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'Black Mirror' todavía tiene 'eso' que la hace televisión imperdible

Netflix

Los dos primeros capítulos, tan opuestos a nivel conceptual, son una carta de presentación magnífica

Rosy McEwen protagoniza el segundo episodio.

Rosy McEwen protagoniza el segundo episodio.

Parisa Tag/Netflix

Black Mirror a veces te obliga a pensar que, el día que Charlie Brooker vendió la serie a Netflix, también vendió una parte de su alma por un cuantioso cheque. Pensaba, por ejemplo, en entregas tan carentes de ideas como Metalhead, ese experimento fallido de Bandersnatch, la película interactiva, o una quinta temporada rutinaria que ni Miley Cyrus en modo meta lograba salvar. Ser incisivo, original y visionario con cada guion es una presión imposible para cualquier creador televisivo. Pero, si alguien se pregunta si la séptima temporada de Black Mirror tiene eso, ese factor X que la hace imperdible, estimulante y única, la respuesta simple es que sí.

No he visto todos los capítulos. A estas alturas, solo he visto dos de los seis que acaba de estrenar Netflix este jueves. Pero, en estas dos entregas, ya hay una demostración de las virtudes que legitiman la existencia de esta serie de antología. Es casi inesperado por el momento en el que vuelve Black Mirror.

Chris O'Dowd y Rashida Jones, protagonistas del primer episodio.

Chris O'Dowd y Rashida Jones, protagonistas del primer episodio.

Robert Falconer/Netflix

Elon Musk, que prácticamente tiene alquilada una habitación en la Casa Blanca, reveló con su intento directo de manipular elecciones hasta qué punto vivimos controlados por unas redes sociales que son cualquier cosa menos neutrales. Se empieza a tomar conciencia de la precariedad intelectual, social y política derivada de la digitalización de la sociedad.

Cuánto más distópico es nuestro presente, más complicado es explorar la rareza inminente, la que hasta ahora ha sido la especialidad de Brooker, sobre todo cuando le han aparecido obras rivales como Severance.

Tracee Ellis Ross es la vendedora del streaming cerebral.

Tracee Ellis Ross es la vendedora del streaming cerebral.

Robert Falconer/Netflix

El primer capítulo de esta nueva etapa entra directamente en la categoría de obras maestras de Black Mirror, aunque sin la necesidad de tener una tristeza categórica como San Junipero sino desde un cinismo anclado en la emoción como Nosedive. Chris O’Dowd y Rashida Jones son un matrimonio trabajador que, cuando a ella le diagnostican un tumor cerebral, solo tiene la opción de contratar los servicios de una empresa tecnológica para que su cerebro pueda continuar funcionando. Requiere una cirugía y después, a partir de una suscripción mensual, tiene una red de cobertura a través de la que puede mantener la conciencia, el carácter y los recuerdos.

No es un capítulo que opere desde la sutileza pero tampoco lo necesita. Así de descarada es nuestra dependencia de la tecnología, a merced de unas empresas que modifican la sociedad en base a sus intereses para después convertir a los ciudadanos en usuarios dependientes de sus servicios. La entrega parece formar parte de una estrategia de Brooker para reivindicar su independencia creativa: si la temporada anterior comenzó con Joan is Awful, que se podía entender como una juguetona puñalada a Netflix y sus algoritmos, con este Common People denuncia la voracidad de las empresas tecnológicas, que dicen reinventar los mercados desde el virtuosismo para después encarecer los servicios o, por ejemplo, obligarte a tragar con la publicidad si eres pobre.

Siena Kelly desconfía de su nueva compañera de trabajo...

Siena Kelly desconfía de su nueva compañera de trabajo...

Parisa Tag/Netflix

Esto, claro, sin olvidar que es un episodio producido en Estados Unidos y que la metáfora allí adquiere otros tintes sociales: desde la privatización de la salud a la legalización de opiáceos que derivaron en una epidemia que ha llenado las calles de toxicómanos involuntarios.

Y, si vamos al segundo episodio, Bête Noire, tenemos un thriller psicológico con Siena Kelly como Maria, la directora creativa de una empresa de alimentación que sospecha que Verity (Rosy McEwen), una antigua compañera de instituto, ha entrado a trabajar en la misma empresa para hacerle la vida imposible. Aquí, el elemento tecnológico es anecdótico: Booker se presta a una diversión diabólica, que nunca renuncia al sentido del humor, sin querer ir más allá con ninguna metáfora. El final de la historia es tan estridente, tan desvergonzado y casi grosero, que no queda otra opción que reír y aplaudir el sentido de la diversión de un autor que, 14 años después de estrenar Black Mirror, conserva las ganas de escribir y probar.

Quizá no puedo emitir un veredicto de la temporada completa porque apenas he visto un tercio de los capítulos. Pero Common People y Bête Noire son una carta de presentación magnífica, tanto por su calidad como por haberse abordado desde lugares tan distintos a nivel creativo: una distopía inquietante pero emocional que nos habla del presente, y un simple ejercicio de comedia negra gamberra, sin limitarse a causa de la realidad. Solo por ellos ya ha merecido la pena dar una oportunidad a Black Mirror, este espejo incómodo que nunca sabes ni qué historia te contará ni si se merecerá tu tiempo.

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