Cuando el 9 de abril de 1865 el general confederado Robert E. Lee capituló ante el general Ulysses S. Grant en Appomattox Court House, un caserío al sur del estado de Virginia, el algodón en rama que embarcaban los confederados hacia Europa llevaba cuatro años sin hacer acto de presencia en los muelles. Ello desató una “hambruna de algodón” en las potencias textiles del momento (Gran Bretaña, Francia y, en menor medida, Catalunya), obligando a buscar fuentes alternativas de esta planta de flores amarillas con manchas encarnadas en la India, Turquía, Egipto, Malta y Brasil.
La guerra de Secesión (1861-1865), de cuyo fin se cumplen hoy 160 años, destrozó a Estados Unidos. Mientras en el Norte la mano de obra era de origen europeo, en el Sur el campo era trabajado por esclavos procedentes de África. Fue durante este periodo cuando algunos comerciantes de nuestros lares se hicieron escandalosamente ricos gracias al transporte de algodón en rama desde Charleston, Nueva Orleans o Savannah hasta el Viejo Continente. También traían del otro lado del Atlántico azúcar, cacao y tintes, y aprovechaban el viaje de ida, cuando los barcos iban vacíos, para exportar vino, aguardientes, aceite y papel al Nuevo Mundo. Su deseo era que al concluir la guerra hubiera dos países, uno al norte y otro al sur, “ya que, con trabajadores libres, el algodón subiría de precio y reduciría su margen de beneficio”, desvela Alex Sánchez, profesor de Historia Económica en la Universitat de Barcelona.
La falta de algodón motivó en poco tiempo que cientos de empresas catalanas cerraran sus puertas y el despido de unas 20.000 personas en Catalunya de las 90.000 que se estima que empleaba el sector textil algodonero. Muchas eran mujeres (cuya presencia era mayoritaria en la hilatura y, algo menos, en la estampación) y también niños.
En la segunda mitad del siglo XIX, nueve de cada diez prendas de algodón que se producían en la península se elaboraban en Catalunya. Por entonces, el mercado español estaba protegido, lo que provocó que las manufacturas de origen británico, más baratas y de mayor calidad, entraran a espuertas de contrabando por el peñón de Gibraltar.

Barcelona 1856 con el humo de las fábricas de algodón claramente visible
La estrategia que desarrolló Gran Bretaña durante su revolución industrial (y que luego imitaría Catalunya) “estaba basada en desarrollar una superindustria textil algodonera que estimulara a otras industrias, como la química (para los tintes, por ejemplo) o la metalmecánica (maquinaria)”, ilustra Sánchez. La producción tenía lugar en las nuevas fábricas mancunianas, organizadas por pisos con funciones específicas y movidas por energía inanimada. Dado que Catalunya no disponía de carbón, las fábricas se instalaron en la costa (donde el carbón llegaba a mejor precio) y en los ríos, para beneficiarse de la energía hidráulica, lo que posteriormente daría lugar a las colonias industriales.
“El 90% del algodón que llegaba al puerto de Barcelona procedía de Estados Unidos”, cuantifica Sánchez. “Su fibra se adaptaba mejor que ninguna otra a la máquina de vapor”, precisa. Además, “los confederados ofrecían muy buenas condiciones de pago y financiación”, añade.
Según Marc Prat, profesor de Historia Económica en la misma universidad, así como autor de numerosas investigaciones sobre este periodo, hacia 1850 cinco sextas partes del algodón en rama que llegaba a los muelles europeos procedía de los quince estados esclavistas de EE. UU. y, en especial, del “Cinturón Negro” de Alabama.
Si en 1860 entraron 21.207 toneladas de algodón en el puerto de Barcelona, en 1862 nada más fueron que 11.435, un 54% de antes de comenzar la guerra, cuantifica Prat citando un libro del historiador Jordi Nadal.
La historia acabaría demostrando que el Sur se equivocó, pues Gran Bretaña, en lugar de ayudar militarmente a los esclavistas para proteger los envíos de algodón, como pretendían los confederados, encontró otras fuentes alternativas de algodón en su imperio.
El mapa catalán de la industria del algodón
Antes de la guerra de Secesión, el algodón en rama se trabajaba en la misma ciudad de Barcelona. Desde 1833 la fábrica Bonaplata, de la calle Tallers de Barcelona, en el umbral de las viejas murallas, se había convertido en la primera de España en utilizar la energía inanimada, razón por la que era conocida como El Vapor.
El algodón en rama también se procesaba en municipios todavía no agregados a la capital, como Sants, Gràcia y el Poblenou (donde se ubicaban Can Saladrigas o Can Ricart, entre otras importantes factorías). Pero también en Igualada (allí estaba La Igualadina Cotonera S. A.), Vilanova i la Geltrú (la Fàbrica de la Rambla detuvo su producción los años 1864 y 1865, mientras que Amigó, Moncunill y Cía dejó de ser una fábrica textil para convertirse en una serrería mecánica, según recogió el historiador Raimon Soler en Vilanova i la Geltrú, un procés d'industrialització 1830-1913), Mataró (donde pararon por completo Arenas Hermanos y Cía, Baulenas y Cía, Bonet i Esquerra, Boada Hermanos y, parcialmente, Rafart i Roldós, que empleaba a 250 trabajadores), Manresa, Berga o Reus. Por entonces, Sabadell y Terrassa estaban más centradas en la lana.

Vista aérea de Can Ricart
La falta de algodón provocó que miles de catalanes se quedaran los lunes al sol, según puede leerse en Ocupació d’aturats per la crisis del cotó en obres publiques d’eixample a Barcelona, 1861-1865, obra de Glòria Santa-Maria Batlló.
Obras públicas contra el paro
La “hambruna de algodón” se trató en Barcelona por primera vez durante el pleno municipal del 1 de octubre de 1861, cuando se expuso la crítica situación que había provocado, asimismo, la mala cosecha de trigo de 1860 a causa de la sequía. Por entonces, dirigía el consistorio barcelonés Josep Santa-Maria i Gelbert, quien ocuparía el cargo entre 1858 y 1863.
El 2 de noviembre, el alcalde preguntó por carta al Institut Industrial de Catalunya cuántas existencias de algodón había y le contestaron que unas 20.000 balas, cantidad que solamente garantizaba disponer de materia prima durante cuatro meses.
En consideración a lo que pasaba, el Consistorio decidió emprender diversas obras públicas. Para abrir boca, se decidió allanar el futuro Passeig de Gràcia, así como acometer obras en la Riera d’en Malla (un curso de agua que nacía en la actual plaza Gal·la Placídia, donde confluían las rieras de Sant Gervasi y de Cassoles).
Solamente se admitía a obreros en paro, que debían acreditar esta condición, con la excepción de los capataces, que debían ser entendidos en la materia. El jornal era de 14 reales para los capataces y de 9 para los obreros. Al cabo de unos meses, 1.400 obreros textiles comenzaron a trabajar en diversas obras públicas, aunque su número no dejó de crecer. Fue durante este periodo cuando surgió el movimiento obrero moderno.

Fábrica con máquinas de hilar
También los habitantes de Mataró suspiraban por recibir algodón, según recoge el historiador Víctor Ligos en Quatre anys de crisi económica a Mataró. La fam de cotó 1861-1865. En vista de ello, su Ayuntamiento decidió construir una carretera hasta Granollers y encauzar varias rieras. Pero la miseria hizo que se presentaran más trabajadores de los necesarios para las obras de la carretera, lo que provocó no pocos encontronazos entre los encargados y los trabajadores no admitidos.
Unos meses después, el Consistorio hizo un llamamiento a los grandes contribuyentes para que se solidarizaran con los parados y crearan una Junta de Socorros Públicos. También la Revista Mataronesa dedicó su editorial del 24 de julio de 1864 al impacto de la guerra norteamericana en esta localidad del Maresme, donde “una cuarta parte de la población trabaja en las fábricas de algodón o en las pequeñas industrias dependientes de estas”.
Para paliar la hambruna, se crearon menjadors econòmics, comedores económicos, para que, por ejemplo, tuvieran algo que llevarse a la boca los 200 trabajadores que quedaron sin empleo en la fábrica de Can Baulenas.
Sopa contra el hambre
Sin embargo, la situación siguió empeorando: “(…) una tercera parte, al menos, del total de trabajadores empleados en estas fábricas ha abandonado la población, para ver de hallar ocupación en algún otro punto, calculándose en 1.500 hombres los que actualmente pasean por las calles consumiendo el tiempo en ociosidad involuntaria. Se cree que la semana próxima no bajarán de 2.000 los que habrán quedado despedidos ¿Se obtendrán del Gobernador algunos fondos con cargo al capitulo de carreteras y caminos vecinales...?”, se preguntaba la Revista Mataronesa.
La prensa local se hizo eco de que algunos trabajadores compartían su salario con obreros de fábricas textiles sin trabajo y que “comisiones de trabajadores de fábrica” se presentaban en los ayuntamientos solicitando algo en lo que ocuparse en vista de su estado de miseria. Fruto de ello, en febrero de 1865 el Ayuntamiento de Mataró decidió repartir raciones de sopa económica entre los parados.

Trabajadoras de una fábrica textil catalana
En la primera semana se distribuyeron 1.518 raciones, pero entre el 12 y el 28 de marzo fueron 6.484, y del 16 al 30 de abril un total de 7.746. La sopa se repartía una sola vez al día y se componía de arroz, tocino, manteca, judías secas y fideos. Pero su aporte calórico era paupérrimo: 509 kilocalorías por plato.
Algo similar aconteció en Barcelona. El incesante aumento de la mendicidad llevó al periodista Joan Mañé i Flaqué (quien acabaría dirigiendo en 1865 el Diari de Barcelona) a escribir a comienzos de 1862 diversos artículos sobre la gran cantidad de indigentes que pululaban por las calles. Para remediarlo, “surgió el Patronato de Pobres (para censar a los más necesitados), los Restaurants d’Obrers (una especie de comedores sociales) y la Junta d’Auxilis que se creó en 1865”, desvela Prat.
En 1865 la guerra de Secesión tocó a su fin. Si en 1861 las empresas textiles más afectadas fueron las de menor tamaño por su escasa mecanización y por depender de las grandes fábricas (lo que reducía su margen de beneficio), a partir de 1862 la crisis se generalizó. Sin embargo, “pese a su intensidad, buena parte de la infraestructura textil relacionada con el algodón no desapareció, como sugiere la rápida recuperación que hubo un poco después de acabar la guerra”, indica Sánchez a modo de conclusión.