El regreso con fuerza del fascismo a través de las autopistas de la desinformación evidencia que el siglo XXI es la continuación del XX por otros medios. También el comunismo chino ha encontrado en las últimas tecnologías formas de actualizarse y fortalecerse para seguir insistiendo. Al fin, la historia no llegó a ningún fin. Se impuso la superestructura única del capitalismo, al que las redes sociales y la inteligencia artificial le han dado un exoesqueleto de titanio, a prueba de bombas, es decir, de utopías.

El presidente Donald Trump saluda su homólogo ruso Vladimir Putin en un encuentro que mantuvieron en julio de 2018
Y sin embargo ahí están las artes, negociando precariamente –como han hecho siempre– con el capital, tratando de limar –para eso existen las que importan– las armaduras semióticas del poder. Mientras Donald Trump, Vladimir Putin, Benjamin Netanhayu o Xi Jinping, todos ellos hombres nacidos poco después de la segunda guerra mundial, se obstinan en defender con violencia el antropocentrismo más nacionalista y excluyente, la literatura y el pensamiento, las pantallas y las artes visuales y conceptuales, todas las formas de la cultura clásica y expandida de este cambio de época han pasado de hablar sobre lo humano y lo divino a hacerlo, sobre todo, sobre lo humano y lo no humano.
Son muchos los colectivos de artistas que intentan representar nuestros vínculos con la naturaleza
En El último abrazo (Tusquets), el primatólogo Frans de Waal afirma: “Las emociones están en todo el reino animal, desde los peces hasta las aves y los insectos, e incluso los moluscos de cerebro grande como los pulpos”. Nuestros vínculos empáticos con nuestras mascotas suponen una pequeña parte de la gran red de conexiones emocionales que vibran en el mundo. Y son muchos los colectivos de artistas que intentan captarlas y representarlas a través de sus herramientas: los teclados, los pinceles, las redes neuronales de aprendizaje profundo, las cámaras fotográficas, los samplers . En su mitología están los conciertos para plantas y rocas que dio el grupo argentino Reynols en los años 90. Como ha escrito Gabriela de Mola en El sonido de las plantas ( Dobrota Robota) sobre esos recitales pioneros, botánicos y minerales: “Cuando escuchamos profundamente, los límites de lo que somos desaparecen y los esquemas anquilosados de lo que se supone que significa ser humano empiezan a diluirse” gracias a que “podemos comunicarnos con seres impensados y crear un lenguaje en común”.
Pese al éxito de documentales como Lo que el pulpo me enseñó (Netflix), ese tránsito hacia una forma amplificada de ver la vida es minoritario. La gran mayoría sigue anclada en lo humano que se cree divino, que ignora o cuestiona el cambio climático, que hace crecer el tecnofascismo con sus hábitos y con sus votos. Pero, como nos recuerda Han Kang en Imposible decir adiós (Random House), una novela que empieza con el posible rescate de una cotorra y termina en un archivo de horrores políticos, todas las esferas de la existencia están conectadas. Por eso no dejan de multiplicarse los incendios.