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Bares que alimentan cuerpo y alma

Sitios

Mucho más que sitios donde vamos a comer y beber, hay bares de toda la vida que hacen las funciones de centro de reunión, de tertulia, de diversión o refugio contra la soledad

Los secretos de los restaurantes catalanes que resisten al paso del tiempo

La Bodega J. Cala, de madera pintada en color burdeos y carteles de tauromaquia en las paredes, es la embajadora de la anchoa del norte en la capital catalana

La Bodega J. Cala, de madera pintada en color burdeos y carteles de tauromaquia en las paredes, es la embajadora de la anchoa del norte en la capital catalana

Pau Venteo / Shooting

Los bares de toda la vida deberían considerarse patrimonio cultural de nuestro país. Si la dieta mediterránea disfruta del celebérrimo título según la Unesco, los bares que llevan décadas dando un servicio público de calidad también tendrían que catalogarse como tales. Son verdaderas instituciones, porque no solo son espacios de gastronomía, sino que también cumplen muchas funciones: son centro de reunión, lugar de tertulia, red social analógica, refugio contra la soledad para algunos y templo de diversión para otros, siempre a precios económicos. Acumulan historia entre sus paredes y una pátina invisible, formada por todo aquello que han presenciado, los cubre de arriba abajo. Cuando entramos en un bar con solera, lo sabemos desde el primer momento: sentimos respirar su alma.

La vemos latir en la barra sólida que ha sobrevivido el embate de los codos y del tiempo sin grietas. Y en los platos, vasos y cubiertos de otra época que ahora inspiran a los interioristas de nuevas aperturas. En las baldosas, en la cortina de perlas en la cocina, en el fregadero del lavabo, más viejo que el ir a pie, en las mesas de formica, en las vigas de madera, en las neveras empotradas, en los ceniceros conmemorativos que decoran el espacio. La estética nos recuerda que la perfección no está reñida con un poco de caos, antigüedad, improvisación e, incluso, un poco de polvo en algún rincón.

Bodega Carol: El alma de este bar barcelonés la encarnó Pep hasta que un cáncer se lo llevó el año pasado; ahora, Fàtima y Anna han tomado el relevo

El alma de Bodega Carol la encarnó Pep hasta que un cáncer se lo llevó el año pasado; ahora, Fàtima y Anna han tomado el relevo

Andrea Martínez/Propias

En la Bodega Carol (Aragó, 558, Barcelona), cuando miras hacia el techo, centenares de llaveros en forma de campanilla sacan la lengua con simpatía, y de bancos y de equipos de fútbol (menos del Real Madrid y del Espanyol). El local fue salvado del olvido al punto del traspaso por dos defensores de los bares: Alberto García Moyano y Shawn Stocker, un californiano arraigado en Barcelona, ni expat ni guiri. El alma de la Bodega Carol la encarnó Pep hasta que un cáncer se lo llevó el año pasado. Ahora, Fàtima y Anna han tomado el relevo: siguen sirviendo embutido de todo el país, desde morcón a cecina, pasando por la carne mechá y las cuetes de cerdo fritas.

Estos bares son la prueba de que la perfección no está reñida con algo de caos, antigüedad e improvisación

Pero si alguna cosa diferencia el bar de siempre de un bar nuevo es cómo nos tratan. Y no es que en los bares nuevos nos traten mal, ni mucho menos. Pero aquí se da un intangible de gran magnitud. Seguramente, en cada sitio lo hacen de una manera, quizá con más o menos proximidad, pero si alguna cosa no falla nunca es que notaremos cierta familiaridad. En otras palabras, nos harán sentir como en casa, cómodos delante de platos que no nos presentan ninguna sorpresa, ni falta que hace. Es igual si eres parroquiano desde que tienes uso de conciencia y te llevaba tu abuelo o acabas de poner un pie por primera vez. Quizá encontrarás tras el delantal a alguien que te hace pensar en aquel tío que parecía un poco malcarado pero que nunca había matado una mosca. O a la madre, que te dice: “¿Cariño, qué ponemos hoy?”.

Las anchoas, los boquerones en vinagre, las banderillas y otras delicias simples que sirven en la Bodega J. Cala

Las anchoas, los boquerones en vinagre, las banderillas y otras delicias simples que sirven en la Bodega J. Cala

Pau Venteo / Shooting

En la Bodega J. Cala ( Pedro IV, 460, Barcelona), de madera pintada en color burdeos y carteles de tauromaquia, la elección es fácil: anchoas, boquerones en vinagre o el matrimonio mejor avenido, banderillas de envinagrados, bonito con pimiento, patatas chip, queso y poco más. Y no hace falta más. Porque la Bodega J. Cala podría ser, sin ningún tipo de duda, la embajada de la anchoa del norte en la ciudad: las preparan a mano diariamente y antes de las 15 horas ya la tienen toda vendida. El vermut a raudales hace el resto en este extremo de Pere IV donde los fines de semana hay tanta gente como espinas los engraulis.

Quien nos atiende en el bar de siempre nos ha visto vivir días felices y días tristes, nos ha preguntado como iba el proyecto tan árido del trabajo o si nuestra gata se había recuperado bien de aquel virus. Y si no lo ha hecho con nosotros, lo ha hecho con centenares o miles de otras personas, y este poso de sabiduría de la condición humana es de un valor incalculable. El ambiente se contagia de la calidez de cada gesto de aquel que nos pone la tapita de ensaladilla rusa, el vaso de vino, el cap i pota, la tortilla, los caracoles o el conejo asado con patatas en la mesa. Y eso, que es un lujo, solo lo aporta la experiencia y la trayectoria, que son unos valores inestimables en la hostelería.

El Bar Josep de la Quadra destila solera y es para los locales un templo del vermut y del ‘esmorzar de forquilla’

Lo saben y lo practican en el Bar Josep de la Quadra ( Múrcia, 31, Lleida), un lugar pequeño, pero que hace cosas grandes. Destila solera junto a la plaza del Dipòsit y los locales siempre lo tienen presente cuando se trata de hacer un esmorzar de forquilla o para tomar el vermut. No falta la brasa, por donde pasan butifarras blancas y negras, cortes de carnes y también sardinas (en temporada), y platos de cuchara como los callos, emblemáticos en la ciudad.

Ahora bien, hay que decirlo: el bar de toda la vida, tal como lo conocemos hoy, se empieza a gestar a mediados de siglo XX. Tiene una pizca de los despachos de vinos y las tabernas, donde había poco más que unas olivas para picar, de las cafeterías que arraigan a mediados del s. XIX y de los posteriores snack bar de estilo americano, que incorporan una oferta de bocadillos calientes y fríos. Todos estos estilos de establecimientos se funden con el bar donde hacia el 1964 se empieza a ofrecer el plato del día o el menú, obligatoriamente, por decreto del Ministro de Información y Turismo del régimen franquista, Manuel Fraga Iribarne.

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Incluso, una cafetería también puede ser un bar. Esta hibridación de establecimientos hoteleros se explica por una voluntad generosa de ofrecerlo todo, tanto como se pueda, en horarios y en oferta, y a precios módicos. Al Cafè Le Bistrot (Pujada de Sant Domènec, 4, Girona), abierto desde 1978 en la Subida de Sant Domènec, se respira aquel aire afrancesado de los antiguos cafés modernistas allí donde se para la vista, sea en el suelo hidráulico, la barra de mármol o los amplios arcos que distribuyen la sala. “Cocina, arte y cultura” es su lema, y es bien cierto que su galta amb seques es todo un poema.

En el Cafè Le Bistrot, que abrió en 1978 en la Pujada de Sant Domènec, en la ciudad de Girona, se respira aquel aire afrancesado de los antiguos cafés modernistas

En el Cafè Le Bistrot, que abrió en 1978 en la Pujada de Sant Domènec, en Girona, se respira aquel aire afrancesado de los antiguos cafés modernistas

Otras fuentes

Un bar, en Catalunya, es siempre más que un bar porque aparte de tomar y picar alguna cosa, puedes volver al trabajo o a casa con un menú dentro, satisfecho, por pocos calers. En el toldo azul del Rincón Sevillano (Calderón de la Barca, 129, Barcelona) luce el lema “Desde 1978 dando bien de comer”, y no es ninguna trampa ni exageración decir que aquí, a kilómetros del mar, en la cima del Carmel, hay una de las mejores paellas de menú del día de la ciudad. Mesitas próximas, saludos efusivos, jaleo, rapidez, eficiencia y saber hacer hacen de este bar histórico una experiencia por la cual vale la pena el viaje.

Y a menudo el viaje nos lleva al medio del nada. Allí donde menos se lo espera, aparece un bar que es una joya, como el Tosca, justo en medio del Polígono industrial El Segre (Fusta, 26, Lleida). Un tendido de manteles de papel sobre mesas de madera, monos fluorescentes y americanas de los trabajadores de la zona auguran que aquí hay para todo el mundo, y que repiten. Brasa, porque en tierras leridanas no puede faltar, y cocina casera, sea para desayunar, para comer de menú o en uno de sus abundantes platos combinados, con un buen par de huevos fritos y patatas rubias.

El Bar Cortijo (Rebolledo, 27, Tarragona) es parada obligatoria en el Serralló para los amantes del desayuno, pero también del vino, ya que aparte de los guisos, las migas y las tortillas que pueblan la barra como el belén más sabroso, tienen una buena oferta de vino natural. Luis y Santi, en este antiguo prostíbulo oscuro han sabido preservar la idea platónica de bar y todavía le han dado una vuelta.

Ca la Trini es uno de esos bares con una legión de fans, por los pies de cerdo o los riñones que ahora tanto cuesta encontrar

Ca la Trini (Santa Coloma, 73, Girona) es también uno de aquellos bares con una legión de fans. Por los pies y las carrilleras de cerdo, por los riñones que ya no se encuentran en casi ningún lugar, por el rabo de buey meloso, por los callos, por la siempre bienvenida ternera con setas. En el edificio del Mas Xirgu, que fecha de 1091, la chimenea echa un humo delicioso de la brasa que guía el hambre hasta su puerta.

Hay unos 120 bares de estas características en Barcelona, unos 30 en Tarragona, unos 25 en Lleida y unos 15 en Girona. La lista podría parecer larga, pero las pizzerías, los brunchs y los ramen superan con creces el número de bares de toda la vida, que se acorta de lustro en lustro. De hecho, podemos decir que hoy, los bares con alma, están en peligro de extinción. Están perdiendo la partida ante otras tendencias gastronómicas, como el brunch, que ha pasado la mano por la cara al esmorzar de forquilla que justo empieza a reavivar gracias a iniciativas como el Esmorzapp y una serie de apasionados que los visitan con frecuencia.

No solo son las modas extranjeras en las que nos abrevamos sedientos, olvidando que la jarra está llena en casa: también las presiones inmobiliarias hacen subir los alquileres hasta límites insostenibles, y acaban por echar bares emblemáticos de nuestras ciudades. Para colmo, los horarios del bar de siempre ya no son los que los trabajadores de la hostelería quieren para sus vidas. La falta de relevo generacional dentro de las propias familias propietarias y las ideas transformadoras de los nuevos tenedores que cambian la idea del bar son otro de los riesgos que enfrentan los bares con alma. Tenemos suerte, aquí, de la comunidad china, que ha cogido traspasos de locales de siempre y, en muchos casos, ha sabido mantener el alma, el aspecto y las recetas. La peor amenaza, la que hace jaque mate, siempre será el desinterés nacional por la propia historia, cultura y tradición.

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