Cuando el 7 de enero de 1732 el cirujano militar Johann Flückinger desenterró el cuerpo de Arnont Paule en Medveda (Serbia), cuarenta días después de su muerte, descubrió que “estaba entero e incorrupto, y que fluía sangre fresca de sus ojos, nariz, boca y oídos”. Por todo ello, dedujo que se trataba de un auténtico vampiro.
Esto puede leerse en el informe oficial que redactó el mando militar del ejército austriaco en Belgrado cuando Flückinger acudió a la frontera turca. En compañía de otros dos cirujanos, un teniente coronel y un alférez, debía realizar la autopsia de diez cadáveres en “estado vampírico”, en la que fue la primera investigación médica de carácter estrictamente científico sobre estos muertos inquietos.
“Hasta entonces, nadie había oído hablar de algo parecido, ni siquiera en los siglos oscuros”, indica Álvaro García Marín, autor de Historias del vampiro griego (CSIC).
El sacerdote benedictino Antoine Augustin Calmet fue uno de los primeros historiadores en abordar el fenómeno. En el tratado que publicó en 1753 (Dissertations sur les apparitions des anges, des démons & des esprits, et sur les revenans et vampires de Hongrie, de Boheme, de Moravie, & de Silesie) afirmaba: “Ya pueden repasarse las historias de los hebreos, de los egipcios, de los griegos o de los latinos, que no se hallará nada que ni siquiera se le aproxime”. Es decir, seres de carne y hueso (en lugar de fantasmas) que salían y entraban con garbo a sus ataúdes para llevar el caos a pueblos, regiones y países.

Retrato de Antoine Augustin Calmet
Solamente tras el estallido vampírico de Serbia de 1732 se escribieron hasta 33 tratados en los que se informaba de sus “menús” preferidos y de su probable procedencia (los rumores señalaban que muchos eran turcos o habían vivido con los albaneses).
A comienzos del siglo XVIII, las principales diferencias entre pueblos vecinos eran las religiosas y lingüísticas. Por aquel entonces, la frontera entre el Imperio otomano y el austriaco fluctuaba constantemente, “lo que generaba poblaciones flotantes y sin arraigo”, desvela García Marín, filólogo de la Universidad de Málaga y profesor en el Programa de Estudios Helénicos de la Universidad de Columbia (Nueva York, EE. UU.).
Para este experto en estudios neogriegos, la conocida atracción que sentían los vampiros por los cuellos de sus víctimas bien pudo deberse a un malentendido. “En su informe, Flückinger recoge que, al exhumarse un cadáver, alguien observó una mancha morada bajo la oreja, lo que llevó a uno de los presentes a elucubrar que aquel debía de ser el lugar por donde el vampiro chupaba la sangre”. Cuando el informe llegó a la prensa occidental, “este rasgo, que no estaba presente en la cultura local, se convirtió en primordial, pues hasta este momento se creía que los vampiros se alimentaban a distancia de la energía vital de los vivos, por una especie de magia simpática”, añade García desde Málaga.
Un elemento perturbador
Los vampiros condicionaron la política de las naciones ilustradas durante el siglo XVIII, preocuparon a los responsables de las haciendas públicas a causa de su repercusión económica (pues, al desenterrar los cuerpos, propagaban epidemias), incentivaron la discusión científica en las universidades (especialmente en las médicas), movilizaron al Vaticano, proporcionaron material sensible a los filósofos y, sobre todo, acapararon la actualidad de los principales diarios y revistas del continente.

Estuche para cazador de vampiros (1840)
Pero ¿dónde empezó todo? Los rumores aparecidos en Serbia en 1732 “contagiaron” pronto a las zonas adyacentes hasta conformar el llamado “cinturón vampírico” (Hungría, Moravia, Moldavia, Silesia, Valaquia, Polonia…). Fue en este espacio geográfico donde el vampirismo pasó de constituir una creencia folclórica de la periferia eslava a convertirse en un mito global. Se trataba de un punto de encuentro entre lenguas, culturas y creencias, donde confluían los grandes imperios europeos con los otomanos.
Sin embargo, el kilómetro cero de la leyenda podría hallarse en el impacto que produjo en los eslavos, antes de ser cristianizados, que los cadáveres fueran enterrados en perfecto estado de revista, a diferencia de las cremaciones que realizaban hasta entonces. Ello provocó que los lugareños empezaran a sospechar que algunos muertos estaban muy vivos, dando pábulo a rumores que sugerían que, en determinadas circunstancias (por ejemplo, en el caso de los excomulgados o de quienes habían llevado una vida poco decente o digna), el diablo podía introducirse en sus cuerpos y penar en ellos.
Miguel Barnades (1708-1771), el médico de cámara de Carlos III, lo dejó bien claro en Instrucción sobre lo arriesgado que es, en ciertos casos, enterrar a las personas, sin constar su muerte por otras señales más que por las vulgares, obra publicada póstumamente en 1775.
Contra la superchería
El vampiro cumplió la función social de impedir cualquier tipo de transgresión de las normas religiosas, en un momento en que la teología monopolizaba el saber. La primera reacción del papa Benedicto XIV fue negar tajantemente la existencia de los vampiros, pues eran el reverso de la moneda de Cristo y del plan providencialista: que el demonio pudiera introducirse en un cuerpo era como admitir que existían límites a la omnipotencia de Dios, en el sentido de que era posible resucitar sin su permiso.
En De vanitate vampyrorum (1743), el papa declaraba que los vampiros constituían una superchería nacida de la ignorancia, en lo que sería la postura oficial de la Iglesia católica en lo sucesivo. Sin embargo, no ocurrió así con los sacerdotes locales que acudían siempre que eran reclamados por los lugareños a desenterrar cadáveres sospechosos para clavarles estacas en el corazón.

Retrato de Benedicto XIV
Nadie ejemplifica mejor el proceso de desautorizar la superstición como Gerard van Swieten, el médico personal de la emperatriz austriaca María Teresa, quien legisló contra la crisis vampírica de 1755 en Bohemia y ejerció de primer ministro de facto a lo largo de varias décadas, llevando a cabo reformas racionalistas que lograron restringir la influencia de la Iglesia. Su objetivo era expulsar a los vampiros para siempre de los confines del saber respetable, por lo que acusó al Consistorio Episcopal de profanar los cadáveres y no corregir la ignorancia de los aldeanos.
A partir de que Swieten toma cartas en el asunto, la consigna pasa a ser avisar a los funcionarios del Imperio cada vez que se revela la existencia de un presunto vampiro, en lugar de dejar la “solución” en manos de los religiosos que ayudaban a las pobres gentes “a cambio de cobrar un extra o de un banquete”, afirma García Marín. El título de su libro, Historias del vampiro griego, hace referencia a que, durante el siglo XVI, Grecia fue en el imaginario lo que siglos después sería Transilvania, a causa de los brucolacos, como llamaban los cristianos griegos a los espectros poseídos por demonios.
Por lo que se refiere a los monarcas, en un primer momento tendieron a creer que había realmente vampiros. Jorge II de Inglaterra estaba convencido de su existencia, e ídem de ídem Carlos VI de Austria. El propio Luis XV de Francia se interesó tan vivamente por sus colmillos que pidió a su embajador extraordinario en Viena, el duque de Richelieu, que investigara el asunto en mayor profundidad. Richelieu negó inmediatamente su veracidad, pero el rumor del interés del monarca bastó para promover la curiosidad de la alta sociedad por las noticias de este género. También en la corte alemana hubo iniciativas semejantes.
En cuanto a la medicina (uno de los brazos de la emergente ciencia racionalista), “achacaba la existencia de los vampiros al poder de la imaginación, a trastornos psiquiátricos, incluso a factores anatómicos”, resume García Marín.

'El vampiro,', de Philip Burne-Jones
También las malas condiciones higiénicas de las poblaciones locales, así como su deficiente alimentación, explicaban desde un punto de vista médico el hecho de que las tropas austriacas estacionadas en la región resultaran inmunes a un fenómeno que entre los autóctonos había desatado grandes mortandades.
En concreto, el consumo de carne en mal estado, la carencia de trigo en la dieta, la proliferación de insectos cuya picadura transmitía diversas dolencias o las condiciones climáticas adversas de los Balcanes, con noches muy frías y días calurosos, eran responsables de la aparición de fiebres contagiosas que provocaban delirios, pesadillas y trastornos de la imaginación, avivando la llama de las supersticiones que tan libremente circulaban entre los eslavos de estos territorios.
Pero se trataba de un asunto muy complejo, con implicaciones filosóficas. “Existía una corriente que reivindicaba el alma vegetativa aristotélica y que lindaba con el ocultismo”, indica Álvaro García Marín. Varias corrientes filosóficas pugnaban por explicar el vampirismo de la manera más satisfactoria.
Una de ellas tenía al frente a Voltaire, para quien los vampiros eran un “cuento de viejas” impropio del Siglo de las Luces. Según anotó el pensador francés en su Diccionario filosófico: “Entre 1730 y 1735, no se oyó hablar de otra cosa que no fueran los vampiros; los persiguieron, les arrancaron el corazón y los quemaron. Pero eran como los antiguos mártires: cuantos más quemaban, más aparecían”.

Voltaire en su despacho
Asimismo, los vampiros propiciaron enconados debates en las universidades, sobre todo en las alemanas, las más eruditas del momento. También los asiduos a los salones de las principales capitales europeas no hablaron de otra cosa hasta prácticamente el año 1760, escindiéndose entre creyentes y escépticos, aunque con clara ventaja para los primeros, ya que los aristócratas se decantaron por ser frívolos.
Conforme avanzó el siglo XVIII, los vampiros regresaron a sus tumbas, aunque no todos, como demuestra que su rastro pueda seguirse en pleno siglo XXI en Pielesti (Rumanía) o Zarožje (Serbia). En esta última localidad se rumorea que un tal Savanović sigue viviendo en un molino de agua y que mata a quien se le acerca para chuparle la sangre poco a poco…