Casi sin darnos cuenta, muchos pasaremos una buena parte de nuestras vidas metidos en un ascensor o esperando uno. En 2010, para un estudio sobre urbes inteligentes, la multinacional IBM encuestó a miles de oficinistas de dieciséis capitales norteamericanas, y el saldo abruma. Al unir los datos de todos los neoyorquinos, por ejemplo, se comprobó que, en solo doce meses, sumaban 16,6 años esperando un ascensor.
Por supuesto, el resultado de una ciudad tan vertical como aquella no es extrapolable a otros casos. Aun así, ¿cuántos viajes diarios en ascensor realiza cualquiera que viva en un entorno urbano? Probablemente, no menos de cuatro.
Están tan presentes en nuestras vidas que incluso han sido motivo de investigación por parte de la psiquiatría. Por sí sola no es una enfermedad, pero la fobia a estos ingenios sí es una manifestación habitual en pacientes claustrofóbicos (miedo a los espacios cerrados) o acrofóbicos (miedo a las alturas).
Los aprensivos deben recordar que la leve sensación de angostamiento percibida en una de esas cabinas o el temor pasajero a quedarnos atrapados no son indicativos de ninguna patología. Un fóbico de verdad sería incapaz de entrar en una de ellas sin experimentar un pavor paralizante.
Buena parte de los edificios actuales no existirían si no fuera por este invento. Para conocer sus raíces vamos a tener que echar la vista atrás hasta Arquímedes (c. 287-c. 212 a. C.), la Revolución Industrial o Elisha Graves Otis (1811-1861). El apellido de este último les resultará familiar.
¿Cómo debían de ser los ascensores de la Antigüedad? En una escena de la película Astérix y Obélix: Misión Cleopatra (2002), la reina de Egipto le muestra a é el palacio que le acaba de construir. Juntos, se suben a un ascensor –con hilo musical incluido– que los lleva a la terraza. Allí, el presuntuoso romano ya no puede resistirse más y sucumbe a la espectacular reina que interpreta Monica Bellucci. Mientras, de fondo suena el Ti amo (1977) de Umberto Tozzi.
Una caricatura divertida, pero no tanto por el ascensor, que curiosamente es lo menos anacrónico de todo. Como el del filme, los de la Antigüedad eran impulsados por la fuerza bruta. Quizá no en Egipto, pero los hay bien documentados en la antigua Roma. Los más célebres son los del Coliseo, que se usaban para transportar fieras sin peligro. Ocho personas podían impulsar el cabrestante que hacía ascender la jaula desde los sótanos hasta la arena.
Por entonces, las grúas, los elevadores o las palancas ya eran artefactos de uso común. Si bien algunos ya se empleaban desde hacía siglos, fue Arquímedes el primero que teorizó sobre los principios de la mecánica en el siglo III a. C. Entre lo más importante que le debemos figura el principio de ventaja mecánica, una magnitud que mide cuánto se amplifica la fuerza usando un mecanismo para contrarrestar la resistencia.
“Dadme una palanca y moveré el mundo”. La cita quizá no sea del griego, pero podría haberla dicho. Sirve para ilustrar que, con el mecanismo adecuado, la fuerza se puede incrementar hasta el infinito. Ahora bien, de ahí a construir un ascensor hay un trecho. De no ser así, seguramente ya lo habrían hecho los sumerios.
Además, hoy diríamos que lo del Coliseo eran más bien elevadores; como los que había diseñado unas décadas antes el arquitecto romano Vitruvio (c. 80-c. 15 a. C.) o los que siglos después vio la Edad Media. De esa época es el Libro de los secretos del ingeniero andalusí Ibn Jalaf al-Muradí, en el que se describe una plataforma que los árabes usaban para elevar arietes con los que reventar la parte alta de unas defensas.
Sin embargo, si usamos el término en el significado que le da la RAE (aparato para trasladar personas), para la aparición de los primeros ascensores hubo que esperar hasta el siglo XVIII. Por supuesto, esos prototipos se instalaron por petición de las cortes reales, que en aquella época eran verdaderas mecenas de artistas e inventores. En Versalles, el rey Luis XV (1710-1774) mandó instalar uno que le llevara rápidamente a sus estancias. No solo a él, pues se dice que las que más lo usaron fueron sus amantes.
A pesar de todo, aquel primer aparato no era demasiado sofisticado. En este campo, el que rompió moldes fue Iván Kulibin (1735-1818), un mecánico apodado “el Arquímedes de Rusia”. El ascensor que instaló en el Palacio de Invierno ya no se basaba en las poleas o las palancas propias de las grúas antiguas, sino en un sistema llamado tornillo de potencia. Mediante la unión de una tuerca y un eje largo y dentado, Kulibin pudo transformar el movimiento rotacional en vertical.

El Palacio de Invierno acoge el Museo Hermitage de San Petersburgo
En el siglo siguiente se desarrolló la Revolución Industrial, y con ella la necesidad de mover ingentes cantidades de material. También, la de construir elevadores más poderosos. La primera mejora vino de manos de la máquina de vapor, que permitió dejar de una vez por todas la fuerza bruta. Luego, en 1835 la empresa británica Frost and Stutt incrementó la eficacia del mecanismo cuando le añadió los contrapesos que asisten al motor en el izado de la cabina.
Aun así, para edificios residenciales hacía falta algo más limpio y sencillo. Apareció en 1846, cuando el ingeniero británico William George Armstrong (1810-1900) inventó la grúa hidráulica para cargar buques en los muelles de Tyneside, al norte de Inglaterra. Con el mismo formato, aquello se aplicó también a los ascensores. Se trataba de un pistón colocado dentro de un cilindro, y en el que se introducía agua o aceite a presión.