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¿A quién enviaremos a la guerra?

UNA NOCHE EN LA TIERRA

¿A quién enviaremos a la guerra?
Redactor jefe de Internacional

Después de décadas de pensar que la guerra era cosa del pasado, la traición de Washington obliga a los europeos a renunciar a su cultura política y económica y a buscar argumentos por si debe prepararse para librarla.

Maniobras de la OTAN en Tarragona

Maniobras de la OTAN en Tarragona

Marc Arias

Vladímir Putin es un peligro para los europeos. O al menos alguien a quien las circunstancias vitales y la historia han convertido en un hombre potencialmente peligroso.

Mucha gente no piensa así. Hay expertos que aseguran que Rusia ya tiene suficiente con digerir la campaña de Ucrania y no se puede permitir un segundo conflicto, sea con un país báltico u otro que esté dentro de la Alianza Militar Atlántica. No simpatizan con la persona, pero le aceptan el papel de víctima de la expansión de la OTAN hacia el Este y siempre entenderán mejor sus argumentos que los de los occidentales por razones de cultura política (aunque hoy, después de ver lo bien que se entiende con Donald Trump, no saben muy bien qué pensar).

La realidad, sin embargo, es que todos los capítulos en la biografía de Putin emanan peligrosidad. La formación en los servicios de seguridad, el KGB de los setenta. La experiencia de agente encubierto abandonado a su suerte en Dresde durante los meses del naufragio soviético de 1989. La habilidad para sobrevivir y escalar en el entorno frágil y corrupto de la presidencia de Borís Yeltsin, ya en los noventa. El resentimiento hacia un Occidente que venció a la Unión Soviética sin disparar un tiro. La facilidad para moverse en la guerra (Chechenia) con tal de superar los obstáculos que aparecieron en su camino hacia la presidencia...

Putin es un hombre educado en un imperio soviético hipercentralizado y en descomposición desde finales de los setenta, con caucásicos y bálticos conspirando para irse. Miembro de una generación marcada por la nostalgia del pasado y que en el 2022 se lanzó a una aventura militar arriesgada en Ucrania, pero a quien la suerte le ha traído un maravilloso regalo: Trump, un hombre que lo admira y con el que puede negociar de tú a tú y dejar a Europa como comparsa de la historia. Como en los buenos tiempos de la guerra fría.

Rusia emplea ahora métodos de guerra híbrida (sabotajes en infraestructuras, ciberataques, desestabilización política) y quiere que un pedazo importante del continente (la Europa del Este de 1989, el Occidente secuestrado de que hablaba Milan Kundera) gravite de nuevo bajo la órbita de Moscú.

En estas circunstancias, cuando el paraguas protector americano se desvanece, es razonable que Europa hable de mejorar su defensa. Y es racional que, después del shock que supone la traición de Washington, responda con una reacción tan básica como la de intentar amedrentar al adversario. Hacerle ver que puede ser tan fuerte como él para que no le pase por encima.

Las generaciones nacidas en los noventa y los dos mil son las menos patrióticas de la historia europea

Aceptar esa lógica no va a ser fácil. No en un continente que se ha construido políticamente como una respuesta a dos guerras mundiales. No está en la cultura política, ni tampoco en la cultura económica de todo este largo período histórico (1945-2020) en el que las relaciones internacionales han estado guiadas por la convicción de que los negocios garantizaban la paz. Ni siquiera las salvajes guerras por la desintegración de Yugoslavia, en los noventa, cambiaron ese modo de pensar ni el pacifismo que impregna la cultura europea desde las terribles experiencias de 1914-1918 y 1939-1945.

Un economista francés, Arnaud Orain, ha publicado un libro, Le monde confisqué , en el que describe dos tipos de capitalismo en la historia. Hay un capitalismo que es compatible con el liberalismo, que se basa en la competencia, la reducción de derechos de aduana, la libertad de los mares y una utopía de riqueza creciente individual y colectiva que beneficia a todos. Es un capitalismo optimista y poco belicoso.

En contraposición, hay un capitalismo mercantilista en el que las élites creen que el pastel no puede crecer más. En el que domina el juego del suma cero, por el que lo que tú ganas, lo pierde el otro, y en el que la única forma de preservar o mejorar tu posición es la depredación. Es un capitalismo pesimista y belicoso.

Los periodos mercantilistas han sido en la historia más largos que los “liberales”. El de los siglos XVII y XVIII, el de las conquistas coloniales europeas, fue largo y feroz. Nuestra mala suerte sería la de haber vivido en la última etapa “liberal” (1945-2020) y tener que adaptarnos ahora a un nuevo ciclo pesimista y belicoso.

Es una píldora difícil de digerir para la generación del baby boom , que ha vivido toda su vida pensando que la guerra era el pasado y para la cual el pacifismo fue su revolución cultural. Y es inimaginable para los nacidos en los años noventa y los dos mil, las generaciones menos patrióticas de la historia europea y las primeras que, sobre el papel, deberían ser movilizadas.

Las encuestas señalan que no hay grandes diferencias entre los jóvenes europeos, del sur o del norte, alemanes o franceses. El ejemplo más mediático de su manera de ver el mundo es la de un influencer alemán de 27 años, Ole Nymoen, que ha escrito Por qué nunca lucharía por mi país . Su planteamiento es claro: prefiero vivir en un país ocupado que ir a la guerra.

El capitalismo ha entrado en un ciclo mercantilista, más pesimista y belicoso que el liberal

¿Tiene solución ese dilema? El ensayista Antonio Scurati, autor de una biografía novelada de Benito Mussolini, ha escrito en un artículo reciente que a Europa no le queda más remedio que redescubrir su espíritu combativo, y que la misma experiencia antifascista que le hizo repudiar la guerra en el pasado es la que ahora debe guiarla si en el futuro debe prepararse para ella.

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