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Europa: audacia y sacrificio

Nada desprecia más un rico que un pedigüeño y nada pone tanto a un matón como someter a un débil. Euro­pa se había acostumbrado a vivir de las migajas que caían de la mesa americana. A cambio de renunciar a su soberanía, compró seguridad y bienestar. Todo a un precio razonable y aderezado con una presunta superioridad moral que incluía hacer chanzas del paleto pagano de la fiesta.

El chollo ha durado casi un siglo, suficiente para que los burócratas de Bruselas se aseguraran pensiones rumbosas a cambio de malgastar saliva en debates tan tediosos como inútiles sobre la necesidad de prepararse para el apocalipsis que todos veían, pero nadie quería ver. Y en esto que llegó el nuevo sheriff a la ciudad y mandó parar. Un rico, matón, bruto y desmañado, pero que en menos de un mes se ha cargado el orden establecido después de la Segunda Guerra Mundial y ha aireado las vergüenzas de un continente avejentado, dividido y débil. Un balneario donde deciden los tecnócratas especializados en aplazar las deudas a cambio de halagos y promesas campechanas. Pero el bravucón no está para zarandajas. Quiere cobrar a tocateja los servicios prestados, acabar con el déficit comercial y liquidar una guerra en un lugar llamado Ucrania del que lo único que le interesa son sus minerales raros.

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En la negociación para finiquitar el conflicto, a Europa ni está ni se la espera porque, cuando los mayores hablan (Rusia y EE.UU.), los pequeños callan. El primer sopapo, con la mano abierta. Pero no parece que los avispados líderes continentales hayan tomado nota del cambio de paradigma y de la oportunidad que se les ofrece. Deberían revisar la doctrina de Charles de Gaulle, el presidente francés que desconfiaba de los americanos y se empeñó en construir una defensa francesa autónoma. La consecuencia es que Francia es el único miembro de la Unión Europea con arsenal nuclear propio y, por tanto, con capacidad disuasoria para hacer frente a una hipotética agresión externa.

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Ochenta años después, Europa debe abandonar la zona de confort y dotarse de la fuerza necesaria para defender los valores de democracia y libertad que inspiraron su fundación. El precio es alto, y los sacrificios serán notables, el Estado de bienestar y los derechos sociales sufrirán. Pero, ante un cambio histórico donde la regla es la ley del más fuerte, pretender apaciguar al pendenciero con buenas palabras es estéril. La alternativa es peor: diluirse entre las garras de las nuevas superpotencias del siglo XXI y aceptar el papel de protectorado colonial.

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