Las lechugas que comemos están captando los microplásticos y nanoplásticos que hay en la atmósfera a través de las hojas. Así lo acaban de demostrar científicos chinos en un trabajo sobre vegetales cultivados que publican esta semana en Nature. Sus resultados indican que las plantas que crecen al aire libre en lugares cercanos a zonas contaminadas, como vertederos o de áreas industriales, tienen una concentración de este volátil residuo incluso mayor de la que hay en las de invernaderos. Es una entrada de elementos tóxicos que no se conocía pero que acaba en la cadena alimentaria e incrementa los posibles riesgos para la salud humana.
Hasta ahora, las investigaciones sobre el impacto de esta contaminación en la alimentación se habían centrado en su presencia en el agua (ríos, lagos o el océano) o en la tierra. Pero se desconocía que, también a través del aire, los vegetales pueden captar sus diminutas partículas en cantidades de entre siete y 10 nanogramos de polietileno (PET) o de poliestireno (PS) por gramo de hoja seca de lechuga. Ambos materiales son habituales en envases y objetos de todo tipo. Y también en la ropa en el caso del PET. Las plantas, señalan, los absorben a través de las hojas, lo que comprobaron en 14 cultivos diferentes que situaron cerca de vertederos o de industrias que los utilizan en la ciudad china de Tianjin.
La importancia de esta captación por aire en comparación con la absorción a través del suelo y el agua es difícil de evaluar, pero parece muy relevante
Bajo la dirección del premiado químico Lei Wang, de la Universidad de Nankai, descubrieron que las diminutas partículas plásticas que viajan por el aire entran en la estructura celular de las plantas por varias vías: las estomas (pequeñas aberturas formadas por sus células) y la cutícula. Una vez dentro de las hojas, se acumulan tanto en su interior como en su superficie, aunque pueden viajar hasta alcanzar otros tejidos. Esas hojas son alimento habitual de los humanos, pero también de animales herbívoros que son consumidos por nuestra especie.
La investigación de Wang y sus colegas prueba que, en contra lo que podría pensarse, llega menos plástico a las plantas por las raíces que por el aire. Además, han encontrado que hay entre 10 y 100 veces más partículas de PET y PS en hortalizas cultivadas al aire libre en las áreas estudiadas que en cultivos de invernaderos. Y observaron que es acumulativo: las hojas más antiguas y las más externas tenían más microplásticos que las más tiernas e internas. “La importancia de esta captación por aire en comparación con otras vías es difícil de evaluar porque que la información disponible sobre la absorción a través del suelo y el agua es escasa, pero parece muy relevante”, señala el químico holandés Willie Peijnenburg, experto en contaminación por nanopartículas.
Estos microplásticos o nanoplásticos (con menos de cinco milímetros de diámetro) son provocados, fundamentalmente, por la degradación de los productos plásticos, los lavados de ropa sintética o la incineración. Sobre cómo puede afectar a la salud humana, Peijnenburg recuerda en Nature que faltan datos al respecto: “El conocimiento actual sobre los impactos ambientales y fisiológicos de los microplásticos presenta muchas lagunas; no se dispone de datos consistentes con sus composiciones, tamaños, formas o densidades bien definidos”. Esto genera, señala, una gran incertidumbre sobre cuál es el nivel admisible por nuestro organismo, si bien ya se han detectado vínculos con problemas respiratorios o de inflamación. Este mismo año también se conoció que los humanos los tenemos incluso en el cerebro, donde no se sabe qué implicaciones puede tener.
Esta investigación ilustra nuestra exposición a los microplásticos a través de infinidad de vías: el pescado del mar, lo que respiramos y ahora las plantas
A nivel global, la preocupación científica por el impacto de un material que es perdurable durante muchas décadas en tierra, agua y atmósfera no está impidiendo que su presencia vaya a más y su tasa de reciclaje siga estancada en cifras insuficientes. Desde mediados del pasado siglo, su producción viene aumentando exponencialmente, hasta alcanzar los 413 millones de toneladas anuales en 2023, de las que el 90,4% fue plástico nuevo fabricado con petróleo, y sus correspondientes aditivos químicos. Y un mal dato: la tasa de reciclaje, según Plastic Europe, se redujo en la UE ese mismo año respecto al 2022 tras unos años que iba subiendo lentamente.
“Esta investigación de Nature es un claro ejemplo de nuestra exposición a esta contaminación por microplásticos a través de infinidad de vías. Se habla mucho del pescado, pero también los respiramos y ahora resulta que los comemos con los vegetales. No preocupaban porque no son visibles, pero precisamente por ser pequeños son más peligrosos, dado que penetra en el organismo y llegan a la corriente sanguínea. Pueden ser partículas esféricas o finas fibras textiles, pero están y hoy no sabemos cómo eliminarlos del medio ambiente”, señala la científica española Ethel Eljarrat, directora del IDAEA-CSIC y experta en estas partículas contaminantes. Y añade:
“No podemos olvidar que los plásticos van acompañados de miles de compuestos químicos, de muchos de los cuales ya se conoce su impacto en la salud. Todo esto nos lleva a que hay que poner un límite a la producción plástica porque no sirve de nada prohibir pajitas o centrarnos en reciclar si no dejamos de fabricar material nuevo”.
De momento, la única vía abierta en ese sentido es la negociación de un tratado mundial para reducir la basura plástica en el marco de la ONU. Iniciada en 2022, tras varias reuniones y con un primer borrador sobre la mesa, de momento no avanza. La próxima reunión será en julio de este año. Según los expertos, investigaciones como ésta que hoy se presenta ponen de manifiesto que buscar una solución es urgente.