Jusepe de Ribera, conocido en Italia como Lo Spagnoletto –“el pequeño español”–, había nacido en Xàtiva y conquistaría pronto fama y nombradía en Nápoles, deslumbrado por el radicalismo cromático, expresivo y gestual de Caravaggio. Las obras primeras de Ribera son abiertamente tenebristas. De las tinieblas a la luz es el título acertado de la cuidada retrospectiva que dedica a su obra el Petit Palais de París, un acontecimiento artístico por su densidad plástica y la energía de las obras que jalonan la desconcertante evolución creativa del pintor. Curiosamente, por debajo de los mártires ensangrentados y la oscura iconografía de Ribera, se revela un sutil y velado sentimiento de humanidad que atempera el festín de violencia y da vida al paisaje en lejanía.
Distanciado del ídolo italiano Caravaggio, asimiló, sin embargo, su grandiosidad compositiva y la originalidad en la expresión de los personajes y los modelos. Ribera rinde en sus cuadros un homenaje radical a la dignidad humana en figuras y motivos narrativos, lo que viene a demostrar la entraña humanista y cercana del realismo hispano redefinido en Italia, que caracteriza desde su inicio la obra del artista: un universo de pobreza y marginación colorea la tensa realidad de la escena pública del momento, sin descuidar los intensos cuadros religiosos que marcaron época.
El Petit Palais de París dedica una muestra impecable a José de Ribera
En 1616, ya instalado Ribera en Nápoles, territorio de la Corona española y protegido además por la sombra tutelar del virrey Osuna, la obra del pintor se orienta hacia una marcada tendencia religiosa nada extrema que visualiza al claroscuro con inesperadas urgencias espirituales: San Jerónimo y el ánge l (1616) es una pintura indiciaria que comparte espacio con señalados caprichos figurativos de condición, podríamos decir, lúdica y festiva. Mujer barbuda , de 1631, es una ironía certera, casi posmoderna.
La pintura de Ribera alardea ahora de una versatilidad y de un virtuosismo descriptivo que lo sitúan en la cima de la expresividad barroca que sobrenada la representación quebradiza de los modelos. Apolo y Marsias (1637) es el ejemplo rotundo al conjugar crueldad y voluptuosidad. Nápoles y Venecia, para entendernos, en entonación cegadora de luces y colores que se sobreponen al tenebrismo temático de las imágenes tempranas. Quisiera detenerme en este cuadro – Apolo y Marsias – que parece subvertir la paleta del pintor valenciano. La Metamorfosis de Ovidio interpretada con elocuente voluntad dramática que lleva al artista a extremos inverosímiles en la deformación figurativa. Apolo, dulce músico, devorado por el orgullo, contempla despiadadamente el despellejamiento en vivo de Marsias, que todavía trastorna al espectador contemporáneo más entero.
Apolo, dulce músico devorado por el orgullo, contempla despiadadamente el despellejamiento en vivo de Marsias
El contrapunto entre los personajes es estridente, un Apolo, modelo ideal de la belleza clásica, con una sonrisa malévola, y, a sus pies, la figura descompuesta, rota, el grito salvaje de Marsias, sometido a un dolor sobrehumano. Una lección, insisto, de benevolencia inusual en la pintura narrativa del momento. Una escena poderosa, sin duda, de la potencia del arte para alterar el tópico narrativo e intervenir en la presunta e ilusoria veracidad de la vida vivida, perdón por la trivial redundancia. Un cuadro impresionante, sencillamente.

Apolo y Marsias (1637), de José de Ribera
ٱóٴ (1630), otra obra detonante en escena, es la figura probablemente más antigua de la serie de filósofos harapientos, que descubrió la vertiente piadosa del pintor, realizada por encargo del virrey de Nápoles, don Fernando de Ribera y Enríquez, duque de Alcalá, y padre del patriarca san Juan de Ribera, primer coleccionista del tardorenacimiento valenciano. Obsesionado el pintor con la representación humana genuina, pero muy consciente de los riesgos de la repetición de personajes idealizados y desconcertado, seguro, por la hiriente realidad de los modelos a su alcance: retratos frontales o de medio cuerpo que perfilan al detalle los rasgos faciales que una críptica y disimulada sonrisa convierte en secreto desafío. El cuadro representa a un inesperado sabio sonriente. Enigmático reto para el visitante, convertido en intérprete. ٱóٴ de Abdera fue el filósofo de la risa en su tiempo que la consideró como un estado natural del hombre libre. Retrato, además, que ha sido garantizado por los historiadores del arte más notables como una inspiración fehaciente de Los borrachos ܱñDz.
Ribera posee una palpable dimensión teatral que actualiza su obra y podría convertirlo en el predecesor magnético de Francisco de Goya
A partir de 1635, Ribera recupera por sorpresa el paisaje –lo reinterpreta, mejor– y vuelve a los fondos claros – Magdalena penitente (1941) del Museo del Louvre es el caso diáfano– y el artista se transfigura en un excelente retratista de las individualidades que descubren los cuerpos en su compleja e ilusoria presencia.
En la muestra impecable de Ribera en el Petit Palais de París, se matiza el realismo crudo, acaso cruel, recurriendo a modelos vivos y pasando por alto la iconografía normativa, diríamos. Son retratos en frontalidad, dialogantes, que siguen y respetan la lección caravaggista y atienden a los claroscuros y a los ángulos muertos que convierten la caravana vergonzante de personajes secundarios en modelos humanos de primera magnitud. La crítica ha subrayado que el tenebrismo de Ribera asfixia la obra temprana, cierto. Sin embargo, la luz, la claridad y el color denotan una variedad de influencias privilegiadas con Miguel Ángel y Tiziano como maestros de eterna memoria. A la zaga de Caravaggio, Ribera posee una palpable dimensión teatral que actualiza su obra y podría convertirlo en el predecesor magnético de Francisco de Goya.