Cazar es una actividad que la humanidad ha realizado desde sus inicios. Durante la Antigüedad, perseguir y abatir a un gran animal era algo digno de los máximos dirigentes, mientras que las clases populares debían conformarse con piezas más pequeñas. Pero fue en el Medievo cuando la vinculación entre la cinegética y las clases altas se consagró.
La caza era un signo de distinción, porque los nobles disponían de tiempo, terrenos y medios para organizar la persecución de grandes presas. Campesinos y monjes se resignaban a los animales más pequeños, como aves o liebres, para completar su dieta, y no podían cazar en los cotos reservados a los grandes señores.
Esa alta consideración social también venía dada porque la caza era vista como el entrenamiento de los aristócratas para la guerra. En esas batidas, los nobles tenían su primer contacto con las armas cuando eran niños. Perseguir a los animales era parte del inicio de su formación como caballeros. Para los aristócratas adultos, se trataba de una excelente manera de mantenerse en forma.
Todos los reinos
Pero las grandes partidas de caza –o monterías– no estaban integradas únicamente por nobles. Eran un reflejo de la sociedad medieval, donde cada persona tenía un rol asignado. Así, los grandes señores iban siempre acompañados por un nutrido séquito de cuidadores de caballos y perros, expertos en cetrería, rastreadores…
Esta concepción de la caza como actividad nobiliaria se fue conformando en los diversos reinos europeos, pero las dinastías francas carolingia y merovingia marcaron los patrones. El propio Carlomagno concibió las partidas como una manera de estrechar lazos con sus aristócratas y para demostrar la fortaleza física de un monarca.

Ilustración medieval que muestra una escena de caza del ciervo
En Inglaterra, la vinculación entre aristocracia y cacería se produjo con la llegada de los normandos, a partir de 1066. Por su parte, en los reinos cristianos de la península ibérica, la influencia árabe se dejó ver, particularmente, en la práctica de la cetrería, otra variante cinegética muy apreciada por la nobleza.
El “arte” de perseguir a una presa
La forma de montería más acorde con los ideales caballerescos era la cacería por acoso (par force). En ella, el noble y su séquito acechaban a la presa a caballo y con perros hasta agotarla. Todo comenzaba cuando los rastreadores detectaban la presencia de un animal, momento en que la partida iniciaba la persecución, que, normalmente, corría a cargo de la jauría que acompañaba a los nobles.
El objetivo de los perros era cansar al animal hasta que no pudiera escapar. Entonces, los cuidadores de la jauría apartaban a los canes para que no dañaran a la presa. A continuación, el protocolo marcaba que el noble de mayor rango rematara al objetivo con su espada o lanza, aunque, por cortesía, podía ceder el privilegio a alguno de los aristócratas presentes.
El uso del arcoy la ballesta no era muy estimado por los nobles, ya que consideraban que matar a distancia poco tenía que ver con el valor que se le presuponía a un caballero. No obstante, era un método más práctico para abatir a una presa en un terreno despejado, donde esta podía huir con facilidad, o bien para atacar a un grupo de animales.
Todo ese proceso, con el desarrollo de tácticas para perseguir a la presa, incluso cuando se llegaba al enfrentamiento final –en especial, si era contra un animal que podía defenderse, como un oso o un jabalí–, servía a los caballeros medievales para mantenerse en forma durante los períodos de paz.
Negro sobre blanco
Una muestra de su importancia para la nobleza fue la gran cantidad de tratados sobre el tema publicados durante la Edad Media. Alfonso XI de Castilla (1311-1350), por ejemplo, escribió el Libro de la montería, donde detallaba cómo llevar a cabo esta práctica en los bosques y montes de sus dominios, aprovechando su abundante fauna.
El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico II (1194-1250) publicó De arte venandi cum avibus (Sobre el arte de cazar con pájaros), que se centraba en las técnicas de cetrería. En la Corona de Aragón, Pere el Cerimoniós (1319-1387) reguló la organización del personal dedicado al cuidado de las aves rapaces en sus Ordenacions. Precisamente, su hijo y sucesor, Joan I (1350-1396), fue conocido como el Cazador por sus aficiones cinegéticas y murió de un ataque al corazón durante una batida.

Federico II con su halcón de cetrería, de su libro 'De arte venandi cum avibus'
La caza con aves rapaces fue otra variante de esos gustos medievales. Esta actividad cinegética fue especialmente popular en los territorios bajo dominio musulmán. La cetrería era otro signo de estatus –cuidar de halcones o gavilanes era costoso–, pero, en este caso, no se realizaba como entrenamiento militar, sino para demostrar otras virtudes que debía tener un buen gobernante, como la paciencia o el saber escoger el momento adecuado para tomar una decisión.
Los animales en la cacería
Las presas más valoradas en la Europa del Medievo eran el ciervo, el jabalí y el oso. El primero estaba vinculado a valores cristianos como la mansedumbre o la aceptación del sufrimiento, pues no solía defenderse de sus atacantes. De hecho, la tradición decía que san Eustaquio, patrón de la caza, se había convertido al cristianismo tras ver la señal de la cruz en la cornamenta de uno de esos animales.
Por esta simbología religiosa, los ciervos se consideraban un trofeo prestigioso en una cacería, aunque debían tener una buena cornamenta (un mínimo de diez puntas en sus astas) para que el cazador se llevara el mérito.
En cambio, el jabalí y el oso se vinculaban más a la preparación militar, ya que podían defenderse de sus perseguidores. Del primero se tenía una percepción ambivalente en la Edad Media. Por un lado, para los nobles era un animal vinculado a la combatividad –de ahí que también fuera frecuente en representaciones heráldicas–. En cambio, algunos sectores de la Iglesia lo asociaban con las bestias del Apocalipsis.
De este modo, el jabalí era visto como un rival perfecto para un caballero, ya que este demostraría su valía al derrotar a un siervo del maligno. Para aumentar el desafío, los nobles más audaces solían cazarlos en su época de celo, cuando eran más agresivos. Su persecución no estaba falta de peligros: los ejemplares más grandes podían matar a un hombre, un perro o un caballo.

Escena de caza en el tapiz de Bayeux
Los osos, por su fuerza, también atraían a los caballeros, incluso más que los jabalíes, ya que se consideraban el animal más grande con el que se podía combatir en Europa. Siendo una concepción enraizada en las costumbres paganas de los pueblos germánicos, la Iglesia desaprobaba su caza.
No obstante, durante buena parte de la Edad Media, matar a un oso fue un signo de prestigio guerrero entre los nobles. Por ejemplo, Godofredo de Bouillon, primer rey cristiano de Jerusalén, se granjeó parte de su fama por acabar con un plantígrado.
Más allá de la reputación
Otros animales podían ser cazados por diversos motivos. Los lobos, a veces, eran abatidos por sus pieles o en batidas para proteger el ganado. Las partidas para salvaguardar rebaños o cultivos (contra roedores, por ejemplo) podían estar integradas por campesinos que recibían autorización expresa del señor para participar en esas acciones excepcionales.
Igualmente, la caza furtiva era muy común en el Medievo. Las clases excluidas de las batidas nobiliarias buscaban conseguir piezas tanto para el consumo propio como para venderlas en el mercado ilegal. Para combatir ese fenómeno, reyes y nobles crearon el cargo de guardabosques, destinado a preservar sus preciados dominios de caza.
En lo referente a los animales que acompañaban a los cazadores, los nobles solían ir a caballo; se optaba por monturas rápidas y ágiles para maniobrar en terrenos accidentados como los bosques o los montes.
Canes y rapaces
Los perros eran los otros grandes compañeros de la caza. Cada raza cumplía con una función determinada. Por ejemplo, para rastrear a una presa en una distancia muy larga, los sabuesos eran muy apreciados por su olfato y su resistencia. En cambio, en la persecución final, solía optarse por los galgos, por su rapidez para acabar de desgastar a la víctima, aunque esa raza no era tan útil en largos recorridos o para enfrentarse a presas grandes.
Para cazar un jabalí de gran tamaño o un oso se empleaban perros más corpulentos. Los alanos y mastines eran los predilectos para esas tareas, en particular si el animal acosado intentaba defenderse.

Caza de jabalí (siglo XIV)
En la cetrería, cada rapaz solía servir para casos concretos. Si se cazaba en una zona de terreno despejado, los halcones eran muy apreciados por su ataque en picado desde grandes alturas. En cambio, los gavilanes eran los preferidos para capturar presas en los bosques, por su habilidad para esquivar obstáculos en el curso del vuelo.
La cacería se mantuvo como una actividad propia de señores y reyes hasta mucho tiempo después. Con todo, fue cambiando. A partir del siglo XVI, comenzaron a usarse las armas de fuego de manera habitual, por lo que, poco a poco, dejó de ser vista como un entrenamiento para la guerra y pasó a ser algo más propio del ocio aristocrático.