Comer es una necesidad biológica, pero también un placer. Un acto cotidiano, aparentemente rutinario, que guarda en sí mismo un poder extraordinario: nos conecta con los sentidos, puede despertar recuerdos y generar bienestar. La comida es sustento, pero también emoción. El aroma de un guiso familiar, la textura crujiente de una tostada, o el sabor de ese postre que nos lleva a la infancia son pequeñas delicias que no figuran en ninguna tabla nutricional, pero que alimentan la vida de otra manera.
Sin embargo, con el paso de los años y por distintos motivos, para muchos adultos mayores ese gozo sencillo puede ir diluyéndose o estarles vedado. A menudo, el discurso alrededor de la alimentación en este grupo de población se convierte en una rutina sin alicientes: restricciones, pautas médicas o menús anodinos hacen del acto de comer un aburrido trámite. El vínculo con las emociones se debilita y comer deja de ser un momento de placer.
El reciente estudio (Adultos mayores y comidas preparadas: la influencia del confort, la nostalgia y las preferencias de textura en la aceptación), publicado en Journal of Food Science, constata que, además de los criterios nutricionales y de seguridad, los factores sensoriales y emocionales son fundamentales para mejorar la aceptación de los alimentos y promover hábitos saludables en las personas mayores. Los alimentos que reconfortan, los que evocan recuerdos o la variedad de texturas les ayudan a reconectar con momentos felices, influyendo en su bienestar general.
Unas buenas razones para intentar cambiar el discurso sobre su alimentación. ¿Y si, desde las consultas médicas, los hogares o los centros de mayores, se empezara a considerar el placer de comer y el poder del alimento como estímulo diario? ¿Cómo intercalar pequeñas alegrías sensoriales que no comprometan la salud? Porque de eso se trata, de encontrar el equilibrio entre salud, hábito y disfrute.
Lo que comemos afecta a nuestro bienestar emocional
Gloria Calderón, jefa de servicio de psicología clínica del centro médico-quirúrgico Olympia Quirónsalud lo tiene claro: “La alimentación es la esencia del bienestar en mayúsculas; la base de una mejor y mayor calidad de vida, previniendo enfermedades degenerativas y contribuyendo a una percepción de confort generalizado”. Porque más allá de los nutrientes que pueda aportar, la comida influye directamente en el estado emocional, en la motivación diaria, en las relaciones y en la percepción de uno mismo.
El avance en la comprensión del eje intestino-cerebro ha reforzado este vínculo entre la comida y el bienestar. “Nuestro intestino alberga 200 millones de neuronas y miles de millones de bacterias intestinales que se comunican constantemente con nuestro cerebro y viceversa. Por eso, lo que comemos afecta a nuestro bienestar emocional”, afirma Calderón.
Cuando comer se convierte en un esfuerzo
A medida que pasan los años, esa relación entre alimentación y bienestar puede resentirse por razones físicas, sensoriales o emocionales. Con la edad, explica Lidia García, dietista nutricionista colegiada en CODINMA y especialista en el abordaje del adulto mayor y el paciente oncológico, se producen cambios fisiológicos y metabólicos que pueden alterar el apetito. Entre ellos, refiere el declive en la producción de hormonas clave en la regulación del hambre y la saciedad (menor producción de ghrelina, leptina, colecistoquinina…), menor sensibilidad a la insulina (con desajustes en las señales que indican cuándo comer o cuándo parar) o una reducción de la melatonina que altera el sueño, lo que repercute también en el equilibrio hormonal, afectando, igualmente, al apetito.
Asimismo, se producen cambios en la cavidad oral. “Problemas dentales o una menor producción de saliva pueden dificultar la masticación y la deglución, influyendo en la elección de alimentos”, añade García. El estreñimiento o la disminución de enzimas digestivas, frecuentes en esta etapa de la vida, tampoco ayudan: generan molestias que condicionan los hábitos alimentarios. A ello se suma, el efecto adverso en el apetito de algunos medicamentos (antidepresivos, ansiolíticos, tratamientos oncológicos, etc.).
Problemas dentales o una menor producción de saliva pueden dificultar la masticación y la deglución
Ambas especialistas destacan también el deterioro de los sentidos. El gusto y el olfato tienden a disminuir con la edad, de forma que los alimentos resultan menos sabrosos. Esto puede llevar a una preferencia por sabores más intensos, como el dulce, o alimentos con texturas específicas. La vista y el oído también suelen estar afectados, “dificultando la relación con la apreciación de la comida en un contexto amplio”, apunta Gloria Calderón.
La soledad y el aislamiento social transforman la manera en que muchas personas mayores se relacionan con la comida, restándoles motivación para preparar o consumir alimentos saludables y optando por alternativas más rápidas o menos equilibradas.

En los planes nutricionales de los hogares y las residencias geriátricas deben tenerse en cuenta los aspectos emocionales de la comida.
Por un lado, dice Gloria Calderón, se dejan llevar por la pereza y dejan de apreciar el acto de comer como una parte valiosa de una rutina de bienestar. Para contrarrestarlo, recomienda integrar la alimentación y la cocina en la planificación diaria, apostando por recetas sencillas que faciliten su preparación y mantengan cierto estímulo.
En otros casos, apunta la psicóloga, el obstáculo es de carácter emocional. “Trastornos específicos como la ansiedad o la depresión alteran el apetito (aumento o disminución), y reducen el interés en la preparación de las comidas, derivando en una dieta desequilibrada o insuficiente”. Se tiende a recurrir a alimentos procesados, ricos en azúcares o hidratos simples, cuya ingesta incrementa los niveles de dopamina, aliviando, momentáneamente, ese malestar mental, pero que perpetúan un vínculo disfuncional con la comida. “La mente tiende a asociar estado de ánimo y comida; por tanto, es importante tomar consciencia de dicha conexión para regularla”. Para romper este patrón, la psicóloga propone practicar la alimentación consciente: prestar atención plena a cada bocado, evitando distracciones como la televisión o el móvil y enfocarse en la experiencia sensorial.
La mente tiende a asociar estado de ánimo y comida; por tanto, es importante tomar consciencia de dicha conexión para regularla
A las dificultades físicas, emocionales y sensoriales se puede sumar otro hándicap: las dietas restrictivas impuestas por patologías comunes en la edad avanzada, como la diabetes, el colesterol alto o las enfermedades cardiovasculares. “Eliminar alimentos que antes se disfrutaban genera sensación de pérdida y frustración. Pero también aislamiento, ya que esas limitaciones pueden producir un cambio en las rutinas sociales de las personas mayores, dificultando su participación en eventos sociales o familiares”, reconoce Lidia García.
Esta situación puede generar, además, un estrés añadido, especialmente si la persona siente que ha perdido el control sobre su alimentación o que depende de otros para preparar sus comidas, con la consiguiente sensación de ser una carga. Y todo ello repercute directamente en la autoestima.
Eliminar alimentos que antes se disfrutaban genera sensación de pérdida y frustración, pero también aislamiento
De la frustración al abandono
Con un panorama así, no es extraño que muchas personas mayores terminen abandonando cualquier intento por seguir una dieta saludable. “Total, si me voy a morir igual, como lo que quiero”, es una frase habitual en las consultas. Este pensamiento responde a una frustración acumulada, comenta Gloria Calderón. “Muchos viven las dietas como sinónimo de sacrificio”; y es precisamente esa percepción la que hay que revertir.
Frente a la rigidez de algunas pautas, las expertas defienden un enfoque más flexible, multidisciplinar y comprensivo. “Las dietas genéricas y restrictivas rara vez funcionan a largo plazo. Es necesario adaptar las recomendaciones y trabajar desde la motivación y el autocuidado”, sentencia la psicóloga. Lidia García, por su parte, insiste en que “la clave está en explicar el porqué de las pautas y adaptarlas a los gustos para que sigan disfrutando dentro de sus posibilidades”. Para ella, el cambio empieza por validar las emociones, ofreciendo alternativas apetecibles a base de menús con versiones caseras, sabrosas y adaptadas a cada patología.
Pero cambiar los hábitos alimentarios no es fácil. “A menudo, las personas mayores tienen pautas dietéticas muy arraigadas, lo que dificulta la adopción de cambios en su patrón habitual”, comenta la dietista-nutricionista.
A esto se pueden añadir circunstancias agravantes, tanto económicas (problemas para acceder a alimentos frescos y saludables por ingresos reducidos o pensiones insuficientes) como físicas, (dificultades para cocinar, hacer la compra o problemas de movilidad); así como por el desconocimiento de recomendaciones dietéticas actualizadas o por no comprender su importancia.
Darse un gusto también alimenta
Una alimentación saludable no debería percibirse como un castigo ni estar reñida con el disfrute. Recuperar el placer de comer es, de hecho, una de las claves para lograr una buena adherencia a la dieta, especialmente en edades avanzadas. Y en ese camino, coinciden las expertas, los pequeños pasos son más eficaces que una gran zancada. “Añadir una pieza de fruta al día, beber más agua, usar hierbas en lugar de sal, o planificar menús sencillos y atractivos es más útil que proponer cambios radicales”, señala Lidia García. Son gestos asumibles que, poco a poco, devuelven al acto de alimentarse su dimensión emocional, sin generar rechazo.
“Los alimentos impactan emocionalmente al evocar recuerdos de la infancia y momentos relevantes del pasado o simplemente tradiciones familiares, generando emociones positivas y ofreciendo un sentimiento de seguridad y bienestar”, explica Gloria Calderón. Por eso, tener en cuenta esas vivencias es fundamental para desarrollar una intervención nutricional adecuada y eficaz. Los olores conocidos o usar ciertas especias y recetas tradicionales pueden reconectar a la persona con el acto de comer. Además, dice García, “involucrarla en la planificación o en la cocina mejora su motivación”.
Los caprichos son necesarios y deben integrarse en la dieta (...)
La estética del plato también cuenta. La psicóloga nos recuerda que también comemos por los ojos: “nos resulta apetecible lo que es visualmente atractivo. Colores vivos, buena textura y una presentación cuidada mejoran también la aceptación de los alimentos”.
¿Y los caprichos? “Son necesarios”. Ambas especialistas coinciden en que “deben integrarse en la dieta, siempre con criterio”. La clave está en la calidad, la frecuencia y el contexto. Por ejemplo, Gloria Calderón propone opciones como hummus con sticks de zanahoria o chips de verduras al horno o en air fryer como opción de aperitivo, mientras que los postres caseros, el chocolate con un mínimo de 70% de cacao, el uso de miel en lugar de azúcar, las compotas naturales o las galletas integrales pueden animar esporádicamente un régimen saludable. A ello, García añade el yogur con fruta, flan, arroz con leche o incluso una tarta casera en ocasiones especiales… “Todo puede tener su lugar”, asegura.
Por último, Calderón subraya la importancia de adaptar la oferta alimentaria; facilitar su acceso, mejorando su visibilidad en las tiendas y con un precio accesible, y promover opciones sabrosas, visualmente atractivas y sensorialmente estimulantes. Porque como concluye Lidia García, “comer debe seguir siendo una alegría vital”.