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Votar a los dieciséis

Por iniciativa del Ministerio de Derechos Sociales parece ser que, de nuevo, España se dispone a valorar la posibilidad de reconocer el derecho al voto a los mayores de 16 años. Sensibles al latido del corazón ciudadano, aunque sin estresarse, los señores diputados también se han comprometido a revisar la cuestión a través de la subcomisión para la reforma de la ley electoral, como es sabido, una de las comisiones con más solera –e improductivas– del mundo mundial. Recuerden aquello de que cuando el Gobierno quiere que algo no progrese…

Los contrarios a la propuesta rápidamente han recordado sus argumentos confesables. En primer lugar, que, como advierte la neurociencia, los adolescentes tienen todavía un cerebro inmaduro y demasiado emocional, en el que pueden influir con facilidad los mensajes negativos y extremistas. Tan cierto, reconocen, como que los más jóvenes tienen una capacidad para el razonamiento lógico y para discernir entre lo bueno y lo malo como mínimo similar a la de los adultos (cosa que quizás no sea mucho, pero es lo que hay).

Ambiente en el campus Ciutadella Pompeu Fabra, biblioteca

Ana Jiménez

Algunos reticentes también opinan que, como la mayoría de los jóvenes de 16 años viven bajo la influencia y dependencia paternas, facilitar su derecho al voto sería como reforzar el sufragio de los padres, que pasarían a multiplicar el valor de su papeleta por el número de hijos teenagers que tuvieran en casa.

En la lista de los argumentos inconfesables está lo de siempre y que tan familiar nos resulta en Catalunya cuando se habla de leyes electorales: antes que pensar en el interés general, los partidos echan cuentas sobre si la medida, en caso de aplicarse, les resultaría o no beneficiosa a ellos mismos. Es lo de Victoria Kent negando el voto a las mujeres, en tiempos de la República, pero en este caso sin ideal alguno que proteger.

Discutir sobre si debemos ampliar la edad a partir de la cual se puede votar tiene que ver con la reflexión más fundamental sobre qué es votar bien, sobre quién está en condiciones de ser un buen ciudadano y sobre cuáles son los principios que deben regir la cosa pública. No es poca cosa.

¿Por qué no intentar combatir la desafección de los mayores anticipando el compromiso juvenil?

Ante tan monumentales desafíos me temo que solo la modestia y cierto relativismo podrán ayudarnos. Conscientes de nuestras limitaciones intelectuales y morales, nuestro apoyo a la iniciativa debe basarse en la exigencia democrática, la coherencia y el sentido práctico.

Porque es indiscutible que las democracias occidentales sufren un evidente riesgo de hipoxia, como los océanos. Con un electorado envejecido y desengañado ante tantas promesas incumplidas, ¿por qué no intentar combatir la propagación del escepticismo, la nostalgia y la desafección de los mayores precisamente anticipando el compromiso juvenil con los asuntos públicos?

Además, siendo honestos, cuesta justificar que reconozcamos a los jóvenes de 16 años capacidad para trabajar y pagar impuestos; responsabilidad penal y permiso para tener sexo con adultos y que, en cambio, les neguemos el derecho al voto. Teniendo en cuenta que el grupo de los ciudadanos de entre 16 y 17 años apenas supera el 2% de la población y que, de poder votar, previsiblemente estos se abstendrían como mínimo tanto como sus progenitores, es difícil sostener que su incorporación temprana a las elecciones pueda suponer un riesgo para nadie.

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Finalmente, como aprendimos de Tocqueville y nos recuerda cada día la política española, una buena democracia no solo consiste en votar y permitir que las Cortes elijan –o cesen– presidente. Tan o más importante que el sufragio lo es disponer de un robusto Estado de derecho, con una buena división de poderes, con instituciones educativas y medios de comunicación capaces de contrarrestar los excesos del Leviatán, su voracidad fiscal o su connatural intrusismo en la vida ciudadana. Garantizados los contrapesos ade­cuados, no parece que ampliar el cuerpo electoral en unos 300.000 ciudadanos jóvenes debiera preocuparnos.

Pienso que nada cambia de una generación a otra salvo lo que se ve. Y lo que se ve, en el fondo, es lo que menos importa. Así pues, como ya han hecho casi una veintena de países del resto del mundo, creo que es hora de abrir las puertas a la participación política precoz de los más jóvenes. Además, no creo que mejorar lo presente les resulte muy
­徱­­í­.

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