El próximo lunes día cinco no es un lunes cualquiera. Es el primer lunes de mayo, una jornada con una tarde-noche en la que cada año la industria de la moda se da la mano con las personas más ricas del mundo, que acuden al Metropolitan Museum de Nueva York con sus mejores galas, y un cheque a modo de entrada que garantiza que su Anna Wintour Costume Institute siga existiendo. Algunos pagarán hasta 350.000 dólares por una mesa; los más austeros, 75.000 por una silla.
A diferencia de ediciones anteriores —cuando la polémica parecía coserse a los vestidos con la misma precisión que las perlas o los cristales—, la expectación en torno a la Met Gala ha sido curiosamente discreta. Puede que la industria esté más preocupada por los informes de resultados de los grandes conglomerados o las tarifas arancelarias que por las lentejuelas. Esta vez, además, el evento ha esquivado la controversia habitual por no haber referencias a magnates decimonónicos ni homenajes póstumos a diseñadores que en vida hicieron declaraciones cuestionables.
La industria de la moda se da la mano con las personas más ricas del mundo en el Metropolitan Museum de Nueva York
La edición de 2025, Superfine: Tailoring Black Style, marca un hito: será la primera exposición y gala del Costume Institute centradas exclusivamente en la moda y la creatividad negras. También es la primera muestra en más de dos décadas dedicada a la moda masculina. Este año, el código de vestimenta —“tailored for you”— invita a los asistentes a reflexionar sobre la sastrería como lenguaje personal y político. La lista de anfitriones y el recién creado comité de honor tratan de subrayar ese espíritu: a los copresidentes ASAP Rocky, Colman Domingo, Lewis Hamilton y Pharrell Williams se suman figuras como Doechii, Ayo Edebiri, Tyla, Simone Biles y Usher, junto a voces culturales de peso como Chimamanda Ngozi Adichie, Jeremy O. Harris y la artista Kara Walker.
Quizá por el consenso generalizado sobre la pertinencia del tema, el intento de boicot promovido por Jack Schlossberg —nieto de JFK y fugaz corresponsal político de Vogue— ha pasado prácticamente desapercibido. Schlossberg anunció en Instagram que no podía “asistir con buena conciencia” dada la situación mundial y tachó la gala de “patética” y de ser “para vendidos corporativos”. Su gesto ha provocado más desconcierto que adhesiones, y algunos le recordaron que eventos como este financian instituciones culturales que hoy necesitan apoyo más que nunca. Por otros cauces, sin embargo, sí ha surgido cierta discusión a propósito del contraste entre el brillo que proyecta el Met y la realidad laboral que enfrentan muchos miembros de la industria.
El modelo Christian Latchman es el rostro de la edición de este año. Fotografiado por Tyler Mitchell y vestido con un esmoquin de Wales Bonner, encabeza la portada del catálogo y la web oficial de la exposición. Pero mientras su figura simboliza el glamour del evento, su día a día cuenta otra historia: la de quienes, pese a su visibilidad en el circuito de la moda, necesitan compaginar más de un trabajo para sostener su carrera en las industrias creativas. “Literalmente la cara de la Met Gala este año, pero aún tengo que fichar en mi trabajo de 9 a 5”, escribió en un vídeo de TikTok que ya es viral.
Latchman, que trabaja en una tienda en una tienda de suplementos deportivos (GNC), explicó que recibió la llamada para el shooting mientras se dirigía a su turno en enero. Subió a un avión sin saber que iba a convertirse en el rostro de la exposición. Solo lo sospechó cuando vio pasar a Anna Wintour y, poco después, le prohibieron sentarse o comer vestido con el traje de Bonner. Firmó un NDA y posó sin saber que su imagen recorrería el mundo. En ese video explica: “Esto es para mostrar el esfuerzo que hay detrás del modelaje. No es solo glamour, es trabajar muy duro”.
El traje que luce en la portada pertenece a una diseñadora que también cuestiona las narrativas establecidas. Grace Wales Bonner celebra este año una década al frente de su firma homónima. Británica, de 34 años, es aclamada tanto por su enfoque académico —donde combina investigación histórica con una mirada antropológica— como por una estética depurada que ha convertido la sastrería negra en un vehículo de expresión identitaria y cultural.