El pasado 20 de enero Elon Musk desató una tormenta mediática tras realizar un gesto que muchos interpretaron como un saludo nazi, otros como un saludo romano y algunos más como el “saludo Bellamy” (impulsado a finales del siglo XIX por el religioso Francis Bellamy para acompañar el juramento a la bandera estadounidense). Un mes después, en la Conferencia ʴDZíپ de Acción Conservadora, Steve Bannon y otras figuras alineadas con el movimiento MAGA repetían el polémico ademán. ¿Se está intentando normalizar la simbología propia de los fascismos?
Más allá de los gestos y los símbolos, el fascismo también dejó una marca profunda en la forma en que sus líderes buscaron la inmortalidad. Para ellos, trascender su tiempo no era solo una cuestión de poder político, sino un intento de inscribir su legado en la historia por medio de monumentos colosales, narrativas heroicas y proyectos arquitectónicos desmesurados. Su obsesión por permanecer eternamente en la memoria colectiva se reflejaba tanto en la glorificación de la muerte como en la creación de mitos nacionales que los situaban como salvadores de la patria.
Han pasado más de cien años desde la aparición del Partido Nacional Fascista de Benito Mussolini, el padre del fascismo italiano, fundado en 1921. Movimientos de corte similar surgieron en el continente en las décadas siguientes, encabezados por personajes que, en ocasiones, como en el caso del italiano, llegarían al poder. En su intento por alcanzar la inmortalidad, estos dictadores no solo levantaron imperios de piedra y sangre, sino que también construyeron relatos destinados a perpetuarse más allá de sus propias muertes. Estas son las caras del fascismo en la Europa del siglo XX.
A través de la simbología se trató de materializar el dominio totalitario. Además de los saludos y las insignias, los títulos adoptados por los líderes desempeñaban un papel fundamental en la consolidación de su autoridad. Adolf Hitler se proclamó ü, un término que evocaba el destino supremo de Alemania bajo su mando; el rumano Ion Antonescu, líder del régimen instaurado en 1941, asumió el título de DzԻܳăٴǰ para establecer un vínculo simbólico con los príncipes medievales de Valaquia y Moldavia. En Portugal, António de Oliveira Salazar se convirtió en el líder indiscutible del Estado Novo, proyectando la imagen de un patriarca sabio y austero, mientras Francisco Franco se autoproclamó “Caudillo de España”, para fusionar su poder con la doctrina católica.
Fascismo y culto a la muerte
El fascismo ha estado históricamente vinculado a la exaltación de la muerte, transformándola en un pilar de su ideología. El grito de ¡Viva la muerte!, popularizado por los legionarios italianos de ’AԲԳܲԳ y adoptado por la Falange Española, sintetiza esta obsesión. Benito Mussolini llegó a afirmar en su autobiografía que el renacimiento de una nación debía comenzar con la muerte, una idea que se tradujo en la glorificación de la guerra y el sacrificio.

Hitler y Mussolini en Múnich en 1937
El pensador italiano Antonio Gramsci, en sus escritos desde prisión, lamentaba el avance del cesarismo, un fenómeno en el que la crisis política y social llevaba al surgimiento de líderes autoritarios que se presentaban como figuras mesiánicas capaces de restaurar el orden. En este contexto, el fascismo no solo administraba la muerte a sus enemigos, sino que también la convertía en un destino heroico para sus seguidores.
La obsesión por la inmortalidad
Los dictadores fascistas no solo ansiaban el dominio absoluto en vida, sino que buscaban perpetuar su legado más allá de la muerte. Un ejemplo de esto es la arquitectura monumental, concebida para proyectar su visión del mundo y garantizar su presencia eterna en la memoria colectiva.

Maqueta de la Welthauptstadt Germania, la nueva Berlín anhelada por Hitler, 1939.
Adolf Hitler ideó la Welthauptstadt Germania, un ambicioso plan de transformación de Berlín en la capital mundial del Reich, con estructuras colosales diseñadas por Albert Speer. Entre ellas, un arco del triunfo dos veces más grande que el de París, una cancillería imperial de proporciones descomunales y un estadio olímpico con capacidad para 400.000 personas. La construcción de este proyecto estuvo estrechamente ligada al sistema de campos de concentración, donde miles de prisioneros fueron utilizados como mano de obra esclava.
Mussolini, por su parte, buscó revivir el esplendor del Imperio romano a través de creaciones como, por ejemplo, el Foro Mussolini, una muestra clara de la arquitectura fascista, o el EUR (Esposizione Universale Roma), un barrio diseñado para albergar la Exposición Universal de 1942 y reflejar la grandeza de su régimen. Aunque la guerra impidió su finalización, la monumentalidad de sus edificios sigue siendo un testimonio de la obsesión del Duce por dejar una huella imborrable y transmitir una sensación de continuidad con la antigua Roma.

El complejo del EUR, Esposizione Universale Roma, en una imagen de 1956
En España, Franco tomó las riendas de la dictadura surgida de la Guerra Civil. Se había hecho famoso años antes por su intervención en la guerra de Marruecos, donde formó parte de los africanistas y fue conocido por su sangre fría ante la muerte y la indiferencia ante el peligro. Al instaurar el régimen, fue consciente del poder simbólico de la muerte y ordenó la construcción del Valle de los Caídos, un colosal mausoleo destinado a perpetuar su victoria y su lugar en la historia. Excavado en la roca por prisioneros republicanos y coronado por una cruz de 150 metros, el monumento fue concebido como un símbolo eterno del franquismo.
En otro punto de Europa, Ante Pavelić, líder del Estado Independiente de Croacia y fundador de la Ustacha, organización terrorista nacionalista de extrema derecha, también persiguió una forma de inmortalidad a través de la violencia y la pureza étnica. Su régimen, aliado del Eje durante la Segunda Guerra Mundial, llevó a cabo una brutal campaña genocida contra serbios, judíos y gitanos. Su utopía de una Croacia “pura” era presentada como un proyecto histórico que debía trascender su tiempo, para garantizar la supervivencia simbólica de la nación croata.
Sin embargo, la derrota de las potencias del Eje en 1945 no puso fin a las aspiraciones de Pavelić. Tras huir a Argentina con la ayuda de las rutas de escape nazis –rutas de ratas–, reorganizó a los seguidores de la Ustacha en una red terrorista internacional. Esta red, conocida como Crusaders, o ž, llevó a cabo atentados y sabotajes con el objetivo de derrocar al régimen comunista de Tito y restaurar el Estado Ustacha.
Incluso en el exilio, Pavelić mantuvo viva la ilusión de una Croacia inmortal. Su insistencia en sostener a la Ustacha como un símbolo de resistencia refleja su intento de proyectar su legado más allá de su propia muerte. Finalmente, tras sobrevivir a varios intentos de asesinato, murió en 1959 en España, protegido por el régimen de Franco.
El rostro de la dictadura portuguesa, António de Oliveira Salazar, promovió la idea de que su país no era un mero estado colonialista, sino una civilización global, destinada a expandir suinfluencia de forma benevolente. A través del lusotropicalismo, teoría desarrollada por el sociólogo brasileño Gilberto Freyre y adoptada por el régimen, Salazar justificó la presencia portuguesa en África, Asia y Brasil como un legado inmortal de fraternidad y mestizaje. Este discurso, sin embargo, encubría la brutalidad de las guerras coloniales y la explotación de las poblaciones indígenas.
Para afianzar esta narrativa de inmortalidad, el régimen construyó exposiciones imperiales y monumentos que glorificaban las conquistas marítimas portuguesas. La Exposición del Mundo Portugués de 1940, celebrada en Lisboa, fue un despliegue propagandístico que recreaba escenas de la “Era de los Descubrimientos”, presentando a Portugal como una potencia intemporal y universal. A través de ceremonias, discursos y reconstrucciones arquitectónicas, Salazar buscó consolidar la imagen de un imperio eterno que trascendiera su propia figura.

Vista parcial del complejo de la Exposición del Mundo Portugués en Lisboa en 1940
Incluso después de su derrame cerebral en 1968, cuando fue apartado del poder sin ser consciente de ello, la idea de su propia relevancia persistió. Se cuenta que Salazar seguía ejerciendo un gobierno ficticio desde su residencia, convencido de que aún dirigía los destinos de Portugal. Su obsesión por la permanencia quedó reflejada en este aferramiento simbólico al poder.
Los sueños frustrados de grandeza
A pesar de su retórica triunfalista, muchos de estos líderes vieron cómo sus ambiciones se derrumbaban. Así, Hitler se refugió en su búnker, donde se suicidó junto a la mujer con la que acababa de contraer matrimonio, Eva Braun. Mussolini terminó colgado públicamente en la plaza Loreto, donde, en agosto de 1944, se había fusilado a 15 partisanos. Se dice que el dictador comentó “por la sangre de la plaza de Loreto, pagaremos caro”. Antonescu fue sometido a un juicio popular, condenado a muerte, fusilado en un terreno abandonado e incinerado para hacerlo desaparecer para siempre.
Tanto triunfalismo resultó contraproducente. En lugar de cumplir sus sueños, estos países precipitaron a sus países al abismo. La supuesta inmortalidad de la nación abstracta se traduce en la mortalidad de cientos de miles de personas concretas.