es la polarización. De hecho, es la consecuencia buscada por los populistas, porque rompe la unidad y justifica la necesidad de solucionar por la vía de los hechos el problema de la división y la erosión de las instituciones que se basan en un consenso que deviene imposible.

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Por tanto, la polarización es un efecto deseado y planificado por los populistas. Entre otras cosas, porque da soporte estructural a sus estrategias de demolición del liberalismo, así como a las reglas que este trazó institucionalmente para controlar el poder que libera la democracia al fundarse en el principio de mayoría.

Puede afirmarse, por tanto, que la polarización es la clave de bóveda del populismo. De hecho, es lo que sustenta y da sentido a su arquitectura cotidiana. Si la deliberación entre contrarios resulta imposible, entonces, es inviable la democracia liberal, porque se cuestiona de base la razón comunicativa que nutre la negociación que hace posible los consensos.

Por eso, la polarización ensaya constantemente una guerra civil incruenta. Quiere que las trincheras vociferantes sustituyan las mesas de diálogo que imponen la conversación y la convicción de que el mayor número a veces está equivocado. Quiere que las emociones prevalezcan sobre las razones como soporte de las decisiones políticas. Si el conflicto no tiene solución, entonces no se necesita argumentar porque se decide impulsado por la urgencia de hacerlo.

Para superar la polarización, la política ha de nutrirse de argumentos y razones

Por eso, el populismo cree que hay que anular de manera eficiente la resistencia del contrario. No utiliza la estrategia fascista de recurrir a la violencia, pero sí explota al máximo la fuerza irresistible que encierra en nuestros días el principio utilitario de gobernar a través del mayor número. Para lo cual, desacreditar el valor de los consensos que necesitan su tiempo es esencial. Sobre todo, en un mundo digitalizado que funciona al instante y que requiere una dinámica expeditiva de ceros y unos, que resuelva sin dilación cognitiva las urgencias que plantea una economía de la decisión acorde con el diseño de capitalismo de plataformas.

El auge de la polarización va de la mano de una economía de la atención que contagia a la política con la lógica automatizada de las plataformas. Hasta el punto de que la democracia se hace víctima de un automatismo de mayorías sin deliberación que explica la idoneidad de vivir arrastrados por una democracia polarizada de ceros y unos.

De este modo, la política puede acelerar sus ritmos decisorios y acomodarlos con las exigencias de instantaneidad que plantea la digitalización. Se hace automática, pues un voto más que el contrario da razones sin convencer. Por tanto, la democracia polarizada acaba siendo, por la vía de los hechos, más eficiente dentro del capitalismo plataformizado que vivimos y legitimando pragmáticamente una forma de poder que se viste como una potestas irresistible basada en ceros y unos que hay que obedecer sin más.

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A la vista de la importancia que tiene la polarización para el populismo es necesario desarrollar una estrategia que interrumpa la causalidad que hemos visto que existe entre ambos. De ahí la importancia de canalizar nuestros esfuerzos intelectuales en hacerlo colapsar sistémicamente a través de la impugnación de la polarización. Si se lograse este objetivo, el populismo tendería casi de forma natural hacia la moderación. Básicamente porque se rompería el espinazo intelectual de las tesis de Carl Schmitt sobre la dialéctica amigo-enemigo y cómo esta se ha hecho hegemónica como fuente de legitimidad de una democracia radical, que es lo que persigue el populismo.

¿Cómo hacerlo? Apuntaré de forma esquemática lo que pretendo analizar en próximas entregas. Para ello me propongo oponer a Schmitt las ideas de Hannah Arendt. Primero, las contenidas en su Diario filosófico cuando invoca romper con la dinámica del conflicto mediante el perdón y la reconciliación. Segundo, las que dedica a recobrar la confianza en la libertad política en su ensayo Vita activa, pues, como dice en este ensayo, perdonar, compadecerse y reconciliarse “no revocan nada, sino que continúan la acción iniciada, si bien en una dirección que no se daba en ella”. Y sigue: la “experiencia de actuar y la de perdonar es una misma cosa”.

Para abordar este reto que pretende restaurar la unidad frente a la división para superar la polarización, la política ha de nutrirse de lo que aquella más niega: argumentos y razones. Algo que exige en quien los esgrima credibilidad ejemplar. Los romanos resumían esta dualidad en la auctoritas . Un concepto casi olvidado pero que frente a la obediencia ciega al poder opone la idea consciente del respeto. Una diferencia cualitativa esencial, pues obediencia puede exigirla cualquiera, pero el respeto, solo unos pocos son capaces de provocarlo y, con él, restañar las heridas de la división, facilitando la reconciliación dentro de una democracia con auctoritas. Una democracia de personas, por concluir como lo haremos con María Zambrano, y no de ceros y unos.

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