Y llega el gran día en que el niño o la niña (de ahora en adelante: el bebé) sale por primera vez a la calle. Es sacado a la calle. Un día cualquiera. Pero un día solemne para los padres, y el único que no lo recordará será su principal protagonista, el bebé. Un acto irrepetible. Una casi cosa que, por primera vez, será observada –o no– por ojos anónimos y miradas sin firma, por una serpentina de vistazos. Quizá con indiferencia para todos menos para los cooficiantes.

Ese ser, con el hemisferio amniótico tan cerca, tan a cuestas, pronto estará a punto para introducirse en el microclima que para él han diseñado los adultos. La madre, como si todavía no la hubieran soltado del cordón umbilical, está sorprendida de que ahora ya el bebé, con el que lleva meses monologando, le responda lo que solo ella entiende. El padre, lleno de perplejidades, lleva colgando de la solapa el muy antiguo orgullo viril. El aguijonazo de la especie. Su papel secundario.
A diferencia de lo que rodea a todos los asuntos de la maternidad, existe un cierto silencio opaco sobre la paternidad, probablemente, todavía en la actualidad, un tema sin relato. O aún por construir. Con poca literatura estrictamente contemporánea. Casi seguro a causa de las diversas formas de masculinidad y de la relación con la infancia y sus nuevos territorios, cambiantes y socialmente mucho más abiertos, y para ser sinceros, desconcertantes para los boomers . Los padres y las madres, claro, en el mundo actual. Un asunto por estudiar, o novelar. Como lo hicieron Paul Auster, la reivindicación paternal de Jorge Manrique, Victor Hugo o Umbral: “El sueño del héroe es ser grande y pequeño al lado de su padre”.
Fascinante es la infancia y el tratar de entenderla. Y el dejarse sorprender. Un tema grandioso, sugestivo para el arte, la escritura, la música, la poesía y el pensamiento. Un misterio por resolver. “Mi patria es mi infancia” es casi un eslogan retórico, que yo me creo. O ante una reacción infantil inesperada solemos comentar evasivos: “Bueno, son cosas de niños”.
En Historia de niños (1986) Peter Handke plantea un agudo esfuerzo para iniciarse en el candoroso mundo infantil, para entender un mundo, sí, un mundo, que hasta la adolescencia se maneja con unas reglas diferentes. El alma del bebé ya alberga un larguísimo poema y un auténtico laberinto. Y bueno será profundizar su pervivencia en el adulto y el encaje en el reino de los mayores. Y en lo que nos queda de aquel niño que fuimos. Eso, si la actual masacre global que se ceba inmisericorde en criaturas, jóvenes y adolescentes no lo impide. Veremos.