Hace casi 850 años, Saladino (o Salah Ah-Din, como se le conoce en el mundo musulmán), sultán de Siria y Egipto, estaba decidido a acabar con el reino cristiano de Jerusalén. Su fama como gran líder militar y político parecía augurar una victoria rápida, y más con un rival como Balduino IV, un joven de 16 años conocido como “el rey leproso”, por la enfermedad que padecía desde niño.
En 1117, hacía tres años que Balduino IV había heredado la corona de un asediado reino de Jerusalén, fundado en 1099, durante la primera cruzada. Saladino era la gran amenaza exterior que estaba unificando a los musulmanes bajo una misma bandera para acabar con los estados cristianos de Oriente Próximo. Pero, de puertas para dentro, el estado cristiano vivía una sucesión de luchas internas.
Un rey leproso e inexperto no parecía el mejor para afrontar esta situación, pero Balduino IV muy pronto demostraría que, si su cuerpo era débil, no lo era su carácter. Al poco de subir al trono, empezó a buscar alianzas con la nobleza europea que le pudieran proporcionar tropas para defender al estado cruzado.
En agosto de 1177, Felipe I, conde de Flandes, acudió a Tierra Santa imbuido del espíritu cruzado. A primera vista, parecía confirmar la política de Balduino IV, ya que aportaba un buen número de caballeros y tropas. Con tan poderoso aliado y con Saladino en horas bajas por una sequía en Egipto y unas revueltas en Siria, los nobles locales comenzaron a planear una invasión de Egipto que también contaría con el apoyo de la flota del Imperio bizantino.

Unción de Balduino IV, miniatura de Jean Colombe en 'Passages d'outremer', 1474
Pero la sintonía entre las facciones cristianas duró poco tiempo. Varios nobles jerosolimitanos se enemistaron con Felipe I al ver que se aliaba con el grupo encabezado por el conde de Trípoli (en el actual Líbano), Raimundo III, que, en lugar de ir a Egipto, prefería atacar Siria. También hubo desavenencias con los bizantinos por ver quién controlaría el país del Nilo en caso de conquistarlo.
Los espías de Saladino le habían informado de las intenciones cristianas sobre Egipto, y el sultán había movilizado a sus tropas para rechazar la invasión. Cuando también le desvelaron las disputas entre sus enemigos, decidió aprovechar la situación y ser él quien lanzara el ataque.
El momento para Saladino llegó cuando las fuerzas de Raimundo de Trípoli y Felipe de Flandes marcharon hacia Siria. El líder musulmán avanzó con las suyas desde Egipto el 18 de noviembre de 1177. Una parte de su ejército asedió el castillo de los templarios en Gaza, mientras que el grueso de las tropas del sultán continuó adentrándose en el reino de Jerusalén.
Saladino amenaza Jerusalén
Cuando Balduino IV recibió la noticia de los saqueos de las milicias del sultán, decidió salir a su encuentro de inmediato. El problema era que Raimundo y Felipe se habían llevado a los mejores caballeros (incluyendo a los de la otra gran orden militar, la del Hospital) para su incursión en Siria. Pero el rey leproso dio una muestra de determinación y logró reunir a 375 caballeros y unos 3.000 infantes.
Otro acicate para la moral de las tropas fue la presencia de la Vera Cruz acompañando al ejército. Era la reliquia más venerada por los cristianos, que la consideraban un fragmento de la mismísima cruz en que Jesús había muerto. Según la tradición, fue descubierta por Helena, madre del emperador Constantino, en el año 325 y los cruzados la habían recuperado en 1099 al conquistar Jerusalén.

Coronación de Balduino IV en Estoire d'Eracles, por su tutor Guillermo de Tiro, 1310-1325. Miniatura del taller del Maestro de Fauvel
A pesar de los esfuerzos del rey de Jerusalén, sus tropas eran superadas en número por las de Saladino. La principal baza de Balduino era la experiencia de algunos de sus comandantes, como Reinaldo de Chatillon, uno de los líderes de la facción más belicosa de la nobleza del estado cruzado, quien ardía en deseos de venganza después de pasar 17 años en una mazmorra en Alepo.
Balduino también tenía sus espías, lo que le permitió adelantarse a Saladino y esperarlo en el estratégico puerto de Ascalón, al sur del reino de Jerusalén. Cuando llegó, el gobernante de Egipto y Siria no se dejó sorprender por las fuerzas cristianas, sino todo lo contrario. Al cerciorarse de los pocos efectivos de sus enemigos, el sultán decidió seguir con el saqueo del territorio y meditó ocupar Jerusalén.
Pese a su manifiesta inferioridad numérica, el rey leproso no estaba dispuesto a dejar que sus súbditos sufrieran los pillajes de las tropas de Saladino. Balduino no podía esperar a la llegada de Felipe de Flandes y Raimundo de Trípoli, enfrascados en una campaña incierta en Siria, y necesitaba refuerzos para aliviar su escasez de efectivos.
El rey de Jerusalén envió un mensaje a Gaza pidiéndole al maestre templario, Odón de Saint-Amand, que rompiera el asedio y se reuniera con él. En una audaz acción, 80 caballeros del Temple lograron burlar el cerco enemigo y acudieron al encuentro del rey de Jerusalén. No era una fuerza muy numerosa, pero los monjes guerreros constituían combatientes muy disciplinados que podían resultar decisivos.

Tropas de Saladino, manuscrito franco, 1337
Balduino tenía claro que la clave sería sorprender a Saladino. A favor de los cristianos jugaba la excesiva confianza con la que estaban actuando el sultán y sus tropas, que creían haber intimidado tanto a los jerosolimitanos que no se atreverían a abandonar la seguridad de las murallas de Ascalón. La presunción de los musulmanes era tal que no habían dejado ninguna fuerza controlando a sus enemigos en el puerto.
Con el apoyo de los templarios, el rey de Jerusalén partió de Ascalón y se dirigió hacia el castillo de Ibelin (en el centro del actual Israel). Allí estableció una base temporal y, al amanecer del 25 de noviembre, Balduino fue informado de que se había encontrado una gran fuerza musulmana cerca de Ramla, en una colina conocida como Montgisard.
Las tropas de Saladino no marchaban en formación de batalla, sino en grupos dispersos en dirección a Jerusalén. Reinaldo de Chatillon aconsejó a Balduino atacar rápido con una carga de caballería –la principal virtud de las fuerzas cristianas–, y el rey aceptó la sugerencia del noble.
Las crónicas posteriores hablarían de un ejército de 26.000 hombres a las órdenes de Saladino, pero los historiadores actuales calibran este contingente en un total de 6.000 jinetes ligeros y unos 2.600 de caballería pesada. Pese a esta reducción, las fuerzas del sultán seguían triplicando a las del rey leproso.

Ilustración de Saladino por Ismail al-Jazari (antes de 1185)
Balduino no dudó un momento y ordenó a su ejército prepararse para la batalla. El rey tenía claro que la clave sería sorprender a un confiado Saladino; después de la batalla, el sultán reconocería que este había sido su principal error.
Pese a haber logrado el factor sorpresa, el monarca de Jerusalén advirtió que sus soldados y alguno de sus nobles estaban un tanto inseguros. No solo por la clara superioridad numérica del enemigo, sino porque también recordaban que los ejércitos musulmanes habían derrotado a los cruzados en varias ocasiones en el pasado reciente.
El rey sabía que necesitaba motivar a sus hombres, así que se arrodilló para rezar ante la Vera Cruz y, entre lágrimas al acabar la oración, lanzó una arenga a los caballeros y soldados allí presentes, que quedaron impresionados por la puesta en escena de su monarca. El arzobispo Guillermo de Tiro, quien había sido tutor de Balduino, recordó que, después de sus palabras, las tropas “avanzaron en formación de batalla, ansiosas de ir al encuentro del enemigo”.
La batalla comenzó con una impetuosa carga de la caballería cristiana que sorprendió por completo a sus rivales. Balduino no la lideró, su estado físico no se lo permitía. Cuando los musulmanes aún no se habían recuperado de esta primera embestida, recibieron la de la infantería jerosolimitana, un momento en el que destacó el ataque de los ballesteros y los lanceros.

Representación del siglo XIII de Balduino derribando a un enemigo en la batalla de Montgisard
Saladino trató de reorganizar sus fuerzas, pero estas habían entrado en pánico ante el feroz embate de sus enemigos y comenzaron a retirarse sin orden. Una huida caótica era garantía de una masacre en una batalla medieval, así que el sultán ordenó a los 1.000 hombres de la guardia mameluca que cubrieran la retirada.
Los mamelucos lograron contener a los cruzados en un combate muy duro y prácticamente serían aniquilados al final de la batalla, pero brindaron un tiempo vital para que Saladino pudiera escapar. Con todo el ejército musulmán en desbandada, los cristianos persiguieron a sus enemigos hasta el anochecer para acabar de hostigar a los invasores del reino de Jerusalén.
Los cristianos habían conseguido una gran victoria, aunque el precio había sido alto: 1.100 muertos y 750 heridos. El número de bajas musulmanas no se conoce con exactitud. Las crónicas de la época dicen que Saladino perdió a casi todo su ejército. Balduino, con solo 16 años, había obtenido un importante triunfo frente al sultán.
Durante casi una década, Balduino y Saladino protagonizarían un duelo por el control del reino de Jerusalén, aunque la principal erosión para el bando cristiano vendría por las disputas internas.

Representación de Saladino en un manuscrito del siglo XV
La pugna entre facciones de la nobleza fue debilitando al reino cristiano. El liderazgo de Balduino mantuvo estas tensiones a raya, pero se desataron a su muerte en 1185. Dos años más tarde, Saladino aplastó a los cristianos en la batalla de Hattin, y poco después conquistó Jerusalén, provocando el inicio de la tercera cruzada (1189-1192).