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Ochenta años después

INQUIETUDES Y ESPERANZAS

El 8 de mayo, casi a medianoche (ya 9 de mayo en Moscú) se cumplirán ochenta años de la rendición incondicional de la Alemania nazi, que puso fin a la Segunda Guerra Mundial. La ceremonia fue presidida, en Berlín, por el mariscal Zhúkov, el militar más destacado de la Segunda Guerra Mundial, cuyas fuerzas habían izado la bandera soviética en lo alto del Reichstag pocos días antes.

Zhúkov hizo recular a los alemanes por primera vez en las afueras de Moscú y después les derrotó en Stalingrado, punto de inflexión de la guerra y de la historia universal. Desde entonces los alemanes ya no cesaron de retroceder. La URSS, con sus veintisiete millones de muertos, tuvo un papel decisivo en la derrota de Hitler, como lo había tenido en la de Napoleón. De cada cinco soldados alemanes muertos en la guerra, cuatro cayeron en el frente oriental. En palabras de Winston Churchill, “la URSS arrancó los testículos a la bestia nazi”.

Al producirse el desembarco de Normandía, el ejército ruso estaba en la frontera polaca; Alemania ya no podía ganar la guerra. Lo que hizo Normandía fue evitar que Stalin llegara a Lisboa. Y eso los españoles y todos los europeos que quedamos al oeste del Elba nunca se lo podremos agradecer suficientemente a EE.UU. y a Gran Bretaña. La guerra se prolongaría hasta el 2 de septiembre, cuando Japón se rindió.

DANIEL MIHAILESCU / AFP

Las dos guerras mundiales supusieron el suicidio geopolítico de las potencias europeas, que habían dominado el mundo medio milenio. Gran Bretaña era la potencia hegemónica en 1914 y un poder de segunda fila ante los dos grandes vencedores de 1945, la URSS y EE.UU., que se repartieron Europa en dos zonas de influencia. Las potencias europeas carecieron de la visión, la generosidad y la capacidad diplomática necesarias para evitar el suicidio colectivo.

A partir de la declaración Schuman (1950) se puso en marcha el proceso de integración europea, con la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951), a la que siguió la Comunidad Económica Europea (1957). Era “la Europa de los Seis”: Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Su corazón, la reconciliación franco-alemana, protagonizada por De Gaulle y Adenauer, que se reunieron por primera vez en 1958 y formalizaron su relación con el tratado del Elíseo (1963). La paz y el Estado de bienestar eran las señas de identidad con las que Europa iniciaba una nueva singladura histórica.

Los Seis habían aprendido por fin la lección de la historia: matarnos unos a otros para resolver nuestras diferencias y colmar nuestras ambiciones, como había ocurrido desde los tiempos de Roma, la ciudad en la que se firmó el tratado creador de la CEE, era un camino equivocado. Se alcanzaba así una decisiva victoria moral, principio irrenunciable de la nueva Europa.

Si Europa no hace lo suficiente para sentarse a la mesa de las grandes potencias, estará en el menú

Desde EE.UU. nos llega la teoría de que “América es de Marte, Europa de Venus”. Habría que recordar que en 1914 todos éramos de Marte en Europa; ya no en 1945. ¿Seguiría siendo EE.UU. de Marte si hubiese sufrido una devastadora guerra en su propio territorio?

Con el fin de la guerra fría, debido al desistimiento de Gorbachov, se perdió la gran ocasión de haber construido una más amplia Europa de paz, pese a que Mitterrand atendió, al proponer “una confederación europea que incluya a Rusia”, al deseo de Gorbachov de una “casa común europea”. Se acabó dejando a Rusia fuera de la arquitectura de seguridad europea, pese a los deseos de Gorbachov, Yeltsin y el propio Putin de ingresar en la OTAN. Decía Yeltsin: “Que entren los polacos, los bálticos y todos los demás, pero Rusia primero”. Y Bill Perry, secretario de Defensa de Clinton, afirmó: “La relación con Rusia es más importante que la ampliación de la OTAN”.

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Pero las promesas formales hechas a Gorbachov de que la OTAN no se iba a ampliar fueron olvidadas. Nada justifica la invasión de Ucrania, pero es evidente que faltó visión y generosidad en el trato dado a Rusia después de que abandonara lo que se le concediera en Yalta y Potsdam y aceptara el fin de la Unión Soviética sin usar la fuerza.

Los dirigentes rusos ofrecieron a Europa y a EE.UU. “amistad sin límites”, para verse rechazados. Las diversas oleadas de ampliación de la OTAN les empujaron a los brazos de China. Esta, a su vez, con la guerra arancelaria y tecnológica iniciada por Trump en el 2018, entendió que EE.UU. “quería contenerla e impedir su desarrollo económico”. Así, fueron Rusia y China las que acabaron prometiéndose “amistad sin límites”. Brzezinski dijo que el peor escenario para EE.UU. era una alianza entre Rusia y China, y que EE.UU. necesitaría gran habilidad y sabiduría para evitarla. Ambas brillaron por su ausencia y la inversión de alianzas se consumó.

Si Europa pretende ser, más allá de un espacio económico, un actor geopolítico, capaz de sentarse en la misma mesa que EE.UU., China y Rusia, debe crear y pagar su propia defensa. Si esta no se paga con impuestos, se paga con los jirones de la propia soberanía que exige el protector. El bloque económico y el defensivo deben culminarse con la unión política, de modo que Europa pueda actuar unida y hablar con una sola voz. Si Europa no hace lo suficiente para estar sentada a la mesa de las grandes potencias, estará en el menú.

TREVA I PAU, colectivo formado por Jordi Alberich, Eugeni Bregolat, Eugeni Gay, Jaume Lanaspa, Carles Losada, Josep Lluís Oller, Alfredo Pastor, Xavier Pomés y Víctor Pou