Al principio nadie le da importancia. Un adolescente desaparece tras entrar en un monasterio. Quizá antes, o un poco después, unos padres pierden de vista a su hijo en las cercanías de Machecoul, al noroeste de Francia. Poco importa. El país, sumergido en el convulso siglo XV, se enfrenta a Inglaterra en esa larga guerra de los Cien Años donde las desapariciones son frecuentes. Luego, poco a poco, el goteo de niños y niñas perdidos se convierte en una constante con algo en común: todos se esfuman en las tierras dominadas por Gilles de Rais.
Este temible barón, que supuestamente inspiró con sus crímenes el cuento Barba Azul, hizo palidecer con sus actos las matanzas de otros personajes más conocidos, como la condesa Báthory o Vlad el Empalador, teniendo el terrible honor de ser, quizá, el primer asesino en serie de la historia.
Una infancia enfermiza
De poderosa familia, Gilles de Rais nace en 1404 en la región del Loira, al noroeste de Francia. Sus padres, despreocupados, les ponen tanto a él como a su hermano en brazos de buenos preceptores, pero poco más. Uno de aquellos maestros, Michel de Fontenay, recordaría años más tarde a Gilles como un niño “narcisista, un ser orgulloso y arrogante, vicioso y carente de límites”.
Esas taras no tardan en manifestarse cuando, mediante engaños, hiere de muerte al hijo de unos siervos. O cuando, fascinado, asiste con placer a la agonía de su progenitor, que muere exhibiendo las tripas desgarradas por los colmillos de un jabalí.
Esa deriva enfermiza continúa tras la muerte, poco tiempo después, de su madre, cuando Gilles y su hermano pasan a estar a cargo del abuelo materno, Jean de Craon, quien, según confesaría su nieto, le “enseñó a beber y a disfrutar desde niño de pequeñas crueldades”, entre las que se encontraba ver cómo uno de sus primos era azotado violentamente como castigo.
Con semejantes antecedentes, Gilles llega a los dieciséis años con una mente cruel y un físico imponente. Desde su metro ochenta de altura observa con brillantes ojos azules el mundo que se le ofrece: el de la guerra de los Cien Años, donde podrá liberar sus ansias de violencia.
Máquina de guerra
En 1420 Gilles solo desea matar para liquidar al eterno enemigo de Francia: los ingleses. Pero, antes, su abuelo quiere arreglar una boda para el primogénito de la familia. La candidata es Catherine de Thouars, cuyos padres no desean el enlace. Esto no detiene al joven barón ni a su abuelo, que raptan a Catherine, sobornan a un sacerdote y fuerzan el casamiento.
La familia de la joven, ante tal atropello, se niega a entregar la dote que exige Gilles, así que este, apoyado nuevamente por su abuelo, secuestra a su suegra y la encierra en una mazmorra hasta lograr quebrar el brazo de la familia rival.

Sello de Gilles de Rais.
Un despliegue de esfuerzos y violencia que, sin embargo, no sirve para contentar a Gilles. Este se desentiende de Catherine, con quien tiene una hija con la que la mujer se fuga en 1429, sin que su terrible marido muestre interés alguno por recuperarlas. Los anhelos del barón están en otra parte.
Y es que, desde hace años, Gilles solo tiene ojos para la batalla. Disfruta lanzándose al combate enfebrecido, arriesgándolo todo para amputar los miembros del enemigo y segar su vida. La fama de guerrero indomable le precede cuando asiste en Chinon a la llegada de Juana de Arco, a cuyos pies cae rendido, convirtiéndose en uno de sus más leales seguidores.
Este hito esencial en su biografía le hace estar presente en la liberación de Orleans. Cuando Juana de Arco es capturada, intenta convencer al rey Carlos VII de que organice una operación para liberarla. Al fracasar, y tras insultar al rey, Gilles recluta a un grupo de mercenarios e intenta salvar, sin éxito, a Juana, a quien ve arder en la hoguera entre lágrimas.
Estamos en 1431 y Gilles de Rais cuelga la espada. El asesinato de Juana de Arco le aleja de los campos de batalla, y, aunque nadie lo sabe todavía, el barón se dispone a escribir una de las páginas más aterradoras de la historia de la humanidad.
Siguiendo el rastro
En los alrededores de los castillos de Champtocé, Machecoul y Tiffauges se habla de un pastorcillo, de un niño mendicante, del hijo de unos campesinos. Todos ellos han desaparecido en los dominios de Gilles de Rais. Pero ¿quién va a sospechar de tan importante barón? ¿Cómo señalar a ese hombre que incluso ha fundado un orfanato para ayudar a los desvalidos?

Castillo de Tiffauges
Lo que la gente no sabe es que también en ese orfanato desaparecen niños. Y cuando finalmente se descubre, los rumores aumentan al ritmo que la lista de desapariciones. Unos han visto a una mujer que trabaja para el barón ofreciendo dulces a los pequeños. Otros juran que los hombres de Gilles de Rais vagan sospechosamente por las aldeas.
Finalmente, alguien llama a la puerta del obispo de Nantes, Jean de Malestroit, en 1437. Este, inquieto, acumula testimonios, interroga a testigos, reúne sospechas y conoce a padres destrozados, sin que su febril actividad le lleve a parte alguna. No hay pruebas para derribar al barón, ni siquiera un cadáver al que aferrarse. Han de pasar tres años para que el obispo encuentre su ventana de oportunidad.

Gilles de Rais haciendo matar a un niño
Arruinado tras una larga época de derroches y consumido por el alcohol, Gilles de Rais se ve envuelto en un episodio violento que acaba con el secuestro de un sacerdote. El problema es que este eclesiástico tiene buenos contactos, pues es el hermano del tesorero del duque de Bretaña, Juan VI, a quien Gilles debe lealtad. Y aunque el episodio se resuelve, el barón ha caído en desgracia, y el obispo de Nantes aprovecha la ocasión para informar al duque de sus investigaciones. Juan VI ordena entonces a sus hombres que organicen una redada en las tierras de Gilles.
El horror
La operación no se ejecuta lo suficientemente rápido como para salvar a la última víctima del barón, quien hace desaparecer a un chiquillo de diez años en una posada antes de que los soldados del duque penetren en sus dominios y descubran, horrorizados, los restos de cincuenta niños despedazados. Son solo una parte de los aproximadamente doscientos que, se calcula, fueron asesinados por el noble.

Restos de niños asesinados por Gilles de Rais, cromolitografía s. XIX
Detenido junto a algunos de sus colaboradores, Gilles de Rais es sometido a juicio. Francia asiste conmocionada al testimonio tanto del barón, que no tarda en confesarse culpable, como de quienes le han ayudado a ejecutar sus crímenes, que son todavía más inenarrables de lo que cualquiera podía imaginar.
Durante años el barón disfrutó colgando por el cuello a sus víctimas, a quienes torturaba con muy diversas técnicas, desde azotes a amputaciones. Además, violaba a los niños mientras los abría en canal o los estrangulaba, y disfrutaba masturbándose sobre sus vientres, pues, como él mismo confesó, “las torturas, las lágrimas, los terrores y la sangre me hacen gozar de contento más que cualquier otro placer”.
Tras abusar de los pequeños, algunos de los cuales pasaron días en su poder, solía cercenar sus cabezas y admirarlas, para después entregar sus cadáveres profanados a sus hombres, quienes los ocultaban al momento, salvo que, como ocurrió en algunas ocasiones, Gilles utilizase la sangre y los restos de los niños en rituales satánicos.
El final
Las justicias secular y eclesiástica deciden ahorcarlo y quemarlo junto a algunos, muy pocos, de sus cómplices, pues la mayoría han logrado escapar. A la ejecución, que se celebra en Nantes, acude una multitud para contemplar cómo Gilles de Rais llora, pidiendo perdón a la Iglesia y a todas las buenas gentes, a quienes agradece que le acompañen en ese trance.

Ejecución de Gilles de Rais
Es tal la pasión que muestra el barón con su acto de contrición que muchos sienten lástima por él y comparten sus lágrimas. Incluso se habla de que, quizá, un indulto real salve en el último momento a tan importante personaje. Pero ese indulto nunca llega.
Gilles es ahorcado sobre una pila de leña. Antes de que las llamas prendidas por el verdugo alcancen al condenado, ya ha muerto. Apenas permiten que, simbólicamente, una lengua de fuego roce su cuerpo. El cadáver del barón, que a tantos ha mancillado, no debe ser ultrajado. Al fin y al cabo, era un noble en una época en la que eso significaba mucho.