La cueva de Altamira es, en expresión acuñada por el arqueólogo francés Joseph Déchelette (1862-1914), la “Capilla Sixtina del arte rupestre”. A un par de kilómetros de Santillana del Mar (Cantabria), contiene grabados y pinturas que fueron realizadas hace unos 36.500 años las más antiguas y unos 13.000 las más modernas.
Hay yacimientos de arte prehistórico que son anteriores, y también más grandes, pero ninguno como Altamira; por su excelente estado de conservación, sí, pero sobre todo por su buena factura. Contiene tanto dibujos figurativos como abstractos, y todos están hechos con una precisión y una expresividad que impactan también en nuestros días.
El primero en descubrir la gruta, que no las pinturas, fue el tejero Modesto Cubillas (1820-1881). Cubillas se lo comunicó a Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888), un rico hacendado santanderino que dedicaba las horas a su afición por el naturalismo y la prehistoria. Al principio Sautuola no le dio demasiada importancia, pues cavernas en la zona hay muchas, pero once años más tarde pululaba con su hija por aquella cueva cuando esta espetó: “¡Mira, papá, bueyes!”.
Así empezó el calvario de Sautuola, que, consciente de que lo que había descubierto era único, lo presentó a los principales arqueólogos de la época, entre ellos al insigne Émile Cartailhac (1845-1921), y todos reaccionaron con la misma incredulidad.