Il trovatore (1853) forma parte, junto a Rigoletto (1851) y La traviata (1853), de esa “trilogía popular” que consolidó a como el compositor más apreciado de su tiempo. De ahí el adjetivo “popular”. Aunque también se lo debe a que sus obras eran como las vidas del público, una mezcla de géneros. Como buen romántico, rompió las costuras del teatro clásico para mezclar en una pieza todo lo que hay en la naturaleza humana, desde lo sublime hasta lo grotesco.
Eso sí, además de taquillera, Il trovatore (1853) es musicalmente sublime. Como ironizó el tenor Enrico Caruso (1873-1921), bastan los cuatro mejores cantantes del mundo para representarla. Y quién lo iba a decir, resulta que la acción transcurre en un torreón andalusí del palacio de la Aljafería, en Zaragoza, que hoy acoge las Cortes de Aragón.
Por eso es conocido como la torre del Trovador, en un homenaje espontáneo de los zaragozanos a la ficción que convirtió ese edificio más bien tosco –por fuera, al menos– en un escenario universal. No obstante, al principio no lo hicieron por Verdi, sino por la obra de teatro anterior en la que se basa la adaptación del italiano.
El primer El trovador (1836) es del libretista gaditano Antonio García Gutiérrez. No es una ópera, sino un drama romántico, el género teatral que Victor Hugo contribuyó tanto a popularizar. No se llama así porque sus guiones versen sobre temas amorosos, sino porque las pasiones humanas son las que vehiculan las historias.
Cuando la taifa de Zaragoza ya se hubo independizado de Córdoba es cuando se añadió el palacio. Lo hizo el rey Al-Muqtádir (¿?-1082), que quería un castillo-palacio al estilo de los que venían haciendo los omeyas en los desiertos de Siria y Jordania.
Por eso es de planta cuadrangular, con torreones ultrasemicirculares (de una curva más amplia que un semicírculo) a lo largo de la muralla. El palacio de Zaragoza, sin embargo, era grande, como correspondía a una taifa que bajo el gobierno de Al-Muqtádir había llevado sus fronteras hasta el Mediterráneo.
Además, estaba profusamente decorado. Motivos vegetales en yeso cubrían las paredes, y mármol y alabastro los suelos. En el Salón Dorado, los alfarjes reproducían el firmamento en el techo. Al-Muqtádir era mecenas de artistas y científicos, y debía notarse. También convirtió su corte en un foco de la filosofía del islam, entre otras cosas, dando entrada a óٱ (384-322 a. C.) a sus estudios.
A pesar de lo que el rey quisiera aparentar, su inferioridad militar respecto al vecino reino de León lo obligaba a pagar parias, que eran una suerte de “tributos” a cambio de que no le invadiesen.