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Creadores de contenidos

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La buena gente de Abacus ha abierto, en el centro de Barcelona, la Casa Abacus, un espacio de concentración editorial y audiovisual. La denominación se escapa de los monocultivos tradicionales del sector. De hecho, el espíritu fundacional de Abacus incluía, además de una reivindicación cooperativista levemente subversiva, la ambición de proveer a maestros, alumnos y padres de todo el material necesario –papelería, juguetería, librería– para lidiar, sin la usura comercial capitalista, con los años escolares. Tener el carnet de Abacus era un signo de pertenencia a una comunidad militante, con intereses y gustos transversales y compartidos (por no hablar de las posibilidades de interrelación libidinosa entre socios).

La fórmula de Casa Abacus conecta con la tendencia actual de, en torno a una marca reconocida, explotar su aureola con actividades o la organización de eso que muchos llaman –y ya explicarán por qué– events. La Casa Seat o la Casa Cacao, por ejemplo, tienen esta aspiración, que no se limita a una actividad concreta –con o sin afán de lucro– sino que, a partir del prestigio de sus impulsores, amplía su poder de influencia pública. Evidentemente, las estrategias para atraer la atención de los medios de comunicación y las redes sociales obligan a hacer malabarismos de marqueting y a adaptarse a la acelerada evolución del lenguaje publicitario.

La denominada “creación de contenidos” conecta con la cacofonía conceptual en la que vivimos

Quizá por eso, Casa Abacus se anuncia como un “espacio de creación de contenidos”. Es una formulación que conecta con la cacofonía conceptual en la que vivimos. La creación de contenidos es una selva y un peligro. Conviene tenerlo en cuenta y esperar que Casa Abacus sepa valorar sus posibilidades con grandes dosis de realismo, sensatez y una programación/producción coherente. En origen, la llamada creación de contenidos es el eufemismo astuto con el que se etiqueta a los que, inicial­mente a través de YouTube y más adelante de Twitter, Twich o TikTok, alimen­tan el caudal de actividades en ­línea.

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El problema es que, en la práctica, los autoproclamados creadores de contenidos son víctimas de un derecho de admisión caótico y laxo. La voluntad de entretenimiento y/o divulgación que, de entrada, definía estas nuevas formas de comunicación se pervirtió con la llegada de aludes de intrusos. Intrusos que, amparados por un mismo epígrafe, podían considerar que pellizcarse el escroto en directo o cantar himnos al revés equivale a hacer cursos de oboe, de árabe o tutoriales sobre la mejor manera de freír cebolla o una clase magistral sobre física cuántica. Al límite del paroxismo, también hemos llegado a escuchar disparates retrospectivos que teletransportaban la creación de contenidos a épocas pretéritas y que, con la coartada impune de confundir la audacia con la imbecilidad, especulaban que, si vivieran hoy, Shakespeare, Jesucristo, Newton o Leonardo Da Vinci se definirían como –lo que hay que oír– creadores de contenidos.

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