En su corta vida, Édouard Manet se enfrentó a un desprecio duradero. Dos años después de que fuera rechazado Desayuno en la hierba , crítica y público lo vilipendiaron sin piedad cuando al fin logró exponer su Olympia en el Salón de París de 1865. Les escandalizó la crudeza con la que había representado a una prostituta de carne y hueso, recostada desnuda sobre la cama deshecha, con un vulgar zapato de tacón todavía en el pie izquierdo y un cordón rodeando su cuello a modo de collar. A su lado, una sirvienta negra le acerca un ramo de flores, regalo seguramente de un cliente satisfecho, mientras un gato pasea por el diván con la cola erizada.

'Olympia', de Manet
La mirada nada sentimental de aquella mujer que anunciaba la llegada del arte moderno fue un auténtico desafío para los espectadores de la época, que sollozaron, vociferaron y se enzarzaron a puñetazos ante el cuadro. Quisieron perforar la tela con los paraguas y el Salón tuvo que contratar guardias armados. “Nunca un cuadro ha provocado tantas risas, burlas y abucheos como este”, recogía un cronista desapasionado. Manet no era un artista bohemio que hubiera disfrutado del escándalo, sino un dandi burgués ávido de aplausos y de aprobación social que sufrió amargamente con el rechazo. Pero las críticas no consiguieron apaciguarlo: siguió activando bombas en un mundo que avanzaba dando tumbos muy por detrás de él.
En el doloroso tramo final de su enfermedad, Manet se abrazó a la vida pintando flores
Mujeriego felizmente casado, elegante ave nocturna y amigo de Zola, Baudelaire, Mallarmé o Renoir, Manet murió joven (51 años) y tuvo un final atroz, inhumano. Falleció de una sífilis terciaria, después de sufrir una ataxia locomotora que lo condenó a la silla de ruedas, sufrir gangrena y la amputación de una pierna. En este doloroso tramo final, Manet pintó repetidamente la belleza de las flores, pequeños ramos en jarros de cristal, como si quisiera abrazarse a la vida ahora que la suya se estaba derrumbando. Pero también se encargó de representar los tallos hundidos dentro del agua, la vida desintegrándose en un amasijo de verdes, marrones y negros.

Óleo de 1882, en la National Gallery of Art de Washington
“Creo que se olvidó de si mismo mientras pintaba esos buqués y su jarrón. Se dedicó al milagro de la existencia (¡no se puede estar más lejos de la autocompasión!)”, le escribe el pintor Yves Berger a su padre, el crítico de arte, escritor y poeta John Berger, en una de las cartas que padre e hijo –se llevaban 50 años– intercambiaron meses antes de la muerte del segundo, en 2017 ( Tu turno , Editorial GG). John, que ha cumplido ya 89 años, le da la razón, Manet pintaba las flores “al borde del mundo. Aparecen en un primer y último momento y lo llenan como si este fuera toda la vida”. Maravilla: la vida y la muerte luchando por abrirse paso en un cuadrito de flores.
El artista y cineasta Derek Jarman no pintaba, pero mientras todo se desmoronaba a su alrededor, él mismo infectado de VIH, en lugar de ceder a la desesperación, se dedicó a cultivar un jardín en un terreno de guijarros y matorrales a la sombra de una central nuclear. Cuando murió tenía 52 años, uno más que Manet, e hizo florecer un desierto al borde del mundo.