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El honor del rey emérito

Desde que leí que el rey emérito demandaba al expresidente de Cantabria y a Frau Corinna en defensa de su maltrecho honor no salgo de mi asombro. Juan Carlos I es un hombre de cierta edad y puede cometer errores, pero hay que suponer que una legión de asesores tendría que intermediar entre su voluntad y sus actos a fin de evitar despropósitos de tal calibre. Todo me lleva a pensar que ha tenido que ser su nieto, el leal Froilán de Marichalar, que ha cambiado el Opium Beach Club de Marbella por Abu Dabi, el estratega del dislate.

Dejemos a un lado la cuestión de que acudir a los tribunales frente a Revilla es como ponerle una demanda al Follonero: la ocasión de oro para que este estajanovista de las tertulias acabe de tirar al anciano rey a los pies de los caballos. Y dejemos también de lado que demandar a la antigua amante por lo que esta pueda decir en la red de procedimientos que ha tejido para desplumar al incauto coronado es como reprocharle al escorpión de Schopenhauer su carácter.

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Lo esencial es que ambas denuncias evidencian impotencia, frustración y (peor) un estrepitoso abandono de esa dignidad á y un tanto irracional de la que ha de disfrutar la institución monárquica. El rey no pone demandas contra el honor: o se bate en duelo o envía al fiscal de la Corona para que ajuste las cuentas. O, aún mejor, se empeña en un silencio olímpico que, al menos, no regala combustible a sus enemigos íntimos.

No parece que quienes han redactado las demandas hayan advertido al rey de la dimensión 徱á del honor. En breve: todos tenemos honor, pero, en función de nuestras conductas, unos más que otros. Hay un honor consustancial a la dignidad humana y universal (el estático), y otro que depende de las propias obras. De donde, llamar defraudador a quien defrauda reviste una naturaleza completamente diferente de la difamación y la injuria.

Las denuncias de Juan Carlos evidencian impotencia, frustración y abandono de la dignidad ‘á’ de la Corona

Podrán decirme –y dirán bien– que el rey emérito nunca ha sido condenado ni por corrupción ni por fraude fiscal. Pero no es menos cierto que, existiendo indicios poderosos de cierto cinismo económico, toda sanción ha sido bloqueada por ese especialísimo fuero que tienen los reyes y que, por eso mismo, debería aconsejarles el silencio airado de las cumbres.

Es imposible ver en esas demandas más que la equivocada percepción de un hombre que encarnó una institución respetada por muchos españoles. Incluso quienes no hemos sido monárquicos sabemos que Juan Carlos I fue un rey querido y popular. Y por mucho que uno piense, como Thomas Paine, que un rey hereditario es una propuesta tan absurda como un médico o un matemático hereditarios, en los buenos días del emérito pudimos percibir la magia del trono, una ficción inútil que, a lo largo de algunos años duros, resultó ser de bastante utilidad. La utilidad simbólica que puede tener la continuidad de un país al margen del partidismo.

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Todos sabemos de esa magia, del efecto hipnótico del glamur que hace que hasta los radicales contemplen embelesados las fotos en topless de las royals europeas en las playas de Saint Tropez; de la tolerancia social, teñida de admiración, hacia una parentela real más o menos ociosa que salta de matrimonio en matrimonio y de la que, en buen número de casos, es imposible recordar una sola ocupación productiva. Pero si estamos dispuestos a admirar (y sufragar) algo que va contra el sentido común, una misteriosa alquimia inmanente que defiende las leyes y la unidad del país mediante posados en Mallorca y fotos de familiaen Baqueira, un cuento de hadas de princesas navegantes y cambios de guardia, de romances insustanciales y noches en Sotogrande, es a cambio de algo que Felipe VI parece haber entendido perfectamente.

Durante la Primera Guerra Mundial, la reina Mary estaba visitando a los soldados británicos heridos en un hospital de campaña cuando uno de sus hijos menores se le acercó y tironeándole de la manga le dijo que estaba cansado y no le gustaban los hospitales. La reina lo miró impertérrita y respondió: “Somos la familia real. Nunca nos cansamos y nos encantan los hospitales”.

La fórmula es sencilla, pero costosa cuando de la monarquía solo puede esperarse la dignidad y la operatividad del símbolo: el honor y el afecto que surgen de la ejemplaridad y nos convencen de la utilidad de lo inútil. A nadie le importa que el rey le gane un pleito a Revilla, lo que no se le perdonará es que despilfarre lo que quedaba de su antigua magia.

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