El dominico francés Andrés de Longjumeau partió a la corte del kan en 1249 con la misión de negociar la alianza del Imperio mongol contra los musulmanes de Siria. Dos años después, describió a su rey, Luis IX, los pormenores de su aventura y le refirió las disputas que, unas décadas atrás, había mantenido Gengis Kan con el rey cristiano Preste Juan.
Marco Polo profundizó en ese enfrentamiento en el Libro de las Maravillas del Mundo, donde el Preste Juan asumía los rasgos del señor feudal de los tártaros Unc Can. No obstante, otros autores variaron las coordenadas geográficas y temporales del personaje, que durante la Edad Media pareció dotado del don de la ubicuidad.
Así, hasta que empezó a agotarse el mito allá por el siglo XVI, este legendario soberano reinó también sobre Etiopía y la India, confusión geográfica que se remonta a Herodoto y que, para el profesor Grant Parker, tendría que ver con la conexión de ambos países con el océano Índico.
Siempre, eso sí, con identidades mudables, que se adaptaban a las necesidades o los caprichos de sus hacedores, fueran estos el misionero Giovanni da Pian del Carpine o el fraile franciscano Rubruquis, Odorico de Pordenone o Pero Tafur.

El Preste Juan como emperador de Etiopía, entronizado sobre un mapa del África oriental en un atlas para la reina María I de Inglaterra
En este sentido, algunos especialistas lo han relacionado con el príncipe protomongol Yelü Dashi, héroe de la batalla de Qatwān (1141), que puso contra las cuerdas al Imperio selyúcida del sultán Mu‘izz al-dīn Sanjar; pero también con el monarca de Etiopía, según la hipótesis africana del historiador rumano Constantin Marinescu; o, de acuerdo con el filólogo italiano Leonardo Olschki, con una simple alegoría que no cabría emplazar en ningún mapa físico.
Historia de dos ciudades
Porque, más allá de esos poco verosímiles relatos, el Preste Juan fue un símbolo. Un símbolo del poder de Dios y la universalidad de la Iglesia en un clima marcado por las guerras en Tierra Santa. Su primera mención data de 1145, en el libro VII de la Chronica sive historia de duabus civitatibus (“Crónica o historia de las dos ciudades”), obra del obispo alemán Otón de Frisinga.
En sus notas, Otón cede la palabra al obispo Hugo de Gabala, quien, en Roma, narra que el “rex et sacerdos” Juan había combatido a los samiardos, dos reyes hermanos que gobernaban sobre persas y medos. Tras conquistar su capital, Ecbatana, el presbítero (pues no otra cosa significa “preste”) Juan quiso ayudar a la Iglesia de Jerusalén, pero la falta de medios lo obligó a volver a su tierra.
Aquel adalid de la cristiandad, que, según Otón de Frisinga, vivía en algún lugar indeterminado del Lejano Oriente, más allá de Persia y Armenia, y simpatizaba con el nestorianismo –consistente en la creencia en un Cristo humano y otro divino–, hizo acto de presencia solo un año después de que el primer Estado fundado por los cruzados, Edesa, cayera en manos de los turcos. De este modo, su arrojo podría entenderse casi como una arenga militar, mientras el papa Eugenio III sopesaba la idea de lanzar una segunda cruzada, que, en efecto, comenzó en 1147.
De puño y letra
A falta de retratos, la incredulidad popular se suspendió con elementos tangibles como sus propias palabras. No en vano, conservamos un texto que, con el título Epistola presbiteri Johannis, pretende haber sido escrito por nuestro protagonista entre los años 1150 y 1160, o un poco más tarde, y dirigido a dos emperadores: el bizantino Manuel Comneno y el occidental Federico I Barbarroja.

Barbarroja y sus hijos
En esa carta, más tarde ampliada por otros copistas, su falsario autor, claramente occidental, se presentaba como “señor de los señores”, con mando sobre las tres Indias –en una de las cuales se hallaba el cuerpo del apóstol Tomás, a quien se atribuía la evangelización de Oriente– y sobre 72 reyes tributarios.
La exposición de sus riquezas era inagotable: una fauna en la que no faltaban varios elefantes ni el ave fénix, una tierra en la que fluía la miel y abundaba la leche, un río, el Indo, cargado de piedras preciosas, una hierba mágica que ahuyentaba al diablo, un mar de arena o un espejo milagroso custodiado por doce mil soldados en el que el Preste vigilaba la menor incidencia dentro de las fronteras de su imperio.
La pobreza no se concebía en sus dominios, ni el adulterio, ni la mentira. Impecable gobernante e implacable guerrero, el Preste Juan comparecía en el campo de batalla con trece cruces grandes de oro, y nunca faltaba a su cita anual en Babilonia para rendir pleitesía al profeta Daniel en su tumba. Como ha analizado el profesor Tomás González Rolán, “la carta muestra cómo puede hacerse realidad un ejemplo ideal de gobierno cristiano”.
La difusión de esa epístola fue desmesurada. Todavía en el siglo XVI, El libro del infante don Pedro de Portugal (1515) recuperaba su fantástico contenido tras cristalizar un supuesto encuentro de don Pedro y sus compañeros con el Preste Juan, “rey mayor de los christianos”, quien los recibía, cómo no, en un salón con techo de racimos de oro, suelo de piedras preciosas y una mesa toda de diamantes.
Genealogía de un misterio
El obispo Otón de Frisinga aportó otro dato capital a la biografía del Preste Juan: su ascendencia se remontaría a la de “aquellos de quienes se menciona en el Evangelio que son magos”. Así, al igual que habían hecho sus antecesores cuando fueron a adorar a Cristo en la cuna, él planeó viajar a Tierra Santa, si bien, como hemos visto, finalmente no pudo cumplir su sueño.
Dentro del mito del Preste Juan, ese vínculo no dejaba de tener sentido, puesto que, según la tradición, los magos bíblicos provenían de diversos puntos de Oriente: Baltasar, de Arabia; Melchor, de Persia; y Gaspar, de la India (aunque ni sus nombres ni su número se precisaran en los evangelios).

El «Preste Juan de las Indias» entronizado sobre un mapa del África oriental
A finales del siglo XV, la Crónica abreviada de España, conocida como La Valeriana, fijaba que las tres Indias estaban gobernadas, respectivamente, por los reyes Melchor, Baltasar y Gaspar. Según su autor, mosén Diego de Valera, estos habían sido “consagrados en arzobispos por la mano del bienaventurado apóstol santo Tomás, después del martirio suyo”.
Como estos reyes murieran sin descendencia, “eligieron otro muy noble y virtuoso varón que en lo temporal los rigiese y gobernase y fuese soberano de todos y non tuviese nombre de rey ni de emperador, mas se llamase Preste Juan, Señor de las Indias”.
El cuento de Diego de Valera no era original, sino que se inspiraba en una obra del carmelita Juan de Hildesheim, quien, en el siglo XIV, recopiló y refundió diversas leyendas que circulaban sobre los Reyes Magos en los evangelios apócrifos y las tradiciones orientales, dando una pátina de validez a la genealogía bíblica propuesta por Otón de Frisinga.
Una marioneta del emperador
Como sabemos, las reliquias de los Reyes Magos se custodian hoy en la catedral de Colonia, tras el saqueo llevado a cabo por el emperador Federico Barbarroja en la ciudad de Milán (1164), en cuya diócesis se hallaban desde el siglo IV. Pues bien: Otón de Frisinga, el “padre literario” del Preste Juan, era el tío de Federico Barbarroja.

Arqueta gótica con las supuestas reliquias de los Reyes Magos, en la catedral de Colonia
¿Fue casualidad que la carta apócrifa del presbítero viera la luz por aquel entonces? Evidentemente, no. Tal como afirma Carlos de Ayala Martínez en El Preste Juan: el “otro” cristiano en la frontera del mito (siglos XII-XIII), “es fácil apreciar una clara voluntad política de vincular este relato fantástico y su mesianismo implícito con el programa imperial germánico, y esa voluntad comportaba, en definitiva, el deseo de asociar la figura del Preste Juan, su aval –no olvidemos que durante siglos se asumió su historicidad–, con el propio Federico Barbarroja”.
Si, tal como parece, la carta del Preste Juan salió de la corte de ese emperador, responsable de un cisma que rompió la Iglesia en dos, no cabe duda de que el papa Alejandro III, cuando tuvo a bien responder a la misiva varios años después, en 1177, tras humillar a su rival en la batalla de Legnano, pensara en él antes que en el quimérico soberano de las tres Indias. No obstante, guardó las apariencias por seguir con el juego: “Ilustre y magnífico rey de las Indias”, le escribió, antes de subrayar su exclusiva responsabilidad sobre la Iglesia universal frente a cualquier desviación.
En manos de reyes y papas, el fantasma del Preste Juan “sirvió” a distintos amos a lo largo del Medievo. Ante una batalla o asedio trascendental, como el que tuvo lugar en Damieta en el año 1218, la Iglesia invocaba a ese enigmático rey cristiano procedente de Oriente para elevar la moral de los cruzados. En ocasiones, los textos se referían a un descendiente suyo llamado David, un cristiano nestoriano “ejecutor de la venganza divina, el martillo de Asia”, tan valiente y entregado a la causa como su predecesor.
La era de los descubrimientos renovó el interés por la búsqueda de su reino, pero todas las pesquisas fueron en vano, y las credenciales de los exploradores dirigidas a su persona amarillearon en sus bolsillos. A la postre, solo la imaginación le dio alcance, como en el poema de Jorge Luis Borges El Oriente: “Sé de ríos de arena y peces de oro / que rige el Preste Juan en las regiones / ulteriores al Ganges y a la Aurora”.