En 1657 un buque fantasma apareció en las costas de Acapulco (México). Fantasma porque, más que dispuesto a atracar, parecía a la deriva. Era el galeón San José, que regresaba de Filipinas, por lo que parece, por arte de magia. Según la leyenda, al abordarlo, los estibadores se percataron de que ¡no quedaba nadie vivo a bordo!
Aunque muchos cronistas la hayan reproducido, lo cierto es que hay muchas dudas sobre la veracidad de esta historia, que probablemente sea una exageración. O, incluso, el fruto de una confusión con el caso del Nuestra Señora de la Victoria, un buque que por las mismas fechas perdió a todos sus oficiales y tripulantes en alta mar. Solos, y sin experiencia de navegación, los pasajeros lograron llegar milagrosamente hasta la costa de Guatemala.
Precisamente, para estas situaciones siempre había un sacerdote a bordo. Como explica Martínez Ruiz, también un médico-barbero, quizá el que tenía el trabajo más desagradecido. Poco podía hacer ante la fiebre amarilla, el paludismo o la viruela, tres del sinfín de enfermedades que se podían desencadenar a bordo. La más célebre: el escorbuto, una dolencia causada por la falta de vitamina C y que hacía caer los dientes.
Un viaje, en fin, que los pasajeros vivían en constante tensión, y es que había un millón de cosas que podían salir mal. Por eso las tareas estaban tan bien repartidas. Desde el calafate, que se paseaba arriba y abajo para cerciorarse de que la nave fuera estanca, hasta el carpintero, listo para reparar cualquier vía de agua. Y, según nos dice Martínez Ruiz, en algunos navíos también había un empleado inesperado: las prostitutas. Siempre a espaldas del capitán, pues la ley lo prohibía, se colaban como polizones. Seguramente, no eran las únicas que huían de algo.