Proyectos suspendidos, fondos congelados, personal despedido… Con su estilo caótico y brutal, Trump ha irrumpido en la investigación científica como un caballo en una cacharrería. ¿Es solo la expresión de una derecha cavernícola antiilustrada, la misma que en 1553 quemó a Miguel Servet por dudar de la Santísima Trinidad, la que en 1936, por boca del general franquista Millán Astray, aulló: “¡Muera la inteligencia!” en la Universidad de Salamanca…?
Ojalá fuera eso. Ojalá solo una parte del espectro político desconfiara del conocimiento. Pero no es tan sencillo. Veamos un ejemplo. Señalaba The New York Times hace poco (27/III/2025) que una de las líneas de investigación cuya cancelación tendrá consecuencias más graves es la que concierne a los tratamientos hormonales y quirúrgicos para el “cambio de sexo”. Acérrimo enemigo de la transexualidad, Trump no quiere que se investigue siquiera sobre ella. Lo paradójico es que sus defensores tampoco han investigado mucho. Como explica el artículo, los estudios son escasos, tendenciosos (por su exagerado optimismo), y lo peor: cuando sus resultados no son del todo positivos, no se publican. La izquierda, tanto como la derecha, amordaza a la ciencia.

En el caso de la izquierda, se trata del resultado de una corriente de pensamiento, la filosofía posmoderna, que se ha ido imponiendo en el último medio siglo. Lo explican muy bien Helen Pluckrose y James Lindsay en Teorías cínicas: el posmodernismo no cree en verdades universales. Cree que las hay solo particulares, según la identidad de cada uno; que, lejos de reflejar la realidad, la ciencia es el discurso del poder, y que no hay objetividad, sino subjetividades que compiten por adueñarse del relato.
Perplejo ante semejantes teorías, en 1996 un físico estadounidense llamado Alan Sokal hizo un experimento. Escribió un artículo parodia, lleno de disparates científicos, en el que afirmaba que “la realidad” (no el relato, no la interpretación, sino la realidad misma) “es una construcción social”, y consiguió que una revista posmoderna a la moda, Social Text, lo publicara. El escándalo hizo época, pero el pensamiento posmoderno continuó avanzando. Hasta el punto de que hace solo dos años –lo explicó el mismo Sokal en la Fundación Ramón Areces, de Madrid, el pasado 24 de abril–, la prestigiosa revista científica Nature publicó una “guía éپ”, reservándose “el derecho a rechazar la publicación de contenido susceptible de estigmatizar a individuos o grupos humanos, por ejemplo, por ser racista, sexista, capacitista u homofóbico”. ¿Aceptaríamos una éپ semejante si la firmara la Iglesia y sirviera para impedir la publicación de contenidos científicamente probados, pero susceptibles de poner en duda la existencia de la Santísima Trinidad y de estigmatizar, por lo tanto, a los católicos?
Si todo es según el cristal ideológico con que se mira, ¿cómo podremos formular y evaluar políticas?
De esta confrontación a cara de perro entre ciencia e ideología tuvimos hace poco un ejemplo impactante en nuestras pantallas. Fue el 12 de febrero, en el programa 59 segundos. El tema de debate era si las llamadas “mujeres trans” (biológicamente hombres) deben competir en categorías deportivas femeninas; los contrincantes, de un lado Tasia Aránguez, en nombre de la Alianza contra el Borrado de las Mujeres, del otro, Pablo Iglesias. Argumentó la profesora Aránguez: dado que “los hombres biológicos tienen una ventaja objetiva en el deporte, según estudio de Hilton y Lambert, entre el 30% y el 160%”, hacerles competir con mujeres “vulnera el juego limpio y la igualdad de oportunidades”. Aulló Pablo Iglesias: “Decir que una mujer trans no es una mujer es violencia y no se debería permitir en un medio público. Toda esa mierda del deporte es una maldita excusa. Este planteamiento es de nazis como Trump, de fascistas, de gentuza”.
El ataque ideológico a la ciencia provoca todo tipo de problemas. Uno para la izquierda: rechazar cualquier autocrítica, debate o compromiso, aun al precio de negar la evidencia, da alas a sus adversarios. Otro para la sociedad en su conjunto: si creemos que nada es verdad ni mentira, todo es según el cristal ideológico con que se mira, ¿sobre qué base podremos formular y evaluar políticas? Por último, un daño colateral y paradójico: saldrán perdiendo los pobres individuos afectados, de un modo u otro, por asuntos ideológicamente controvertidos, como el “cambio de sexo”. Pues ni la derecha cavernícola ni la izquierda prepotente aceptarán que se investigue y debata, con datos en la mano, qué es lo que les conviene.