El contexto
Sospechoso para ambos bandos por su af谩n de crear una comunidad religiosa en un Jap贸n hostil para cualquier occidental, Pedro Arrupe pas贸 en escasos d铆as de ser una v铆ctima colateral para Estados Unidos en su decisi贸n de acabar con la Guerra del Pac铆fico de forma fulminante 鈥揳s铆, en su textualidad鈥 a un h茅roe para los despojos del Imperio del Sol Naciente por su arrojo en el auxilio de las v铆ctimas de la bomba nuclear que asol贸 Hiroshima, la primera lanzada sobre poblaci贸n civil.
El jesuita que tanto hab铆a insistido en seguir los pasos evangelizadores de san Francisco Javier en Jap贸n fue, junto a la comunidad jesuita asentada en Hiroshima, una v铆ctima m谩s de aquella barbarie. Aunque 茅l, la treintena de novicios a los que formaba y los otros cuatro religiosos que profesaban su fe en la iglesia construida en el centro de la ciudad lograron sobrevivir milagrosamente. En buena medida, porque tanto el seminario que dirig铆a Arrupe como el templo eran de obra y amortiguaron tanto la onda expansiva como el calor que desprendi贸 la explosi贸n, que alcanz贸 el millar de grados.
En su aberrante decisi贸n, la Administraci贸n Truman no s贸lo era consciente de la presencia de una comunidad cristiana formada por religiosos occidentales en Hiroshima, sino que consider贸 que su sacrificio, como el de centenares de miles de civiles japoneses, era inevitable para doblegar la voluntad del emperador Hirorito y forzarlo a una rendici贸n humillante, por m谩s que saliese impune junto a su familia por la propia voluntad de los ganadores.
En el momento de la terror铆fica explosi贸n, Arrupe y sus novicios se encontraban en la casa que la compa帽铆a ten铆a en Nagatsuka, a apenas seis kil贸metros de la zona cero, donde s铆 se encontraban los otros cuatro sacerdotes jesuitas. En lugar de determinar la evacuaci贸n, el superior orden贸 a los novicios que acudiese en busca de alimentos y medicinas para atender al mayor n煤mero de heridos. Asimismo, en cuanto las llamas que acabaron de destruir la ciudad se fueron apagando, lider贸 una expedici贸n al centro de la ciudad en busca de los hermanos que all铆 estaban.

Pedro Arrupe comparece ante una comisi贸n de periodistas estadounidenses para explicar los efectos de la bomba at贸mica en Hiroshima
El testimonio del padre Arrupe de la gran tragedia humana que dej贸 la bomba at贸mica en Hiroshima, descarnado, fue la primera visi贸n con ojos occidentales de la barbarie que hab铆a generado una decisi贸n estrat茅gica tomada en fr铆o a miles de kil贸metros. As铆 lo explic贸 dos a帽os despu茅s ante una comisi贸n de periodistas estadounidense y as铆 lo dej贸 escrito en sus memorias, de las que recogemos un fragmento extractado.
El discurso
Para hacerse cargo de cu谩l era el escenario sobre el que la bomba at贸mica represent贸 su tragedia, conviene recordar algo de lo ya dicho acerca de la ciudad y a帽adir algunos datos complementarios. Sus habitantes pasaban de 400.000, es decir algo m谩s de Sevilla. Y su extensi贸n incomparablemente mayor, porque fuera de unos cuantos edificios de cemento que en el centro de la ciudad se levantaban magn铆ficos, dominando el llano, todos los dem谩s eran t铆picamente japoneses, de uno o dos pisos, construidos con maderas como elemento de resistencia, y ca帽izos, barro, cart贸n y papel fuerte como complementarios. Y en el suelo esto siempre, paja de arroz en un tejido de estera fina que hab铆a de ser un combustible de rapidez espantosa cuando sonase la hora apocal铆ptica del llanto final.
Militarmente ten铆a un valor innegable. No era una ciudad que bordase cielos con el humo b茅lico de factor铆as guerreras, pero era un puerto militar de embarco y desembarco de tropas, tal vez el m谩s importante de los que miraban confiados a los mares del sur. Todas las semanas, con una constancia que nunca interrumpi贸 la guerra, ve铆amos el doble desfile de los uniformes nuevos que iban al frente para recibir su circuncisi贸n de sangre, y los que ven铆an destrozados con el dolor de la lucha, y la esperanza de la victoria.
Los jesuitas ten铆amos entonces dos casas en Hiroshima: una en el centro de la ciudad que era la parroquia, y la otra en Nagatsuka, a seis kil贸metros del casco acogedor de la metr贸poli que era el noviciado. En ella me encontraba yo desde hac铆a varios a帽os. Treinta y cinco jesuitas formaban el n煤cleo de la comunidad. Lo m谩s llamativo de toda la guerra, en el sector de Hiroshima, fue la paz absoluta en que la aviaci贸n americana dej贸 a la ciudad. Relativamente cerca se encontraban otras grandes urbes como Kure, y algo m谩s all谩 Osaka y Kobe, que hab铆an sido ferozmente bombardeadas.
Lo m谩s llamativo de toda la guerra, en听 Hiroshima, fue la paz absoluta en que la aviaci贸n americana dej贸 a la ciudad
La poblaci贸n de Hiroshima, en un principio, se iba a dormir a las cuevas horadadas en los montes vecinos, pero viendo que el tiempo transcurr铆a sin que la tranquilidad fuese turbada por otra cosa que el pitido desagradable e insistente de las sirenas, fue recobrando la confianza perdida en los primeros momentos. Pasado alg煤n tiempo, prefiri贸 exponerse a morir entre s谩banas que a vivir entre telara帽as, cogiendo reumas, padeciendo pulmon铆as, terminando por morir con todas las incomodidades de su nueva existencia subterr谩nea.
La vida se deslizaba sin anormalidades. Todos los d铆as, a las cinco y media de la ma帽ana, un B-29 cruzaba el cielo de la ciudad que en una sola ocasi贸n dej贸 caer una bomba sobre nosotros. Tanta fue su constancia que con naturalidad y un poquillo de iron铆a fina fue bautizado con el nombre del听correo americano. El seis de agosto del 45, fue el 煤nico, el primero y el 煤ltimo, que entr贸 por camino nuevo. A las 7.55 h un segundo toque de alarma nos indic贸 que el enemigo se acercaba.
A mucha altura pas贸 otro B-29 sin que nadie se preocupase de ello. 隆Eran tantas las veces que ve铆amos cruzar a distancia formaciones a茅reas de 200 y m谩s aparatos! A las 8.10 h se dieron los toques de fin de peligro y la poblaci贸n se dispuso a continuar su vida por el camino ordinario de la rutina. En mal momento dejaron de tocar las sirenas. Apenas hab铆an transcurrido cinco minutos, eran las 8.15 h, cuando un fogonazo como de magnesio rasg贸 el azul del cielo.
Todos los d铆as, un B-29 cruzaba el cielo de la ciudad y con iron铆a fue bautizado como el 鈥榗orreo americano鈥
Yo que me encontraba en mi despacho con otro padre, me puse inmediatamente en pie y me asom茅 a la ventana. En aquel momento, un mugido sordo y continuado, m谩s como una catarata que a lo lejos rompe, que como una bomba que instant谩neamente explota, lleg贸 hasta nosotros con una fuerza aterradora. Tembl贸 la casa. Cayeron los cristales hechos a帽icos, se desquiciaron las puertas, y los tabiques japoneses, de barro y ca帽izo, se quebraron como un naipe aplastado por una mano gigantesca.
Aquella fuerza terrible que cre铆amos iba a desgarrar el edificio por los cimientos nos tir贸 por el suelo con la bofetada de su empuje. Y mientras nos tap谩bamos la cabeza con las manos, en gesto instintivo de defensa, una lluvia continua de restos destrozados fue cayendo sobre nuestros cuerpos tendidos inm贸viles en el suelo. Cuando aquel terremoto se acab贸 nos pusimos en pie, temiendo ambos ver herido al otro. Afortunadamente nos encontr谩bamos inc贸lumes, sin m谩s consecuencias que las naturales contusiones de la ca铆da.
Fuimos a recorrer la casa. Mi gran preocupaci贸n eran los 35 j贸venes jesuitas de los que, como superior, era responsable. Cuando pas茅 por el 煤ltimo de los cuartos vi que no hab铆a un solo herido y que aquella explosi贸n no hab铆a causado m谩s que da帽os materiales de destrucci贸n. Con esa natural curiosidad que se experimenta despu茅s del peligro, todos a una salimos al jard铆n para ver d贸nde hab铆a ca铆do la bomba que nos hab铆a hecho rodar, tan poco cort茅smente, al comp谩s de sus vibraciones.
Aquella fuerza terrible que cre铆amos iba a desgarrar el edificio nos tir贸 por el suelo con la bofetada de su empuje
Pero nuestros esfuerzos por encontrar la huella esf茅rica de su ca铆da fueron in煤tiles. All铆 no hab铆a el menor rastro. El jard铆n, la huerta, todo como antes. Y en un contraste violento con la naturaleza que irradiaba vida en el nacer de agosto, la casa ajada y lacia, con las tejas rotas, violentamente amontonadas, sin esa elegancia sim茅trica que les da el estar encabalgadas cada una sobre la anterior. Cristales no quedaba ni uno intacto. Y a trav茅s de las ventanas, brutalmente abiertas y desquiciadas, el interior herido, con los tabiques rotos y el polvo todav铆a en esa danza circular que mantiene vida hasta que se posa.
Subimos a lo alto de la colina para buscar un mayor radio de visi贸n. Y desde all铆, extendiendo la vista por la llanura del este, vimos el solar arrasado de lo que fue Hiroshima. Ya no era. Estaba ardiendo, como una nueva Pompeya. El cr谩ter invertido de la bomba at贸mica hab铆a arrojado sobre la ciudad v铆ctima la primera llamarada de un fuego blanco intenso. Y al contacto de su calor terrible, todos los combustibles ardieron como cerillas metidas en un horno. Y como si esto fuera poco, las viviendas de madera que se derrumbaron bajo la onda de la explosi贸n, cayeron sobre brasas de los hornillos caseros que pronto se convirtieron en llamaradas de hoguera.
Ante aquel espect谩culo que ni siquiera hab铆amos podido imaginar nos quedamos clavados en el suelo. Luego, recogiendo datos ajenos a impresiones propias, pudimos reconstruir toda la escena. A las 8.15 h de la ma帽ana un avi贸n B-29 americano dej贸 caer una bomba que hizo explosi贸n en el aire a una altura de 1.560 m. El ruido fue muy peque帽o, pero lo acompa帽贸 un fogonazo que fue el que a nosotros nos hizo el efecto de una llamarada de magnesio. Durante unos momentos, algo, seguido en una roja columna de llamas, cay贸 r谩pidamente y estall贸 de nuevo, esta vez terriblemente, a una altura de 570 m sobre la ciudad.
Salimos y desde la colina vimos el solar arrasado de lo que fue Hiroshima, la ciudad ya no exist铆a
La violencia de esta segunda explosi贸n fue indescriptible. En todas direcciones salieron disparadas llamas de color azul y rojo. Inmediatamente un trueno espantoso acompa帽ado de insoportables ondas de calor que cayeron sobre la ciudad arras谩ndolo todo. Ardi贸 cuanto pod铆a arder; y las partes met谩licas se fundieron. Todo esto fue la tragedia del primer momento. Al siguiente, una gigantesca monta帽a de nubes se arremolin贸 en el cielo. En el mismo centro de la explosi贸n apareci贸 un globo de cabeza terror铆fica. Y con 茅l una ola gaseosa a 500 millas por hora de velocidad barri贸 todo lo que se encontraba en un radio de 6 km. Por fin, diez minutos m谩s tarde, una especie de lluvia negra cay贸 en el noreste de la ciudad.
Los japoneses, que ignoraban que hab铆a explotado la primera bomba at贸mica, con esa armon铆a imitativa de su lenguaje, designaron aquel fen贸meno con la palabra听pikadon. Pika era para ellos el fogonazo deslumbrador, y听don听el ruido explosivo que sigui贸 despu茅s. A nosotros, como a todo el mundo, aquello nos resultaba inexplicable. A los cuatro a帽os de guerra hab铆amos visto caer muchas bombas y explotar muchas granadas. Sin embargo, aquello era algo nuevo que en nada admit铆a comparaci贸n con lo hasta entonces conocido.
Quisimos desde el principio entrar en la ciudad. No era curiosidad macabra. Tampoco era para buscar heridos, ya que 茅stos eran tantos que ven铆an a nosotros sin necesidad de salir a su encuentro. El motivo que nos impulsaba era recordar que en el mismo centro de Hiroshima, en una de las partes m谩s damnificadas por la bomba, estaban los restos de nuestra residencia y tal vez nada m谩s que los cad谩veres de nuestros padres. Era pues, un deber de hermandad. Sin embargo, no pod铆amos dar un paso hacia ellos. El fuego cerraba todos los caminos, saltando de casa en casa y acorralando las calles con las lenguas rojizas de incendio.
Aquello nos resultaba inexplicable, hab铆amos visto caer muchas bombas, sin embargo, aquello era algo nuevo
Har铆amos de la casa un hospital. Con qu茅 ardor acogieron todos la idea. Con qu茅 doloroso entusiasmo se dispusieron a colaborar. Me acord茅 que hab铆a estudiado medicina. A帽os lejanos ya, sin pr谩ctica posterior, pero que en aquellos momentos me convirtieron en m茅dico y cirujano. Fui a recoger el botiqu铆n y me lo encontr茅 entre ruinas, destrozado, sin que en 茅l hubiese aprovechable m谩s que un poco de yodo, algunas aspirinas, sal de fruta y bicarbonato.
Eran m谩s de 200.000 las v铆ctimas. 驴Por d贸nde empezar? Hab铆a que obrar sin remedios y esta realidad impuso los procedimientos que cab铆an utilizarse. Nos encontr谩bamos con naturalezas gastadas por una guerra dur铆sima, en las que los alimentos escaseaban desde hac铆a mucho tiempo. Ten铆an los fondos tuberculosos, substrato com煤n de muchos millones de japoneses que hab铆amos de fortificar a fin de que duplicase sus energ铆as para la convalecencia. Era, pues, necesario darles de comer en abundancia... y no ten铆amos en la despensa nada.
Nosotros, como cualquier otro japon茅s, viv铆amos con el escaso racionamiento de arroz que nos pasaban. Y 茅ste era tan menguado que no hab铆a posibilidad ninguna de hacer econom铆as. Reun铆 a todos los j贸venes jesuitas que estaban bajo mi jurisdicci贸n y en cuatro palabras les di la pauta de lo que ten铆an que hacer: 鈥榁ayan 鈥搇es dije鈥 a donde Dios les gu铆e y traigan cosas de comer. No me pregunten m谩s. Me da lo mismo el sitio. Prestado, comprado, regalado. La cosa es que puedan comer y reponerse todos los heridos que habr谩 aqu铆 cuando ustedes vuelvan de la b煤squeda鈥. Nadie dijo nada. La idea estaba clara. La realizaci贸n... Dios dir铆a. Salieron todos.
Eran m谩s de 200.000 las v铆ctimas, 驴por d贸nde empezar? Adem谩s, hab铆a que obrar sin remedios听
Los pobres aldeanos de los alrededores, que desde una distancia salvadora hab铆an contemplado la bomba y el incendio, dieron con generosidad de lo que ten铆an y se ofrecieron a proporcionarnos de lo que no ten铆an. Y as铆 fue. Ninguno de nuestros heridos se quej贸 de hambre, porque siempre pudimos darles m谩s de lo necesario. Esta primera precauci贸n coron贸 con el 茅xito nuestros esfuerzos. Sin saberlo, tan s贸lo porque Dios quiso que as铆 fuera, atacamos de una manera inconsciente la anemia y leucemia que iba a desarrollarse en la mayor铆a de los atacados por las radiaciones at贸micas.
Hab铆a ante todo que limpiar aquellas heridas que ten铆an diversos or铆genes. Muchas eran consecuencias de contusiones producidas por el desplome de los edificios. Eran fracturas de huesos, y cortes, pero no como los de un sable o una bala que dejan limpios los labios de la herida, sino como los originados por el desplome de un edificio, por la presi贸n de vigas que se hunden sobre uno, por las lluvias de las tejas pulverizadas, que desgarran la masa muscular y dejan incrustadas en ella part铆culas de serr铆n, cristal, madera... y esquirlas de los propios huesos destrozados.
Pero lo dominante, tal vez, eran las quemaduras. Como la de aquel que vino a las varias horas de la explosi贸n con una ampolla que le cog铆a el pecho y el vientre, por delante y la misma extensi贸n por la espalda. Y as铆 muchos. V铆ctimas que hab铆an ca铆do bajo los restos de sus casas, y que s贸lo hab铆an conseguido salir de los escombros cuando ya hab铆an pagado su tributo de sangre al fuego que lo abrasaba todo. Esto era natural en una ciudad construida casi totalmente de madera.
Lo que nos desconcertaba eran las 鈥榪uemaduras鈥 de muchos que aseguraban no haberse quemado
Lo que desconcertaba eran las听quemaduras听de muchos que aseguraban no haberse quemado. A la pregunta ritual: 鈥樎縌u茅 le ha pasado?鈥. La respuesta era siempre la misma. 鈥楴o lo s茅. He visto una luz, una explosi贸n terrible, y no me ha sucedido nada. Pero al cabo de media hora he sentido que se me iban formando en la piel unas ampollitas superficiales y a las cuatro o cinco horas ten铆an el aspecto de una violenta quemadura que al d铆a siguiente empez贸 a supurar鈥. Hoy ya sabemos que eran los efectos de las radiaciones infrarrojas que atacan los tejidos y producen no s贸lo la destrucci贸n de la epidermis y la endodermis, sino tambi茅n del tejido muscular.
Consecuencia inmediata, las supuraciones por toda la zona afectada y efecto mediato, muchas veces, una muerte inesperada que por entonces nos resultaba inexplicable. Hab铆a que hacer la punci贸n de las heridas y desinfectarlas a sangre fr铆a porque ni ten铆amos 茅ter, ni cloroformo ni morfina ni ning煤n otro anest茅sico para las operaciones. Dolores terribles los de aquellas curas en cuerpos con una tercera parte y, a veces m谩s, de su piel en carne viva, que les hac铆a retorcerse de dolor sin que de sus labios escapase una sola queja.
Deb铆an de ser alrededor de las 16 h cuando la evaporaci贸n producida por aquel incendio de dimensiones gigantescas se condens贸 en una fuerte lluvia que apag贸 la superficie de la tierra. En el fondo, debajo de los troncos chamuscados y de los tejados hundidos, segu铆a crepitando una brasa que los chubascos no dejaban llamear. Era el momento de romper el cerco de fuego y entrar en la ciudad sitiada. Visi贸n dantesca la que se present贸 a nuestros ojos. Es imposible imagin谩rsela y mucho m谩s describirla. Muertos y heridos en confusi贸n terrible sin que se tendiese sobre ellos la compasi贸n salvadora de un samaritano.
Es imposible imaginar lo que vimos y mucho m谩s describirlo: muertos y heridos en confusi贸n terrible sin compasi贸n posible
Ninguno de los que vivimos aquellos momentos podremos olvidarlos jam谩s. Gritos desgarradores, que cruzaban el aire como los ecos de un inmenso aullido. Porque aquellas gargantas, destrozadas por el esfuerzo de muchas horas pidiendo auxilio, emit铆an unos sonidos roncos que nada ten铆an de humano. Y clav谩ndose en el alma, mucho m谩s honda que cualquier otra pena, la que se experimentaba al ver a los ni帽os deshechos, agonizantes, abandonados y sintiendo sobre s铆 todo el peso de su propia impotencia.
隆Pobre criatura aquella que se retorc铆a desde hac铆a ya ocho horas con un pedazo de vidrio clavado en la pupila del ojo izquierdo. Dolores angustiosos, porque, adem谩s de ser terribles, nadie los compart铆a para suavizarlos con un gesto protector, con una palabra de cari帽o. M谩s espantosa era la visi贸n de aquel otro que se revolcaba en un charco de sangre con una gruesa astilla clavada en los intercostales. Ocho horas tambi茅n con estas pu帽aladas de madera atraves谩ndole el pecho.
隆C贸mo nos miraba cuando nos acerc谩bamos a 茅l 隆Si ya no parec铆a vivo! Sus facciones descompuestas por el dolor hab铆an pasado de la lividez primera a un color aceitunado verdoso. Su boca medio abierta, estaba babeando de agon铆a, y sus manos, en un movimiento convulso medio desesperado recorr铆an mil veces el camino del pecho. Y all铆, sin fuerzas para sufrir m谩s, se deten铆an sin poder arrancar aquella madera astillada que le mataba. 鈥楶adre, s谩lvame, que no puedo m谩s鈥. Y sus ojos se avivaron un momento para pronunciar esta s煤plica que sali贸 sibilante de sus labios contra铆dos en un espasmo supremo no s茅 si de confianza o de desesperaci贸n.
Clav谩ndose en el alma, mucho m谩s honda que cualquier otra pena, la de ver a ni帽os deshechos, agonizantes, abandonados听
Y como 茅l, cada uno con una tortura que su mayor verdugo no habr铆a imaginado, miles y miles de criaturas que no hab铆an merecido ser v铆ctimas de la guerra y que estaban purgando pecados ajenos. 隆Qu茅 terror m谩s desesperado debi贸 de sentir aquel pobre ni帽o que nos tropezamos cogido de dos vigas y con las piernas calcinadas hasta las rodillas. Se derrumb贸 sobre 茅l la casa, pero ni tuvo la generosidad de dejarlo inmune ni la compasi贸n de dejarlo muerto. No, qued贸 vivo. Lo mordi贸 entre las fauces sucias de dos vigas toscas, que apretaban sin matar para prolongar su martirio. Cinco horas tardamos en llegar a donde se encontraban los cinco jesuitas. Todos heridos, pero ninguno muerto.
En nuestro avance lento de procesi贸n macabra por las calles muertas de la ciudad llegamos a la orilla del r铆o, no lejos del centro mismo de la explosi贸n. Otro recuerdo imborrable en la colecci贸n de aquellas escenas dantescas que parec铆an no tener fin. En el momento de la tragedia y en horas sucesivas, cuando las quemaduras se empezaron a manifestar en todas sus dolorosas consecuencias, los heridos, para huir del fuego buscaron en la orilla del r铆o un refugio contra las llamas.
Medida fatal que cost贸 la vida a muchos millares de desgraciados. Hundidos en el limo de aquel delta que desemboca casi sin desnivel, dejaron que pasasen las primeras horas de su infortunio, perdiendo durante ellas sangre y vitalidad y energ铆as... Cuando a la ca铆da de la noche empez贸 el mar su lenta labor de contrabalanceo, las aguas dejaron de bajar, y, un momento m谩s tarde, roto el equilibrio en favor de la marea alta, el nivel de todos los brazos del delta empez贸 a elevarse de una manera lenta pero continua.
Qu茅 angustioso era o铆r los lamentos de todos aquellos heridos condenados a una muerte lenta, irremediable
Terrible suplicio el de aquellos infelices que ve铆an la marcha ascendente de las aguas. Prisioneros de su debilidad y de la tierra cenagosa en que temerariamente se hab铆an sumergido, o铆an la carcajada, aquel d铆a macabro, de las olas que romp铆an en cada pared贸n. Pronto llegar铆a la 煤ltima. Sus bocas se llenaban hasta el borde y en el estertor de su asfixia, todav铆a encontraban fuerzas para despejar los pulmones una vez m谩s. Hasta la nueva ola. Hasta la que fuese definitiva y cubriendo sus cabezas no se retirase m谩s.
隆Qu茅 angustioso era o铆r los lamentos de todos aquellos centenares de heridos condenados a una muerte lenta, irremediable, que la conocieron como un destino cierto mucho antes de que las primeras v铆ctimas empezasen a resolverse en las agon铆as de su largo combate! A la ma帽ana siguiente, todo el lecho del delta estaba empedrado de cad谩veres hinchados con el agua salobre del Pac铆fico. Ni uno solo se hab铆a podido escapar.