Vivíamos en una casa con jardín, en un barrio que entonces se sentía barrio. Éramos una familia de clase media con todo eso a lo que la clase media argentina de los 60 aspiraba: ingresos aceptables, vacaciones de un mes, una casa en una zona residencial de San Fernando, jardinero y una “mucama cama adentro,” que dormía en un cuarto con baño al fondo del parque verde y al lado del taller de carpintería de mi viejo. Se llamaba Coca, una mujer bajita y flaca como un junco a la que su movimiento de saeta le impedía acumular calorías y placidez. A nosotros nos gustaba decir que era como de la familia, y en ese “como” estaba la clave de su condición, el lugar que nuestra culpa cristiana nos permitía darle.
Hay personas que te construyen, Coca fue una de ellas. Tenía buena mano para la cocina y una paciencia que toleraba mis berrinches como nadie. Yo la adoraba. Desde que la conocí, la cocina, su lugar, también se convirtió en el mío. Lo que más disfrutaba eran las masitas de canela que en cuanto aprendí a leer y escribir apunté en un cuaderno Rivadavia al que le fui sumando recetas. Todavía lo conservo y cada tanto practico alguna. Coca era mi compañía de todas las tardes, cuando mi mamá corría detrás de su vocación: ser directora de escuela y antes –y siempre y hasta el final–, maestra. Sus dedos de piel inmaculada nunca rozaron el detergente, mucho menos la lavandina, las tareas “del hogar” le daban tirria y cocinaba muy cada tanto coq au vin, bouillabaisse y pastelería francesa: el equivalente a la elegancia gastronómica de aquella época.
Al gineceo adulto lo completaba mi abuela piamontesa, un sargento de caballería que desde su sillón dirigía hasta el aire que respirábamos. Hacía milanesas y unos ravioles de seso y espinaca de antología, y a mí me dedicaba diariamente un plato de hígado encebollado: yo era escuálida pero sana, no para la nonna, militante del mangia che ti fa bene que consideraba a la delgadez un insulto, cuestión de culturas y principios. Mi papá era el de los asados, pero la cocina de todos los días le pertenecía a las mujeres. A ellas, tres figuras femeninas de distintos registros, les debo los gustos y los disgustos de la mesa.
En estos días de turbulencias y armagedones pensé mucho en las mujeres de mi vida y en su época. Las de los 60 que arrastraban el lastre o la condena de un destino perfilado en oficios como enfermería o docencia (aunque mi vieja era un caso raro, nunca se ajustó a los parámetros del momento, no era maestra por condicionamiento sino por pasión), pero también las que desplegaron una ola de libertad que salpicó a tantas jóvenes: mi hermana mayor, la primera. El flower power venía acompañado con una invitación a abrir la puerta y salir a jugar. Los 60 eran la puesta entre paréntesis del rol de esposa y madre, guardiana nutricia de los hijos, reina del hogar, bordadora de rutinas, acompañante del hombre potente, productivo, proveedor de seguridad económica. Los 60 eran la música de los Beatles y las canciones de Leda Valladares y María Elena Walsh, dos talentos que supieron llevar su lesbianismo con altura y orgullo, cuando no ser hetero se tachaba con rotulador rojo.
Hoy el rotulador lo utiliza el poder en otro papel y con otro tipo de orgullo mientras juega al carnaval de Freddy Krueger desembozando su cara de monstruo cruel. Lo hace negando las batallas ganadas. Como si no hubieran existido vueltas de página en la historia de la inequidad: en tren de seguir situada en los 60, la aprobación de la Ley de Igualdad Salarial en 1963 –una victoria legislativa– y el paradigma feminista que incorporó las relaciones de género como un elemento imprescindible para mirar desde un prisma diferente la realidad social, científica y educativa.
El siglo XXI nos recibió con más derechos, menos prejuicios, más mujeres en puestos clave. El pañuelo verde, la ley de interrupción voluntaria del embarazo, la Ley de Educación Sexual Integral, las marchas, las conquistas que se libraron en la calle. Y la conciencia de la distancia de que a pesar de todo las oportunidades siguen alejadas de los géneros. Pero pasaron -e hicimos- cosas que no podrán borrarse. Tampoco en la cocina, que en términos de relaciones de poder se hizo más horizontal y en términos de mandato empezó a entrar en declive, al tiempo que el porvenir comenzó a escribirse con otra letra y el futuro con otro nombre.

Una mujer sostiene un cartel durante la manifestación del Día Internacional de la Mujer, a 8 de marzo de 2024, en Madrid
Sin embargo, siempre hay un sin embargo, igual que en el juego de la oca ahora los casilleros se mueven en reversa y es fácil sentir que el mañana nunca llega. Me escucho como un disco rayado, haciendo memoria, recopilando logros, intentando entender este tiempo en el que deberíamos ser el pasado de nuestro futuro y no el atraso, como pretenden, de nuestro ayer.
En el mundo actual que quiere que los derechos sean privilegios y cruje junto con sus horrores, Argentina juega al protagonismo. Nuestro país fue el único que votó en negativo a una resolución de la ONU en contra de la violencia hacia mujeres y niñas. Somos ratonas de laboratorio de esta extrema derecha. Tenemos que hacer cumplir las leyes, dice Luciana Pecker, periodista, escritora, activista y una de las voces más fuertes y lúcidas del feminismo en nuestro país que, justamente -injustamente- por su labor periodística tuvo que exiliarse a España en 2024. Yo no sé si nuestro gobierno lleva la delantera de la misoginia mundial, pero doy fe de que ser mujer en la Argentina de Milei es peligroso. Porque da piedra libre -que nadie se confunda, nunca se trató de otra libertad que no fuera la del odio- a la homofobia, el racismo, la violencia contra mujeres y diversidades. El cuento de la criada se vuelve a escribir.
Mariana Carbajal, referente local del periodismo con perspectiva de género, también advierte sobre la gravedad que representa que el gobierno haya cerrado el Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad, que la figura de femicidio esté bajo la lupa, que se anuncien cambios ilegales en la ley de identidad de género, que prometan derogar la ley del aborto de 2020, que se habilite la persecución hacia las personas LGBTQI+ desde un discurso institucional de odio.
Tantos sablazos a nuestros derechos de a ratos me tapan la luz al final del tren fantasma, en parte porque siempre me resistí a cualquier “literatura de la esperanza” y prefiero la insistencia, la acción, la alegría de manifestarse, el legado que nos dejaron las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Elijo creer que la marcha antifascista, antirracista, anticolonialista del 1 de febrero, una llamarada de color y de sentido que dio la vuelta al mundo, no va a ser la única: aun cuando las cosas se ponen más fuleras, me niego a vivir en un mundo construido sobre un hormigón de miedos.
Por eso este 8-M tiene otra espesura y otra urgencia que pide encender viejas nuevas luchas en la cocina y en la calle. Las mujeres de mi infancia iluminaron en los 60 mi horizonte: hoy, en 2025, cuando la violencia de género se ve hasta por streaming, me toca imaginar –y procurar– para mi hija una patria libre y soberana, diversa y a salvo de la barbarie. Un país que abrigue y en el que haya comida para todos. De sabor genuino. Como el de las masitas de canela que aprendí de Coca.