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Francisco, el papa reparador

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La tradición sostiene que, en 1025, mientras rezaba frente a un crucifijo, san Francisco de Asís escuchó que Dios le decía: “Francisco, repara mi Iglesia en ruinas”. Exactamente mil años después acaba de fallecer en Roma el papa que, tomando el nombre de Francisco, ha intentado durante casi doce años devolver a la Iglesia a su estado original, entre la Ecclesia semper reformanda de Karl Barth y la Ecclesia in sæculo de Bruno Forte. Era además el primer papa que hablaba español desde 1503, idioma que hablan el 48% de los católicos del mundo. En su caso asegura que escuchó aquella voz en su interior mientras ejercía como sacerdote “villero” en un suburbio de Buenos Aires. Su vida previa como sacerdote y obispo en su país daría para otro artículo.

Su elección fue una novedad para casi todos, pero no para algunos. Durante su discurso de renuncia a su servicio como pontificie, la única palabra que Benedicto XVI repitió hasta en cuatro ocasiones fue “vigor”: llamaba así a los cardenales a elegir a alguien con fuerzas para llevar a cabo la reparación de las ruinas que él había detectado pero que, por carácter y edad, carecía de fuerzas para abordar. Más allá de las especulaciones de Los dos papas, existe una continuidad entre la renuncia y la elección. Por eso, como había reconocido el hoy malogrado Francisco, tanto en sus memorias Esperanza (2024) como en su entrevista El sucesor (2024), a los pocos días de ser elegido pontífice recibió un maletín de su predecesor con los problemas y responsables de los males que aquejaban a la Iglesia. Y empezó a reparar, que no se ha limitado a barnizar sino a sanear y repintar, sino a extraer la carcoma de quienes, aparentando querer a la Iglesia, pretendían sólo beneficiarse de ella.

El papa Franciscono podía ni quería reformar la Iglesia

Una reparación no es lo mismo que una reforma. El papa Francisco, con la esperanza de su educación salesiana, pero con la inteligencia de su formación jesuita, ha tenido claro en todo momento que no podía ni quería reformar la Iglesia, devolviéndola a la de los primeros tiempos. Su misión era tanto concluir tanto la transposición del Concilio Vaticano II que san Pablo VI no tuvo la audacia de hacer, como remedar los males de la última etapa del pontificado de san juan Pablo II, cuando durante su enfermedad la Curia aprovechó para gobernar la Iglesia por su cuenta. Tal ha sido el comisariado de hasta dos centenares de diócesis, órdenes, congregaciones, prelaturas, institutos e instituciones, desde Cáritas Internacional hasta el Sodalicio de Vida Cristiana, así como la reducción al estado laical de cardenales y obispos o la excomunión de sacerdotes supuestamente visionarios. La ruina es siempre algo interno que causa daño externo. Por eso pensaba que, reformando el interior, el edificio volvería a ser visto como sólido y acogedor.

Pero una reparación, en términos teológicos, significa también pedir perdón a Dios por todas las malas acciones, todo aquello que le ha ofendido, en este caso de la propia Iglesia. Tal cual la basílica del Tibidabo se creó para reparar las ofensas de la Semana Trágica. Y es era el mensaje de fondo de sus mensajes. La Iglesia no sólo debía repararse para su bien, sino para el bien de la humanidad, para hacer que la comunidad eclesial fuera de nuevo la piedra del amor esperanzado sobre la que se edifica la fe cristiana. De ahí el sueño reparador de san José, en la imagen que en su mesa bajo la que cada noche depositaba el documento de una decisión complicada. A pesar de su espontaneidad, meditaba las decisiones, consultándolas con su círculo inmediato, formado mayoritariamente por jesuitas. Las paredes de la habitación 101 de la Casa de Santa Marta guardarán la secreta memoria de los cafés de los domingos por la tarde con otros jesuitas, entre ellos Antonio Spadaro. Ese espacio, como la sala de visitas de su residencia, eran realmente sus espacios de trabajo, más que su biblioteca privada, tradicional lugar de encuentros.

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Velas y flores para el papa Francisco colocadas a las puertas del Policlínico Agostino Gemelli, en Roma

Andrew Medichini / Ap-LaPresse

El papa Francisco sabía que carecía de tiempo. El trabajo era mucho, la ayuda era poca y la salud, precaria. Por ello pidió que se rezara constantemente por él: en el diálogo consciencia-mundo sobre el que se basa la espiritualidad ignaciana, debía encontrar los gestos, el lenguaje y las categorías para motivar a un grupo de personas que le ayudaran a renovar la Curia, que ha estado en la diana durante todo el pontificado, para regenerarla desde dentro, como en la Transición española. La reparación pasaba, en buena medida, por una regeneración: sacar de dentro lo que había de bueno para sustituir lo que el egoísmo había dañado. Era la única forma para hacer un cambio progresivo que no llevara a un cisma, como ha estado a punto de ocurrir por las cuestiones de Alemania y la Amazonia, único sínodo por cierto que ha quedado sin exhortación posterior.

Con un lenguaje metafórico y una austeridad personal, lo más creíble que tiene una persona, ha procurado hacer que la Curia dejara de ser el centro de la Santa Sede, para convertirla en el núcleo animador, pero no controlador, de la Iglesia. De ahí la importancia de las periferias, es decir, de dar protagonismo a quienes estaban lejos de la toma de decisiones. Y también la de tener una actitud más proactiva, la famosa “Iglesia en salida”, para superar esa autorreferencialidad de la Curia. Todo ello, para algunos grupos, constituía una osadía y no han cejado en bloquear las reparaciones e, incluso, en decir que Francisco no era un papa sino un antipapa, es decir, que la elección fue inválida y que la sede de san Pedro estaba vacante. Toda una afrenta al Espíritu Santo.

El pontífice procuró hacer que la Curia dejara de ser el centro de la Santa Sede

Su pontificado ha estado marcado por la simplificación: la indumentaria, la residencia, los tratamientos, los traslados, los viajes, los procedimientos (canonizaciones, nulidades, bendiciones), las exequias. “Olvídate del frac y recupera los vaqueros”, le dijo un gentilhombre de Su Santidad a otro en el aristocrático Circolo della Caccia de Roma a los pocos días de su elección. No iba desencaminado. Pero no era algo cosmético sino algo más profundo. “Son cosas del Vaticano”, le dijo el nuevo pontífice a un monseñor español en el ascensor, cuando le mostró las nuevas monedas de euros con su efigie. La simplicidad estaba aparejada a cercanía. Hasta que físicamente pudo, iba en un utilitario a hacer visitas y compras en Roma, ciudad de la que en el fondo el Vaticano no es más que un barrio-estado.

Otra de los elementos del pontificado ha sido la sorpresa, tanto en las declaraciones como en las decisiones, entre ellas los nombramientos de personas de confianza que nadie esperaba. Y lo hacía para evitar que la Curia los pudiese bloquear. Esa ha sido la política que no sólo le ha llevado a nombrar a mujeres y laicos como prefectos, sino a cardenales y obispos que no procedían de los núcleos de poder. En total, más del 80% del colegio cardenalicio con capacidad de elegir y ser elegidos. No quería tampoco nombrar obispos a sacerdotes curiales: quería que tuvieran experiencia pastoral, para que fuera un servicio y no un cargo: es lo que él llamaba “oler a oveja”. Era perfectamente consciente que estaba abriendo puertas que transitaría su sucesor, al que corresponderá valorar si profundiza en la recuperación de algunas de las instituciones de la Iglesia anteriores al Concilio de Trento, desde el estatuto del clero al papel del laicado.

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El papa Francisco

MIGUEL RIOPA / AFP

El tercer elemento esencial de estos años ha sido la colegialidad. Desde el Consejo de Cardenales a los Sínodos de Obispos, el papa Francisco ha buscado la toma de decisiones mancomunada. Sabía que él solo no podría llevar a cabo su misión y que, cuanto mayor fuera el consenso, menor sería la división. También ha sido asertivo, en ocasiones demasiado, porque a veces ha tenido que desdecirse. En su voluntad de llegar al mayor consenso, ha acabado por tener que clarificar algunas cuestiones. Finalmente entendió que tenía que no sólo profetizar y sino también legislar, carencia en la primera parte de su pontificado. Era en cambio muy detallista: llamaba, escribía y saludaba a quien necesitaba de una palabra o un gesto amigo. Desde su hermana hasta los conserjes, llegando incluso personas ajenas a la Iglesia. Con una letra menuda, expresaba grandes pensamientos que generaban enormes emociones.

En cuestiones geoestratégicas, su entendimiento con ortodoxos, judíos y musulmanes ha sido mayor, paradójicamente, que con los protestantes. Había siempre en Bergoglio un jesuita, es decir, al miembro de la orden que se creó para contraponerse al cisma luterano. En China e India en cambio, ha dejado sentadas las bases para el crecimiento de la Iglesia en el centro geopolítico de la actualidad. Cuando se desclasifiquen los acuerdos entre la secretaría de Estado y China el juicio de la historia será más benévolo para esta cuestión que en la actualidad. Finalmente, ha sabido abordar tres de las cuestiones que afectan a la humanidad: las migraciones forzadas, el cambio climático y la inteligencia artificial. Hasta en una treintena de documentos se ha pronunciado sobre estas cuestiones, enriqueciendo la doctrina social de la Iglesia con sugerencias asumibles para creyentes y no creyentes. Asustado por la tensión global, causada por populismos reduccionistas y radicales, que calificó la situación actual de “tercera guerra mundial por partes”. Le faltó tiempo para una nueva Pacem in Terris, como planeaba.

El papa Francisco convocó el Jubileo intuyendo que, o bien moriría, o bien dimitiría

No ha viajado a Argentina ni a España. Lo del primer país se entiende por algunos episodios de su vida. Lo segundo se debe exclusivamente a la falta de imaginación de políticos y obispos, que le proponían viajes tradicionales, de corte piadoso, en lugar de otros creativos, en nuevos areópagos, como hablar ante las Cortes y visitar la frontera de Ceuta, Melilla o Canarias. Él mismo lo confesó a aquel círculo íntimo, al que se sumaban esporádicamente algunas personas con las que elegía comer esporádicamente en el comedor colectivo de Santa Marta. Desde nuestro país fue visto como un desdén, pero es algo habitual en el pathos ibérico: echar a otros las culpas de los propios errores. Pese a todo, ha sido un papa de viajes lejanos pero íntimos y significativos, como Benedicto XVI, en lugar de grandes multitudes, como san Juan Pablo II. Era un pontífice pastoralista, con rasgos de biblista, más que un dogmático, un canonista, un moralista o un liturgista. La reflexión, con un lenguaje actual, estaba al servicio de la misión.

El Papa Francisco convocó el Jubileo intuyendo que, o bien moriría, o bien dimitiría. De hecho, en 2022 había completado la reforma de la Curia, dando por concluida así su misión. Los dos libros de recuerdos publicados en el año pasado, así como el cambio de las exequias pontificales y el anuncio del lugar de su entierro, así lo atestiguan. También el reciente apoderamiento de la primera mujer gobernadora del Estado de la Ciudad del Vaticano y, sobre todo, el reciente anuncio de un próximo consistorio cardenalicio para unas canonizaciones. El derecho canónico establece que, además de consciente y libremente, la renuncia al papado es válida cuando se comunica al colegio de cardenales reunido en consistorio, tal como hizo Benedicto XVI.

De hecho, la renuncia siempre había estado en su mente. Nada más elegido ya presentó su carta al cardenal secretario de Estado. Y casi contemporáneamente escribió su primer testamento espiritual, que renovó el año pasado. Hasta el lugar de su enterramiento, en Santa María la Mayor, fuera del Vaticano, como el beato Pío IX, el papa que renunció al poder temporal en favor del espiritual, estaba ya dispuesto. Basta comparar los planos actuales de la basílica con los de hace dos años para darse cuenta de dónde será exactamente enterrado. No en vano, iba a ella antes y después de cada viaje. Ahora, en este último viaje, el hijo de unos inmigrantes italianos que fueron a construir Argentina, en un sueño reparador de tanto “armar lío y organizarlo bien”, volvió a la tierra de sus antepasados para reconstruir la Iglesia, como paso previo a su regreso definitivo a la civitas Dei de san Agustín, uno de sus autores más leídos, modelo de la reparación que ha marcado su pontificado.

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