Practicidad y magnificencia no siempre van de la mano. Un caso paradigmático es el del número 10 de Downing Street, que, a pesar de su entrada principal más bien vulgar, que no lo distingue de cualquier casa típica londinense, posee un simbolismo innegable como sede del poder en el Reino Unido. Fue lo único que lo salvó en 1958 de ser derruido.
Al principio, la comisión encargada por el primer ministro Harold Macmillan no veía otra salida. Allí no había nada recto, ni un zócalo, ni una balaustrada…, ni siquiera las paredes, que en el piso superior estaban tan torcidas que dejó de acoger reuniones por temor a que se derrumbara toda la planta.
La casa estaba hecha con materiales de escasa calidad, sí, pero ese no era el principal problema. Situada a pocos metros del río Támesis, se había levantado sobre unos cimientos demasiado pobres para un suelo tan pantanoso. Para Winston Churchill, era “barata” y renqueante, un homenaje, en fin, “al constructor codicioso que le da nombre”.
Se refería a sir George Downing (c. 1625-1684), un empresario y político que sirvió a varios gobiernos y que, entre otras cosas, tuvo un papel destacado en la conquista de Nueva York de manos de los holandeses en 1665. Aunque, ante todo, Downing era un superviviente. Durante los años de la guerra civil apoyó a los revolucionarios, y cuando Oliver Cromwell ejecutó a Carlos I en 1649 e hizo del país una república, él se convirtió en su ministro de finanzas.

Retrato de sir George Downing
Como lo hizo bien, cuando Cromwell cayó fue de los pocos que pudo seguir adelante. El precio consistió en traicionar a varios de sus antiguos camaradas, pero el flamante Carlos II se lo recompensó manteniéndolo en el cargo de ministro.
Sea como fuere, lo de su calle se empezó a gestar en 1654, cuando cayó en sus manos un solar al sur del St. James’s Park, entre este parque y la calle Whitehall. Como quedaba a pocos metros del Palacio Real (entonces, el palacio de Whitehall), su idea era hacer viviendas para prebostes y demás altos funcionarios del gobierno.
Le costó, pues, con la restauración de la monarquía, la familia Hampden –la antigua propietaria– aprovechó para reivindicar un viejo contrato de arrendamiento que tenía con la Corona, pero finalmente en 1682 pudo empezar a construir.
En apenas dos años ya había levantado todas las residencias alrededor de esa calle en cul-de-sac que hoy lleva su nombre. Es poco tiempo, porque, a pesar de un anuncio que hablaba de hogares “grandes, bien construidos, para personas de honor y calidad”, su factura era muy burda. Las fachadas, por ejemplo, se ventilaron con unas líneas pintadas sobre la pared lisa imitando el ladrillo al estilo inglés.